Dos días después le entregaron los planos.
Volodia los llevó a Moscú.
Zoya fue liberada de prisión. Ella no se sentía tan furiosa con su encarcelamiento como su marido.
—Lo han hecho para proteger la revolución —dijo—. Y no me han hecho daño; ha sido como estar en un hotel cochambroso.
En su primer día en casa, después de hacer el amor, Volodia quiso hablar.
—Tengo algo que enseñarte, algo que he traído de Estados Unidos. —Bajó rodando de la cama, abrió un cajón y sacó una voluminosa revista—. Es el catálogo de Sears Roebuck —anunció. Se sentó junto a ella en la cama y abrió la publicación—. Mira esto.
El catálogo se abrió por las páginas de vestidos para mujer. Las modelos eran de una delgadez imposible, pero las telas de esas prendas eran alegres y de colores intensos, de rayas, de cuadros y lisas, algunas tenían volantes, tablillas y cinturones.
—¡Qué bonito! —comentó Zoya, y señaló un vestido con el dedo—. ¿Dos dólares noventa centavos es mucho dinero?
—En realidad, no —respondió Volodia—. El salario medio es de unos cincuenta dólares a la semana, y el alquiler es un tercio de eso.
—¿De veras? —Zoya estaba asombrada—. ¿Así que la mayoría de las personas pueden permitirse estos vestidos?
—Eso es. A lo mejor no los campesinos. Aunque, por otra parte, estos catálogos se inventaron para los granjeros que viven a cientos de kilómetros del almacén más cercano.
—¿Cómo funciona?
—Escoges lo que quieres del catálogo y les envías el dinero; luego, en un par de semanas, el cartero te trae a casa lo que has pedido.
—Debes de sentirte como una zarina. —Zoya le quitó el catálogo y volvió la página—. ¡Oh! ¡Aquí hay más! —En la página siguiente había conjuntos de falda y chaqueta por cuatro dólares con noventa y ocho—. Estos también son elegantes —comentó.
—Sigue pasando páginas —sugirió Volodia.
Zoya estaba perpleja ante la visión de páginas y más páginas de abrigos para mujer, sombreros, zapatos, lencería, pijamas y medias.
—¿La gente puede tener cualquier cosa de estas? —preguntó.
—Así es.
—¡Pero si en estas páginas hay más donde elegir que en cualquier tienda normalita de Rusia!
—Sí.
Siguió hojeando la revista con parsimonia. Había el mismo número de ropa para hombre y también para niños. Zoya puso el dedo sobre un grueso abrigo de invierno de lana para niños que costaba quince dólares.
—A este precio, supongo que todos los niños tienen uno en Estados Unidos.
—Es lo más probable.
Después de la ropa venía el mobiliario. Uno podía comprar una cama por veinticinco dólares. Todo era barato si se ganaban cincuenta dólares a la semana. Y el catálogo seguía y seguía. Había cientos de productos que no podían adquirirse en la Unión Soviética: juguetes y juegos, productos de belleza, guitarras, elegantes sillas, herramientas eléctricas, novelas con coloridas portadas, adornos navideños y tostadoras eléctricas.
Había incluso un tractor.
—¿Tú crees que cualquier granjero estadounidense que quiera un tractor lo puede conseguir con solo pedirlo?
—Solo si tiene el dinero para pagarlo —dijo Volodia.
—¿No tienen que incluir su nombre en una lista y esperar durante un par de años?
—No.
Zoya cerró el catálogo y lo miró con aire de gravedad.
—Si la gente puede tener todo esto —terció—, ¿por qué iban a querer ser comunistas?
—Buena pregunta —respondió Volodia.