II

Volodia se convenció de que sabría hacerlo. En Berlín, antes de la guerra, le había dado esquinazo a un par de hombres de la Gestapo, se había reunido con posibles espías, los había reclutado y los había convertido en fuentes fiables para los servicios secretos. Jamás era fácil —sobre todo la parte en que debía convencer a alguien para que se convirtiera en traidor—, pero era un experto en la materia.

Sin embargo, ahora estaba en Estados Unidos.

Los países occidentales que había visitado, Alemania y España en las décadas de 1930 y 1940, no se le parecían en nada.

Se sentía abrumado. Toda la vida le habían dicho que las películas de Hollywood daban una visión exagerada de la prosperidad y que, en realidad, la mayoría de los estadounidenses vivían sumidos en la pobreza. Sin embargo, a Volodia le quedó claro, desde el día en que llegó a Estados Unidos, que las películas no exageraban ni un ápice. Y que, además, era difícil encontrar personas pobres.

Nueva York estaba atestado de automóviles, muchos conducidos por personas que no eran importantes funcionarios del gobierno: jóvenes, hombres con ropa de trabajo, incluso mujeres que salían de compras. ¡Y todo el mundo iba tan bien vestido! Parecía que todos los hombres vistieran su mejor traje. Las mujeres llevaban las piernas cubiertas con brillantes medias. Todo el mundo llevaba zapatos nuevos.

Debía hacer el esfuerzo de recordarse constantemente el lado oscuro de Estados Unidos. Había pobreza, en algún lugar. Se perseguía a los negros y, en el Sur, ni siquiera tenían derecho al voto. Había muchísima delincuencia —los mismos estadounidenses afirmaban que era un mal endémico—, aunque, por extraño que pareciera, Volodia no logró ver nada que lo probase, y se sentía seguro caminando por la calle.

Pasó unos días recorriendo Nueva York. Intentó mejorar su inglés, que no era muy bueno, aunque eso no importaba mucho: la ciudad estaba llena de personas que chapurreaban el idioma y lo hablaban con marcado acento de otros países. Se familiarizó con las caras de los agentes del FBI destinados a seguirlo e identificó varias ubicaciones convenientes donde poder despistarlos.

Una mañana soleada salió del consulado de la Unión Soviética en Nueva York, sin sombrero, con holgados pantalones grises y camisa azul, como si fuera a hacer un par de recados. Un joven con traje oscuro y corbata lo seguía.

Fue a los almacenes Saks de la Quinta Avenida y compró ropa interior y una camisa de pequeños cuadritos marrones. Quien fuera que lo siguiera pensaría que estaba simplemente de compras.

El jefe del NKVD del consulado había anunciado que un equipo soviético seguiría veinticuatro horas a Volodia durante su visita a Estados Unidos, para asegurarse de que tenía un buen comportamiento. Le costaba mucho contener la rabia que sentía por el hecho de que la organización hubiera encarcelado a Zoya, y tenía que reprimir el deseo de agarrar al tipo por el cogote y estrangularlo. Pero había conservado la calma. Había señalado con sarcasmo que para cumplir su misión tendría que esquivar la vigilancia del FBI, y, al hacerlo, era posible que perdiera, sin pretenderlo, a su perseguidor del NKVD; pero les deseó buena suerte. La mayoría de los días, le bastaban cinco minutos para despistarlos.

Así que el joven que estaba siguiéndolo era, casi con total seguridad, un agente del FBI. Su vestimenta de aire conservador demasiado esmerado lo delataba.

Con sus compras en una bolsa de papel, Volodia salió de la tienda por una puerta lateral y paró un taxi. Dio esquinazo al agente del FBI, que se quedó en el bordillo de la acera, agitando el brazo. Cuando el taxi hubo doblado dos esquinas, Volodia tiró al conductor un billete y bajó de un salto. Entró, disparado, a una estación de metro, volvió a salir por la otra boca y esperó en el portal de un edificio de oficinas durante cinco minutos.

El joven de traje oscuro no se veía por ningún lado.

Volodia se dirigió a Penn Station.

Luego volvió a comprobar que nadie le seguía y se compró un billete. Subió al tren sin más equipaje que su bolsa de papel.

El viaje a Albuquerque duraba tres días.

El tren avanzaba a toda velocidad a lo largo de kilómetros y más kilómetros de tierras de cultivo, impresionantes fábricas de tabaco de mascar y grandes ciudades con rascacielos que apuntaban con arrogancia al cielo. La Unión Soviética era más grande, pero aparte de Ucrania, en su mayoría estaba compuesta por bosques de pinos y estepas heladas. Jamás había imaginado la riqueza a esa escala.

Y la prosperidad no era lo único. Volodia llevaba varios días dándole vueltas a un asunto que le preocupaba, era algo raro relacionado con la vida en Estados Unidos. Al final cayó en la cuenta de lo que era: nadie le había pedido la documentación. Tras haber pasado por el control de inmigración en Nueva York, no había vuelto a enseñar el pasaporte. En aquel país, al parecer, cualquiera podía llegar a una estación de tren o a una terminal de autobuses y comprar un billete con destino a cualquier lugar sin tener que solicitar permiso ni explicar el motivo del viaje a un funcionario. Aquello le provocaba una sensación de libertad peligrosamente extasiante. ¡Podría haber ido a donde se le antojara!

La riqueza de Estados Unidos también subrayaba para Volodia el peligro al que se enfrentaba su país. Los alemanes habían estado a punto de destruir la Unión Soviética, y el país en el que se encontraba tenía una población que triplicaba la de su madre patria y una riqueza diez veces mayor. La idea de que los soviéticos pudieran convertirse en subordinados, que se entregaran a la ciega sumisión por miedo, atenuaba las dudas que albergaba Volodia sobre el comunismo, a pesar de lo que el NKVD les había hecho a su mujer y a él. Si tenía hijos, no quería que creciesen en un mundo tiranizado por Estados Unidos.

Viajó vía Pittsburgh y Chicago e intentó pasar desapercibido durante el viaje. Su aspecto era de estadounidense, y nadie se percató de su acento ruso por la simple razón de que no abrió la boca. Compró bocadillos y café señalando el producto con el dedo para después satisfacer el importe. Hojeó periódicos y revistas que otros viajeros dejaban al partir: miraba las fotos e intentaba descifrar el significado de los titulares.

La última parte del viaje lo llevó por un paisaje desértico de belleza desolada, con picos nevados en la distancia teñidos de rojo por el ocaso, que, con seguridad, era la explicación de que los llamaran la Sierra de la Sangre de Cristo.

Fue al baño, se cambió de ropa interior y se puso la camisa nueva que había comprado en Saks.

Esperaba que el FBI o la seguridad del ejército estuviera vigilando la estación de tren en Albuquerque y, sin duda alguna, así era, pues detectó a un hombre cuya chaqueta a cuadros —demasiado calurosa para el clima de Nuevo México en septiembre— no ocultaba del todo el bulto de su pistolera. Sin embargo, el agente estaba interesado en los trenes de largo recorrido que pudieran proceder de Nueva York o Washington. Volodia, sin sombrero, ni chaqueta ni equipaje, parecía un habitante local de regreso a casa tras un trayecto corto. No lo siguió nadie al dirigirse a la estación de autobuses y se subió a un Greyhound que iba a Santa Fe.

Llegó a su destino a última hora de la tarde. Identificó a dos hombres del FBI en la estación de autobuses de Santa Fe, y ellos lo miraron con detenimiento. Sin embargo, no podían seguir a todos los viajeros que bajaban del autobús y, una vez más, su apariencia despreocupada logró despistarlos.

Esforzándose al máximo para aparentar que sabía adónde iba, fue paseando por las calles. Las casas bajas de tejados planos tipo pueblo mexicano y las pequeñas iglesias bañadas por el sol, le recordaron a España. Los edificios con tiendas en las plantas bajas, y sus toldos cubriendo las aceras, creaban galerías con agradables sombras.

Evitó pasar por La Fonda, el gran hotel de la ciudad en la plaza mayor junto a la catedral, y cogió una habitación en el St. Francis. Pagó en efectivo y se registró con el nombre de Robert Pender, que podría haber sido estadounidense o de varias nacionalidades europeas.

—Me traerán la maleta más tarde —informó a la hermosa señorita sentada tras el mostrador de la recepción—. Si he salido cuando llegue, ¿puede asegurarse de que me la suban a la habitación?

—¡Oh, por supuesto, no hay problema! —respondió ella.

—Gracias —dijo él, y luego añadió una frase que había escuchado varias veces en el tren—: Se lo agradezco sinceramente.

—Si no estoy aquí, otra persona se encargará de la maleta, siempre que lleve su nombre, claro.

—Sí que lo lleva. —No tenía equipaje, pero ella jamás lo sabría.

La recepcionista leyó su nombre en el registro.

—Bueno, señor Pender, así que es usted de Nueva York…

El comentario fue pronunciado con cierto tono de escepticismo, sin duda alguna, porque él no tenía acento neoyorquino.

—Soy de origen suizo. —Escogió Suiza por ser un país neutral.

—Eso explica el acento. Nunca había conocido a ninguna persona de Suiza. ¿Cómo es su país?

Volodia no había estado en su vida allí, pero había visto algunas fotografías.

—Nieva mucho —respondió.

—Bueno, ¡pues disfrute del tiempo de Nuevo México!

—Lo haré.

Transcurridos cinco minutos, volvió a salir.

Algunos científicos vivían en el laboratorio de Los Álamos, lo sabía porque se lo habían contado sus colegas de la embajada de la Unión Soviética, pero era una ciudad llena de chabolas con pocas comodidades de la civilización y, si podían permitírselo, preferían alquilar casas y pisos por la zona. Will Frunze se lo podía permitir: estaba casado con una dibujante de prestigio autora de una tira cómica para agencias de distribución periodística titulada Alice la Holgazana. Su esposa, también llamada Alice, podía trabajar desde cualquier lugar, por eso tenían una casa en el casco antiguo de la ciudad.

La sucursal del NKVD en Nueva York le había proporcionado aquella información. Habían seguido a Frunze de cerca, y Volodia tenía su dirección y número de teléfono, así como una descripción de su coche: un Plymouth descapotable de antes de la guerra con neumáticos de banda blanca.

El edificio donde vivían los Frunze tenía una galería de arte en la planta baja. El piso de la planta de arriba poseía un gran ventanal con orientación al norte que debía de hacer las delicias de un dibujante a la hora de inspirarse. Había un Plymouth descapotable aparcado en la entrada.

Volodia prefería no entrar: el lugar podía tener micros.

Los Frunze eran una acomodada pareja sin hijos, y supuso que no se quedarían en casa a escuchar la radio un viernes por la noche. Decidió esperar por los alrededores para ver si salían.

Pasó un rato en la galería de arte, mirando los cuadros que estaban a la venta. Le gustaban las imágenes despejadas y vitalistas, y no habría deseado poseer ninguno de aquellos caóticos manchurrones. Encontró una cafetería por el barrio y consiguió un sitio junto a la ventana desde la que veía la puerta de los Frunze. Se marchó una hora después, compró un periódico, esperó en una parada de autobús y fingió que lo leía.

La larga espera le permitió asegurarse de que nadie más estaba vigilando el apartamento de los Frunze. Y eso significaba que el FBI y la seguridad del ejército no habían catalogado a Frunze como sujeto de alto riesgo. Él era extranjero, pero también lo eran muchos de los científicos, y supuestamente no tenían pruebas en su contra.

Se encontraban en un barrio comercial del centro, no un vecindario residencial, y había muchas personas por la calle; pero, de todas formas, pasadas un par de horas, a Volodia empezó a preocuparle que alguien se percatase de su presencia por la zona.

Entonces salieron los Frunze.

Wilhelm estaba más gordo que hacía doce años, no había racionamiento de comida en Norteamérica. Su pelo empezaba a ralear, aunque solo tenía treinta años. Conservaba la mirada solemne. Llevaba camisa de diario y chinos, una combinación típicamente estadounidense.

Su esposa no vestía de forma conservadora. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño bajo una boina y un vestido de algodón marrón sin forma definida, y complementaba su atuendo con toda una serie de pulseras en ambas muñecas además de numerosos anillos. Volodia recordó que los artistas vestían así en Alemania antes de la llegada de Hitler.

La pareja se echó a la calle y Volodia los siguió.

Se preguntó cuál sería la tendencia política de su esposa y si su presencia supondría alguna diferencia en la ya de por sí difícil conversación que debían sostener. En Alemania, Frunze había sido un socialdemócrata incondicional, así que no era muy probable que su mujer fuera conservadora; suposición que quedaba confirmada por su atuendo. Por otra parte, ella seguramente no sabía que él había revelado secretos a los soviéticos en Londres. Ella era un misterio.

Prefería tratar con Frunze a solas, y se planteó dejarlos en ese momento e intentarlo de nuevo al día siguiente. Pero la recepcionista del hotel se había percatado de su acento extranjero, así que, por la mañana, seguramente habría un hombre del FBI siguiéndolo. Pensó que podría arreglárselas, aunque no con la misma facilidad en esta ciudad pequeña como lo había hecho en Nueva York o en Berlín. Y al día siguiente era sábado, y los Frunze seguramente pasarían el día juntos. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar Volodia para encontrar a Frunze solo?

Nunca había existido una alternativa fácil para hacer aquello. Tras sopesarlo, decidió solucionarlo esa misma noche.

Los Frunze entraron en un restaurante a cenar.

Volodia pasó por delante del local y miró por la ventana. Era un restaurante barato con las mesas en compartimentos. Pensó por un momento en entrar y sentarse con ellos, pero decidió que antes los dejaría comer. Estarían de mejor humor con el estómago lleno.

Esperó media hora, vigilando la puerta desde lejos. Luego, tremendamente inquieto, entró.

La pareja estaba terminando de cenar. Cuando Volodia cruzó el restaurante para llegar hasta ellos, Frunze levantó la vista, pero la apartó porque no lo reconoció.

Volodia se sentó en el compartimento junto a Alice y habló en alemán, en voz baja.

—Hola, Willi, ¿no me recuerdas del colegio?

Frunze lo miró con detenimiento durante varios segundos y luego esbozó una sonrisa que le demudó el gesto.

—¿Peshkov? ¿Volodia Peshkov? ¿De verdad eres tú?

Una oleada de alivio invadió a Volodia. Frunze todavía seguía siendo amigable. No había barrera de hostilidad que superar.

—El mismo que viste y calza —respondió Volodia. Le tendió una mano y se saludaron. Se volvió hacia Alice, y dijo en inglés—: Hablo muy mal su idioma, lo siento.

—Tranquilo —respondió ella en alemán—. Mi familia emigró desde Baviera.

—He estado pensando en ti últimamente —comentó Frunze, asombrado—, porque conozco a otro tipo con tu mismo apellido: Greg Peshkov.

—¿De veras? Mi padre tenía un hermano llamado Lev que emigró a Estados Unidos allá por 1915.

—No, el teniente Peshkov es mucho más joven. En cualquier caso, ¿qué te trae por aquí?

Volodia sonrió.

—He venido a verte. —Antes de que Frunze pudiera preguntar el porqué, dijo—: La última vez que te vi, eras secretario del Partido Socialdemócrata de Neukölln. —Era su segunda baza. Tras haber tomado un primer contacto amistoso, quería apelar al idealismo juvenil de Frunze.

—Esa experiencia me convenció de que la socialdemocracia no funciona —respondió Frunze—. Contra los nazis nos veíamos del todo impotentes. Hizo falta la Unión Soviética para detenerlos.

Eso era cierto, y a Volodia le encantaba que Frunze lo reconociese; pero, lo que era más importante, el comentario suponía una prueba de que las ideas políticas de Frunze no se habían atenuado por su próspera vida en Estados Unidos.

—Estábamos pensando en tomar un par de copas en un bar que hay a la vuelta de la esquina —dijo Alice—. Muchos científicos son asiduos del local la noche de los viernes. ¿Le gustaría acompañarnos?

Lo último que interesaba a Volodia era que lo vieran en público en compañía de los Frunze.

—No sé —respondió. En realidad, ya llevaba demasiado tiempo con ellos en el mismo restaurante. Había llegado la hora de dar el paso número tres: recordar a Frunze su terrible culpa en el asunto. Se acercó a él y habló en voz baja—: Willi, ¿sabías que los estadounidenses iban a lanzar bombas nucleares sobre Japón?

Se hizo un largo silencio. Volodia contuvo la respiración. Se la estaba jugando: todo dependía de que a Frunze le remordiese la culpa.

Durante un instante creyó que había ido demasiado lejos. Frunze puso expresión de estar a punto de romper a llorar.

Entonces, el científico inspiró hondamente y recuperó la compostura.

—No, no lo sabía —respondió—. Ninguno de nosotros lo sabía.

—Supusimos que el ejército estadounidense daría alguna prueba del poder que le confería la bomba —intervino Alice, airada—, como amenaza para que Japón se rindiese antes. —Entonces Volodia se dio cuenta de que ella había conocido de antemano la existencia de la bomba. No le sorprendió. A los hombres les costaba ocultar ese tipo de cosas a sus esposas—. Esperábamos que la hiciesen explotar en algún momento, en un lugar cualquiera —prosiguió—. Pero imaginamos que destruirían una isla deshabitada o alguna instalación militar con gran número de armas y muy poca gente.

—Eso podría haber sido justificable —añadió Frunze—. Pero… —Habló con un hilillo de voz—. Nadie pensaba que la lanzarían sobre una ciudad y que matarían a ochenta mil hombres, mujeres y niños.

Volodia asintió en silencio.

—Intuía que te sentirías así. —Lo había deseado con todo su corazón.

—¿Y quién no lo haría? —respondió Frunze.

—Deja que te haga una pregunta incluso más importante. —Era el paso número cuatro—. ¿Volverán a hacerlo?

—No lo sé —respondió Frunze—. Es posible. Que Dios nos perdone a todos, pero sí podrían.

Volodia ocultó su satisfacción. Había conseguido que Frunze se sintiera culpable por el uso futuro de las armas nucleares, así como por el uso que se había hecho ya de ellas.

Volodia asintió una vez más.

—Eso es lo que pensábamos nosotros.

—¿Nosotros? —preguntó Alice con brusquedad.

Era una mujer inteligente y seguramente tenía más mundo que su marido. Sería difícil engañarla, y Volodia decidió no intentarlo siquiera. Debía arriesgarse a tratarla como un igual.

—Buena observación —respondió—. Y no he hecho el viaje hasta aquí para decepcionar a un viejo amigo. Soy comandante del Servicio Secreto del Ejército Rojo.

Se quedaron mirándolo. La posibilidad tal vez ya se les hubiera pasado por la cabeza, pero les sorprendió la franqueza de su confesión.

—Hay algo que necesito decirte —prosiguió Volodia—. Algo de una tremenda importancia. ¿Hay algún lugar al que podamos ir para hablar en privado?

La pareja parecía insegura.

—¿Nuestro piso? —preguntó Frunze.

—Seguramente el FBI ha instalado escuchas.

Frunze tenía cierta experiencia en las misiones clandestinas, pero Alice estaba impresionada.

—¿Eso cree? —preguntó con incredulidad.

—Sí. ¿Podríamos salir de la ciudad en coche?

—Hay un lugar al que vamos a veces, a estas horas de la noche, para ver la puesta de sol —dijo Frunze.

—Perfecto. Id al coche, subid y esperadme. Yo iré dentro de un minuto.

Frunze pagó la cuenta y salió con Alice, y Volodia los siguió. Durante el breve paseo decidió que nadie lo seguía. Llegó al Plymouth y subió. Se sentaron los tres delante, en el asiento delantero de tres plazas, estilo estadounidense. Frunze condujo hasta la salida de la ciudad.

Fueron por un camino de tierra hasta la cumbre de un monte bajo. Frunze paró el coche. Volodia se movió para que pudieran salir todos, y les hizo caminar unos cien metros, por si en el coche también había micros.

Contemplaron el paisaje de suelo rocoso y arbustos bajos en dirección a la puesta de sol, y Volodia dio el quinto paso.

—Creemos que la siguiente bomba nuclear será lanzada sobre la Unión Soviética.

Frunze asintió en silencio.

—Dios no lo quiera, pero seguramente tienes razón.

—Y no podemos hacer nada para evitarlo —prosiguió Volodia, y así se encaminaba sin pausa hacia el punto fundamental de su discurso—. No podemos tomar ninguna precaución, no podemos levantar ninguna barrera, no existe forma posible de proteger a nuestro pueblo. No hay defensa en este mundo contra la bomba nuclear… la bomba que tú creaste, Willi.

—Lo sé —respondió Frunze, abatido. Estaba claro que asumía como propia la responsabilidad del posible ataque nuclear contra la URSS.

Paso número seis.

—La única protección sería nuestra propia bomba nuclear.

Frunze no quería creerlo.

—No es una defensa —negó.

—Pero es un elemento de disuasión.

—Podría serlo —admitió.

—No queremos que estas bombas se propaguen —terció Alice.

—Ni yo tampoco —coincidió Volodia—. Pero la única forma segura de impedir que los estadounidenses arrasen Moscú como han arrasado Hiroshima es que la Unión Soviética tenga su propia bomba nuclear y amenace con contraatacar.

—Tiene razón, Willi. Maldita sea, todos lo sabemos.

Volodia se percató de que ella era la dura.

Bajó la voz para dar el paso número siete.

—¿Cuántas bombas tienen ahora mismo los estadounidenses?

Era un momento decisivo. Si Frunze respondía esa pregunta, habría cruzado la frontera. Hasta ese instante no habían entrado en detalles durante la conversación. Con esa pregunta, Volodia intentaba obtener información secreta.

Frunze dudó durante largo rato. Al final, miró a Alice.

Volodia percibió su gesto de asentimiento casi imperceptible.

—Solo una —respondió Frunze.

El soviético disimuló su sensación de triunfalismo. Frunze había traicionado la confianza depositada en él por el gobierno. Era el primer movimiento difícil. Un segundo secreto sería revelado con mayor facilidad.

—Pero pronto tendrán más —añadió Frunze.

—Es una carrera; si la perdemos, moriremos —se apresuró a terciar Volodia—. Debemos armar al menos una bomba propia antes de que tengan tiempo de arrasar con nosotros.

—¿Podéis hacerlo?

Ese era el pie que Volodia necesitaba para el octavo paso.

—Necesitamos ayuda.

Vio cómo se endurecía la expresión de Frunze, y supuso que estaba recordando lo que le había hecho negarse a colaborar con el NKVD.

—¿Y si decidimos que no podemos hacer nada? —preguntó Alice—. ¿Sería demasiado peligroso?

Volodia se dejó llevar por su instinto. Levantó las manos con gesto de rendición.

—Me marcharé a casa e informaré de mi fracaso —dijo—. No puedo obligaros a hacer nada que no queráis hacer. No quiero presionaros ni coaccionaros en modo alguno.

—¿Sin amenazas? —insistió Alice.

Eso confirmó la suposición de Volodia de que el NKVD había intentado intimidar a Frunze. Pretendían intimidar a todo el mundo: era lo único que sabían hacer.

—Ni siquiera voy a intentar convencerte —dijo Volodia a Frunze—. Me limito a exponer los hechos. El resto depende de ti. Si quieres colaborar, estaré aquí para ser tu contacto. Si ves las cosas de otro modo, pues fin de la historia. Ambos sois personas inteligentes. No podría engañaros aunque quisiera.

La pareja volvió a intercambiar una mirada. Esperaba que estuvieran pensando en lo distinto que era él del último agente soviético con el que habían tratado.

La respuesta se hizo esperar una agónica eternidad.

Fue Alice quien por fin habló.

—¿Qué clase de ayuda necesita?

Eso no era un sí, pero era mejor que una negativa, y conducía, de forma lógica, hacia el paso número nueve.

—Mi esposa es una de las físicas del equipo —dijo, con la esperanza de que aquello humanizara su persona en un momento en que podía correr el peligro de que le considerasen manipulador—. Me ha contado que hay varias formas de llegar a la bomba nuclear, pero no tenemos tiempo para probarlas todas. Podemos ahorrarnos años si sabemos cuál os ha funcionado a vosotros.

—Eso tiene sentido —admitió Willi.

Paso número diez, el más ambicioso.

—Necesitamos saber qué clase de bomba se lanzó sobre Japón.

Frunze puso expresión de desesperación. Miró a su mujer. Esta vez, ella no asintió, pero tampoco negó con la cabeza. Parecía tan dividida como él.

Frunze suspiró.

—Dos tipos —respondió.

Volodia estaba emocionado y asombrado.

—¿Dos diseños distintos?

Frunze asintió.

—Para Hiroshima utilizaron un dispositivo de uranio con una ensambladura de tipo cañón. La llamamos Little Boy. Para Nagasaki, la Fat Man, una bomba de plutonio con un disparador de implosión.

Volodia casi no podía ni respirar. Esa era información más que confidencial.

—¿Cuál es mejor?

—Ambas funcionaron, huelga decirlo, pero la Fat Man es más fácil de crear.

—¿Por qué?

—Hacen falta muchos años para obtener suficiente U-235 para una bomba. El plutonio requiere menos tiempo, siempre que tengas un arsenal nuclear.

—Entonces la URSS puede copiar la Fat Man.

—Sin duda.

—Hay algo más que puedes hacer por salvar a Rusia de la destrucción —dijo Volodia.

—¿Qué?

El soviético lo miró directamente a los ojos.

—Consígueme los planos del diseño.

Willi palideció.

—Soy ciudadano estadounidense —terció—. Estás pidiéndome que cometa traición. Está castigado con la muerte. Podría acabar en la silla eléctrica.

«Y también tu mujer —pensó Volodia—, es cómplice. Gracias a Dios que no se os ha ocurrido.»

—He pedido a mucha gente que ponga su vida en peligro durante los últimos años. Personas como vosotros, alemanes que odiaban a los nazis, hombres y mujeres que se han arriesgado muchísimo para enviarnos información que nos ayudase a ganar la guerra. Y debo deciros lo que les dije a todos ellos: morirán muchas más personas si no lo hacéis. —Se quedó callado. Había jugado su mejor baza. No le quedaba más que ofrecer.

Frunze miró a su esposa.

—Tú diseñaste la bomba, Willi —dijo Alice.

—Me lo pensaré —respondió Frunze a Volodia.