Después de la boda, Volodia y Zoya se mudaron a su propio apartamento. Eran pocos los soviéticos recién casados con tanta suerte. Durante cuatro años, los beneficios de la poderosa industria de la Unión Soviética se habían invertido en la fabricación de armas. Apenas se habían construido nuevas viviendas y muchas habían sido destruidas. Sin embargo, Volodia era comandante del Servicio Secreto del Ejército Rojo, además de hijo de general, y había movido algunos hilos.
Era un espacio reducido: un salón con una mesa para comer, una habitación ocupada en su práctica totalidad por la cama; una cocina que se llenaba con dos personas; un baño diminuto con lavamanos y ducha, y un escaso recibidor con un armario empotrado para la ropa de ambos. Cuando encendían la radio en el salón, se escuchaba por todo el piso.
No tardaron en convertirlo en su hogar. Zoya compró una colcha de color amarillo chillón para la cama. La madre de Volodia se sacó, como de la nada, una vajilla que había comprado en 1940, en previsión de la boda de su hijo, y que había conservado durante toda la guerra. Volodia colgó una imagen en la pared: la foto de graduación de su promoción en la Academia de Inteligencia Militar.
Ahora hacían el amor con más frecuencia. El estar solos marcaba una diferencia que Volodia no había previsto. Jamás había tenido muchos reparos a la hora de dormir con Zoya en casa de sus padres, ni en el piso que ella compartía antes; pero ahora que tenían su propia casa se daba cuenta de que influía en la relación. Antes tenían que hablar en voz baja, escuchar con atención por si los muelles de la cama chirriaban, y siempre existía la posibilidad, aunque muy remota, de que alguien les pillara. La casa de los demás nunca era un lugar del todo íntimo.
Solían despertarse temprano, hacían el amor y luego se quedaban en la cama besándose y charlando durante una hora antes de vestirse e ir a trabajar. En una de esas mañanas, con la cabeza recostada sobre los muslos de ella, con el olor a sexo penetrándole por la nariz, Volodia preguntó:
—¿Te apetece una taza de té?
—Sí, gracias. —Ella se estiró con sensualidad y se recostó sobre las almohadas.
Volodia se puso el batín y cruzó el diminuto recibidor hasta la reducida cocina, donde encendió la llama del samovar. Se disgustó al ver las cacerolas y los platos sucios de la cena apilados en el fregadero.
—¡Zoya! —exclamó—. ¡La cocina está hecha un desastre!
Ella lo oyó con nitidez desde el dormitorio de su pequeño piso.
—Ya lo sé —respondió.
Él regresó a la habitación.
—¿Por qué no recogiste anoche?
—¿Por qué no recogiste tú?
A Volodia no se le había ocurrido que pudiera ser responsabilidad suya.
—Tenía que redactar un informe —respondió, no obstante.
—Y yo estaba cansada.
La sugerencia de que fuera culpa suya lo irritó.
—Odio que la cocina esté sucia.
—Yo también.
¿Por qué estaba siendo tan obtusa?
—Pues, si no te gusta, ¡límpiala ya!
—Vamos a hacerlo juntos ahora mismo. —Ella bajó de un salto de la cama. Lo apartó de un empujón y, con una sonrisa picarona, se dirigió a la cocina.
Volodia la siguió.
—Tú lava y yo seco —ordenó ella, y sacó un trapo limpio de un cajón.
Zoya seguía desnuda. Él no pudo evitar esbozar una sonrisa. El cuerpo de su esposa era esbelto y delgado, y de piel blanca. Tenía el pecho plano y los pezones erectos, y el vello de su sexo era sedoso y rubio. Uno de los placeres de estar casado con ella era que Zoya tenía la costumbre de deambular por la casa desnuda. Volodia podía contemplar su cuerpo durante todo el tiempo que se le antojara. Al parecer, a ella le gustaba. Si lo pillaba mirando, no se mostraba azorada, sino que se limitaba a sonreír.
Volodia se arremangó el batín y empezó a lavar los platos y a pasárselos a Zoya para que los secara. Fregar no era una actividad muy varonil —Volodia jamás había visto hacerlo a su padre—, pero Zoya opinaba que esas tareas debían compartirse. Era una idea excéntrica. ¿Es que Zoya tenía un concepto demasiado elevado de la igualdad de derechos en el matrimonio? ¿O estaba dejándose manipular por una esposa castradora?
Creyó oír algo en el exterior. Miró hacia el recibidor: la puerta del piso estaba a unos escasos tres o cuatro pasos del fregadero de la cocina. No vio nada fuera de lo normal.
En ese momento, derribaron la puerta.
Zoya chilló.
Volodia agarró el cuchillo de trinchar que acababa de lavar. Pasó por delante de Zoya y se quedó parado bajo el marco de la puerta de la cocina. Un policía uniformado, armado con una maza, se encontraba del otro lado de la puerta hecha añicos.
Volodia hervía de odio y miedo.
—Pero ¿qué coño pasa aquí? —espetó.
El policía retrocedió y un hombre pequeño, delgado y con cara de rata entró en el piso. Era el cuñado de Volodia, Ilia Dvorkin, agente de la policía secreta. Llevaba guantes de piel.
—¡Ilia! —gritó Volodia—. ¡Maldita rata asquerosa!
—Dirígete a mí con respeto —ordenó Ilia.
Volodia se sentía desconcertado y furioso. La policía secreta no tenía costumbre de detener al personal de los servicios secretos del Ejército Rojo, ni tampoco ocurría a la inversa. De no ser así, habría estallado una suerte de guerra de bandas.
—¿Por qué coño has tenido que derribar la puerta de mi casa? ¡Te habría abierto!
Otros dos agentes se plantaron en el recibidor y se colocaron detrás de Ilia. Llevaban los abrigos de cuero reglamentarios de la organización, a pesar del agradable tiempo de finales de verano.
Volodia estaba tan asustado como furioso. ¿Qué estaba pasando?
—Suelta el cuchillo, Volodia —ordenó Ilia con voz trémula.
—No tienes por qué asustarte —respondió Volodia—. Solo estaba fregando los platos. —Pasó el cuchillo a Zoya, quien estaba detrás de él—. Por favor, pasad al comedor. Podemos hablar mientras Zoya se viste.
—¿Te has creído que esto es una visita de cortesía? —preguntó Ilia, indignado.
—Me da igual el tipo de visita que sea, pero estoy seguro de que no quieres pasar el bochorno de tener que ver a mi mujer desnuda.
—¡Estoy aquí por un asunto oficial de la policía!
—Entonces, ¿por qué han enviado a mi cuñado?
Ilia bajó la voz.
—Pero ¿no entiendes que habría sido mucho peor si hubiera venido cualquier otro?
Parecía algo gordo. Volodia se esforzó por mantener la actitud bravucona.
—Exactamente, ¿qué es lo que queréis tú y estos cretinos?
—El camarada Beria ha asumido la dirección del programa de física nuclear.
Volodia ya lo sabía. Stalin había montado un nuevo comité para dirigir la investigación y había nombrado director a Beria, que no tenía ni la más remota idea de física y carecía de cualificación para organizar un proyecto de investigación científica. Sin embargo, Stalin confiaba en él. Era un problema habitual en el gobierno soviético: personas incompetentes aunque leales al régimen recibían ascensos y ocupaban cargos que no podían desempeñar.
—Y el camarada Beria necesita a mi mujer en su laboratorio para desarrollar la bomba. ¿Has venido a llevarla al trabajo en coche?
—Los estadounidenses crearon su bomba nuclear antes que los soviéticos.
—Por supuesto. ¿Será porque concedieron a la investigación física una prioridad más alta que nosotros?
—¡No es posible que la ciencia capitalista sea superior a la ciencia comunista!
—¡Qué tópico tan burdo! —Volodia estaba confundido. ¿Adónde quería ir a parar?—. ¿Qué es lo que insinúas?
—Tiene que haber sido un acto de sabotaje.
Era justo la clase de fantasía absurda con la que siempre soñaba la policía secreta.
—¿Qué clase de sabotaje?
—Algunos científicos han retrasado intencionadamente el desarrollo de la bomba soviética.
Volodia empezaba a atar cabos, y tuvo miedo. Sin embargo, siguió respondiendo con agresividad: siempre era un error mostrar debilidad ante esa gente.
—¿Por qué demonios iban a hacer algo así?
—Porque son traidores, ¡y tu mujer es una de ellos!
—Será mejor que no estés hablando en serio, pedazo de cabrón…
—He venido para detenerla.
—¿Cómo? —Volodia estaba atónito—. ¡Esto es una locura!
—Es lo que opina mi organización.
—No tenéis pruebas.
—Si quieres pruebas, ¡vete a Hiroshima!
Zoya habló por primera vez desde que había chillado.
—Tendré que acompañarlos, Volodia. No hagas que te detengan a ti también.
Volodia señaló a Ilia con el dedo.
—Acabas de meterte en un buen lío, cabrón.
—Solo cumplo órdenes.
—Sal de en medio. Mi esposa va a ir al cuarto a vestirse.
—No hay tiempo para eso —espetó Ilia—. Tiene que venir tal como está.
—No seas ridículo.
Ilia levantó la barbilla.
—Una ciudadana soviética respetable no iría por el piso sin ropa.
Volodia se preguntó fugazmente cómo era posible que su hermana estuviera casada con un fantasma así.
—¿Vosotros, la policía secreta, con miramientos morales ante la desnudez?
—Su desnudez es la prueba de su degradación. Nos la llevaremos tal como está.
—¡Y una mierda!
—Aparta.
—Apártate tú. Irá a vestirse. —Volodia se situó en el recibidor y se plantó delante de los tres agentes, con los brazos extendidos para que Zoya pudiera pasar por detrás de él.
Cuando ella se movió, Ilia consiguió pasar por detrás de Volodia y agarró a su esposa por el brazo.
Volodia golpeó a su cuñado en la cara, dos veces. Ilia gritó y retrocedió tambaleante. Los dos hombres con abrigo de cuero avanzaron. Volodia logró propinar un puñetazo a uno, pero el otro lo esquivó. A continuación, ambos agarraron a Volodia por los brazos. Él intentó zafarse, pero eran fuertes y parecía que ya hubieran hecho aquello antes. Lo estamparon contra la pared.
Mientras lo sujetaban, Ilia le pegó un puñetazo en la cara con sus puños enguantados en cuero. Le propinó un segundo golpe, un tercero y un cuarto, luego le golpeó en el estómago, una y otra vez, hasta que Volodia escupió sangre. Zoya intentó intervenir, pero Ilia también la golpeó, y ella gritó y cayó de espaldas.
A Volodia se le abrió el batín. Ilia le dio una patada en la entrepierna y luego en las rodillas. Volodia se retorcía, incapaz de levantarse, pero los hombres con abrigo de cuero lo alzaron e Ilia le propinó unos cuantos golpes más.
Al final, Ilia se volvió para marcharse, frotándose los nudillos. Los otros dos liberaron a Volodia, que se desplomó sobre el suelo. Apenas podía respirar y se sentía incapaz de moverse, pero estaba consciente. Por el rabillo del ojo vio a los dos forzudos agarrar a Zoya y obligarla a salir desnuda del apartamento. Ilia los siguió.
Minuto a minuto, el dolor fue pasando de una intensa agonía a un padecimiento sordo y profundo, y Volodia volvió a respirar con normalidad.
Poco a poco fue recuperando la movilidad de las extremidades y consiguió levantarse a duras penas. Logró llegar hasta el teléfono y marcó el número de su padre, con la esperanza de que el viejo no hubiera salido todavía a trabajar. Le alivió escuchar su voz.
—Han detenido a Zoya —anunció.
—¡Malditos hijos de puta! —exclamó Grigori—. ¿Quién ha sido?
—Ha sido Ilia.
—¿Qué?
—Haz un par de llamadas —ordenó Volodia—. Averigua qué coño está pasando. Yo tengo que limpiar la sangre.
—¿Qué sangre?
Volodia colgó.
No había más que un par de pasos hasta el baño. Tiró el batín manchado de sangre y se metió en la ducha. El agua caliente proporcionó cierto alivio a su cuerpo quebrantado. Ilia era malvado, pero no fuerte, y no tenía ningún hueso roto.
Volodia cerró el grifo. Se miró en el espejo del baño. Tenía la cara cubierta de cortes y moratones.
No se molestó en secarse. Con un esfuerzo considerable, se puso el uniforme del Ejército Rojo. Le convenía lucir ese símbolo de autoridad.
Su padre llegó cuando intentaba atarse los cordones de las botas.
—¿Qué coño ha pasado aquí? —gruñó Grigori.
—Buscaban pelea —respondió Volodia—, y yo he sido tan idiota de dársela.
Su padre no se mostró muy comprensivo de entrada.
—Esperaba más de ti.
—Insistieron en llevársela desnuda.
—¡Putos fanfarrones!
—¿Has averiguado algo?
—Todavía no. He hablado con un par de personas. Nadie sabe nada. —Grigori parecía preocupado—. O alguien ha cometido un error garrafal… o, por algún motivo, están muy seguros de lo que hacen.
—Llévame en coche a mi despacho. Lemítov va a cabrearse de verdad. No les dejará irse de rositas. Si tienen permiso para hacerme esto a mí, se lo harán a todo el Servicio Secreto del Ejército Rojo.
El chófer de Grigori estaba esperando fuera con el coche. Condujo hasta el aeródromo de Jodinka. Grigori se quedó en el vehículo mientras Volodia entraba renqueante al cuartel general del Ejército Rojo. Fue directamente al despacho de su jefe, el coronel Lemítov.
Llamó a la puerta, entró y habló:
—Esos cabrones de la policía secreta han detenido a mi mujer.
—Lo sé —confirmó Lemítov.
—¿Lo sabes?
—Yo di el visto bueno.
Volodia se quedó boquiabierto.
—Pero ¿qué coño…?
—Siéntate.
—¿Qué está pasando?
—Siéntate, cierra el pico y te lo contaré.
Volodia se acomodó, dolorido, en una silla.
—Necesitamos la bomba nuclear, pero ya —dijo Lemítov—. De momento, Stalin sigue haciéndose el duro con los estadounidenses, porque estamos bastante seguros de que no tienen suficiente arsenal de armas nucleares para borrarnos del mapa. Pero están creando un arsenal y, en un momento dado, lo utilizarán, a menos que nosotros estemos en condiciones de contraatacar.
Aquello no tenía sentido.
—Mi esposa no puede diseñar la bomba mientras la policía secreta está dándole puñetazos en la cara. Esto es una locura.
—Cierra el pico, joder. Nuestro problema es que hay varios diseños posibles. Los estadounidenses han tardado cinco años en averiguar cuál funcionaría. Nosotros no tenemos tanto tiempo. Hay que robarles los documentos de su investigación.
—Pero, aun así, necesitaremos físicos rusos que copien el diseño, y para eso tienen que estar en sus laboratorios, no bajo llave en el sótano de la Lubianka.
—Conoces a un hombre llamado Wilhelm Frunze.
—Fui al colegio con él. A la Academia Masculina de Berlín.
—Nos pasaba valiosa información sobre la investigación nuclear británica. Luego se trasladó a Estados Unidos, donde trabajaba en el proyecto de la bomba nuclear. El personal de Washington del NKVD ha contactado con él, lo ha asustado con su incompetencia y se ha cargado el contacto. Necesitamos convencerlo para que vuelva con nosotros.
—¿Y qué tiene todo eso que ver conmigo?
—Confía en ti.
—Eso no lo sé. Llevo doce años sin verlo.
—Queremos que vayas a Estados Unidos para hablar con él.
—Pero ¿por qué habéis detenido a Zoya?
—Para asegurarnos de que regresas.