El primer discurso de un nuevo parlamentario se conoce como «discurso inaugural» y suele ser tedioso. En él deben decirse ciertas cosas, emplearse ciertas frases manidas y tratar un tema nada controvertido. Colegas y opositores por igual felicitan al recién llegado, se observan las tradiciones y se rompe el hielo.
Lloyd Williams pronunció su primer discurso auténtico pocos meses después, durante el debate sobre la National Insurance Bill, la Ley de la Seguridad Social. Era un asunto imponente.
Mientras lo preparaba tenía a dos oradores en mente. Su abuelo, Dai Williams, utilizaba el lenguaje y la cadencia de la Biblia, no solo en la capilla sino también —quizá especialmente— cuando hablaba de la dureza y la injusticia de la vida del minero del carbón. Le gustaban las palabras contundentes y profundas: esfuerzo, pecado, codicia. Hablaba del hogar, de la mina y de la tumba.
Churchill hacía lo mismo, pero con un humor del que Dai Williams carecía. Sus frases largas y majestuosas solían acabar con una imagen inesperada o un giro de su significado. Siendo director del periódico gubernamental British Gazette durante la Huelga General de 1926, había advertido a los sindicalistas: «Tened muy claro esto: si volvéis a dejar caer sobre nosotros una huelga general, dejaremos caer sobre vosotros otra British Gazette». Lloyd creía que esas sorpresas eran necesarias en los discursos, que eran como las pasas en un bizcocho.
Pero cuando se puso en pie y empezó a hablar, vio que sus palabras, elegidas con tanto esmero, de pronto parecían irreales. Era evidente que su público compartía esa impresión, y Lloyd percibió que los cincuenta o sesenta parlamentarios presentes en la cámara solo escuchaban a medias. Sintió un instante de pánico: ¿cómo podía estar resultando tedioso un tema tan importante para la gente a la que representaba?
En el primer banco, destinado a los miembros del gobierno, vio a su madre, ya ministra de Escuelas, y a su tío Billy, ministro del Carbón. Lloyd sabía que Billy Williams había empezado a trabajar en la mina a los trece años. Ethel tenía la misma edad cuando comenzó a fregar los suelos de Ty Gwyn. Aquel debate no giraba en torno a frases brillantes, sino en torno a sus vidas.
Un minuto después abandonó el guión e improvisó. En lugar de lo que tenía escrito, decidió recordar la miseria de las familias obreras que se habían arruinado a consecuencia del desempleo o las discapacidades, escenas que había presenciado en el East End de Londres y en el yacimiento de carbón de Gales del Sur. Su voz delató la emoción que sentía, lo que le causó cierto bochorno, pero siguió adelante. Advirtió cómo los presentes empezaban a prestarle atención. Habló de su abuelo y de otros que se habían sumado al inicio del movimiento laborista con el sueño de conseguir un seguro universal de desempleo para desterrar para siempre el temor a la indigencia. Cuando se sentó, estalló un clamor de aprobación.
En la tribuna de espectadores, su esposa, Daisy, sonrió orgullosa y alzó el pulgar en su dirección.
Lloyd escuchó rebosante de satisfacción el resto del debate. Sentía que había superado su primera prueba real como parlamentario.
Después, en el vestíbulo, se le acercó un whip laborista, uno de los responsables de garantizar que los parlamentarios votasen correctamente, y le felicitó por el discurso.
—¿Le gustaría ser secretario privado parlamentario? —le preguntó.
Lloyd se estremeció. Todos los ministerios y secretarías de Estado contaban al menos con uno. En realidad, los secretarios privados parlamentarios con frecuencia hacían poco más que de acompañantes, pero el puesto solía ser el primer paso hacia el nombramiento ministerial.
—Sería un honor —contestó Lloyd—. ¿Para quién trabajaría?
—Para Ernie Bevin.
Lloyd no daba crédito a la suerte que estaba teniendo. Bevin era secretario del Foreign Office y el hombre más cercano al primer ministro, Attlee. La estrecha relación que compartían era un caso de atracción de opuestos. Attlee era de clase media, hijo de un abogado, se había graduado en Oxford y había sido oficial en la Primera Guerra Mundial. Bevin era hijo ilegítimo de una criada, nunca había conocido a su padre, había empezado a trabajar a los once años y había fundado el descomunal Sindicato de Trabajadores del Transporte. También eran opuestos físicamente; Attlee, delgado, pulcro, discreto y solemne; Bevin, enorme, alto, fuerte, grueso y con una risa estridente. El secretario de Asuntos Exteriores se refería al primer ministro como el «pequeño Clem». Eran, asimismo, aliados incondicionales.
Bevin era un héroe para Lloyd y para millones de ciudadanos británicos de a pie.
—Nada me gustaría más —dijo Lloyd—, pero ¿no tiene ya un secretario privado Bevin?
—Necesita dos —contestó el whip—. Vaya al Foreign Office mañana a las nueve y podrá empezar.
—¡Gracias!
Lloyd caminó a toda prisa por el corredor revestido con paneles de roble, en dirección al despacho de su madre. Había quedado en encontrarse allí con Daisy después del debate.
—¡Mamá! —dijo en cuanto entró—. ¡Me han nombrado secretario privado de Ernie Bevin!
Entonces vio que Ethel no estaba sola. El conde Fitzherbert se encontraba también allí.
Fitz miró a Lloyd con una mezcla de asombro y aversión.
Pese al desconcierto, Lloyd se fijó en que su padre llevaba un traje elegante e impecable y un chaleco cruzado.
Miró a su madre. Parecía serena, como si aquel encuentro no la sorprendiera. Debía de haberlo planificado.
El conde llegó a la misma conclusión.
—¿Qué demonios es esto, Ethel?
Lloyd miró al hombre cuya sangre corría por sus venas. Aunque la situación era embarazosa, Fitz conservaba el aplomo y la dignidad. Era un hombre apuesto, pese a tener un ojo semicerrado a consecuencia de las heridas que había sufrido en la batalla del Somme. Se apoyaba sobre un bastón, otra secuela del Somme. A pocos meses de cumplir los sesenta, iba inmaculadamente acicalado: llevaba el pelo arreglado, la corbata de color plata bien anudada y los zapatos negros lustrados. A Lloyd también le había gustado siempre cuidar su aspecto. «De ahí me viene», pensó.
Ethel se acercó al conde. Lloyd conocía lo bastante a su madre para saber qué significaba aquel gesto. Solía recurrir a su encanto cuando quería convencer a un hombre. Sin embargo, a Lloyd le contrariaba verla mostrándose tan encantadora con alguien que se había aprovechado de ella y luego la había abandonado.
—Lamenté mucho la noticia de la muerte de Boy —le dijo a Fitz—. En la vida no hay nada más valioso que los hijos, ¿no te parece?
—Tengo que irme —dijo Fitz.
Hasta ese momento, Lloyd apenas se había cruzado con Fitz. Nunca antes había pasado tiempo con él ni le había oído pronunciar más que unas cuantas palabras. Pese a lo incómodo de la situación, Lloyd estaba fascinado. Incluso malhumorado, Fitz seguía ejerciendo una especie de atracción innata.
—Fitz, por favor —dijo Ethel—, tienes un hijo al que nunca has reconocido, un hijo del que tendrías que enorgullecerte.
—No deberías hacer esto, Ethel —repuso Fitz—. Un hombre tiene derecho a olvidar los errores de su juventud.
Lloyd se encogió abochornado, pero su madre insistió.
—¿Por qué ibas a querer olvidar? Sé que fue un error, pero míralo ahora, es parlamentario, acaba de pronunciar un discurso emocionante y ha sido nombrado secretario privado del secretario del Foreign Office.
Fitz evitaba mirar a Lloyd.
—Quieres hacernos creer que nuestra relación fue un escarceo sin importancia —prosiguió Ethel—, pero tú sabes que no es cierto. Sí, éramos jóvenes e insensatos, y también fogosos, yo tanto como tú, pero nos amábamos. Nos amábamos de verdad, Fitz. Deberías admitirlo. ¿No sabes que si te niegas, si niegas tu verdad, pierdes el alma?
Lloyd advirtió que el semblante de Fitz ya no seguía impasible. Era evidente que se esforzaba por conservar el control. Lloyd comprendió que su madre había puesto el dedo en la llaga. No se trataba tanto de que Fitz se avergonzase de tener un hijo ilegítimo como de que era demasiado orgulloso para aceptar que había amado a una criada. Y Lloyd supuso que probablemente había amado a Ethel más que a su esposa, y que eso desbarataba todas sus creencias más fundamentales sobre la jerarquía social.
Lloyd se decidió a intervenir.
—Estuve con Boy en el final, señor. Murió con valentía.
Fitz lo miró por primera vez.
—Mi hijo no necesita tu aprobación —dijo.
Lloyd se sintió como si lo hubiesen abofeteado.
Incluso Ethel se sobresaltó.
—¡Fitz! —exclamó—. ¿Cómo puedes ser tan cruel?
En ese momento entró Daisy.
—¡Hola, Fitz! —le saludó alegremente—. Seguramente creías que te habías librado de mí, pero ahora vuelves a ser mi suegro. ¿No te parece divertido?
—Solo estoy intentando convencer a Fitz para que le estreche la mano a Lloyd —dijo Ethel.
—Procuro no estrechar la mano a los socialistas —replicó Fitz.
Ethel libraba una batalla perdida, pero no estaba dispuesta a rendirse.
—¡Mira todo lo que ha heredado de ti! Se parece a ti, viste como tú, comparte tu interés por la política… Es probable que acabe siendo secretario del Foreign Office, ¡lo que tú siempre quisiste ser!
El rostro de Fitz se oscureció aún más.
—Ahora ya es del todo imposible que llegue a serlo. —Se encaminó hacia la puerta—. ¡Y en absoluto querría que ese gran despacho lo ocupara mi bastardo bolchevique! —Dicho lo cual, se marchó.
Ethel rompió a llorar.
Daisy rodeó a Lloyd con un brazo.
—Lo siento mucho —le dijo.
—No te preocupes —contestó Lloyd—. No estoy sorprendido ni decepcionado. —No era verdad, pero no quería dar una imagen de lástima—. Hace mucho tiempo que me repudió. —Miró a Daisy con adoración—. Y soy afortunado por tener a muchas otras personas que me quieren.
—Es culpa mía —dijo Ethel, llorosa—. No debería haberle pedido que viniese aquí. Debería haber sabido que saldría mal.
—No importa —terció Daisy—. Tengo una buena noticia.
Lloyd sonrió.
—¿De qué se trata?
Daisy miró a Ethel.
—¿Estás preparada para esto?
—Supongo que sí.
—Dínoslo —la apremió Lloyd—. ¿Qué es?
—Vamos a tener un hijo —dijo Daisy.