La recepción de la boda de Volodia y Zoya se celebró en una de las salas de banquetes más pequeñas del Kremlin.
La guerra con Alemania había terminado, pero la Unión Soviética seguía maltrecha y empobrecida, y una celebración por todo lo alto no habría sido vista con buenos ojos. Zoya tenía un vestido nuevo, pero Volodia llevaba su uniforme. Sin embargo, sí que hubo muchísima comida, y el vodka corrió a raudales.
Los sobrinos de Volodia estaban allí, los mellizos de su hermana, Ania, y el desagradable marido de esta, Ilia Dvorkin. Aún no tenían seis años. Dimka, el pequeño de pelo oscuro, estaba sentado leyendo un libro tranquilamente, mientras que Tania, con sus ojos azules, no dejaba de corretear por la sala, chocando con los muebles y molestando a los invitados; justo lo contrario de lo que se esperaba en cuanto a conducta de niños y niñas.
Zoya estaba tan atractiva vestida de rosa que a Volodia le habría gustado marcharse en aquel mismo instante y llevársela a la cama. Eso no podía hacerlo, desde luego. El círculo de amigos de su padre incluía a algunos de los generales y políticos más influyentes del país, y muchos de ellos habían acudido a brindar por la feliz pareja. Grigori había insinuado que un invitado sumamente distinguido podía estar a punto de llegar: Volodia esperaba que no fuera el depravado jefe del NKVD, Beria.
La felicidad de Volodia no acababa de borrar de su recuerdo los horrores que había visto ni el profundo recelo que empezaba a inspirarle el comunismo soviético. La inenarrable brutalidad de la policía secreta, los garrafales errores de Stalin, que se habían cobrado millones de vidas, y la propaganda que había alentado al Ejército Rojo a comportarse como unas bestias enloquecidas en Alemania… todo ello le había hecho dudar de los principios más fundamentales que le habían inculcado en su educación. Se preguntó con inquietud en qué clase de país crecerían Dimka y Tania, pero ese no era un día para pensar en esas cosas.
La élite soviética estaba de buen humor. Habían ganado la guerra y habían derrotado a Alemania. Japón, su antiguo enemigo, estaba siendo aplastado por Estados Unidos. El descabellado código de honor de los dirigentes japoneses dificultaba que pudieran rendirse, pero ya solo era cuestión de tiempo. Lo trágico era que, mientras ellos siguieran aferrándose a su orgullo, más soldados japoneses y estadounidenses morirían, y más mujeres y niños japoneses se quedarían sin hogar a causa de las bombas; pero el resultado final sería el mismo. Tristemente, parecía que los norteamericanos no podían hacer nada por acelerar el desenlace y evitar muertes innecesarias.
El padre de Volodia, borracho y feliz, dio un discurso.
—El Ejército Rojo ha ocupado Polonia —anunció—. Nunca más será utilizado ese país como trampolín para que Alemania invada Rusia.
Los viejos camaradas profirieron gritos de júbilo y golpearon las mesas.
—En la Europa occidental, los partidos comunistas se ven refrendados por cantidades ingentes de personas, como nunca antes. En las elecciones municipales de París, el pasado mes de marzo, el Partido Comunista se alzó con la mayor parte de los votos. Felicito a los camaradas franceses.
De nuevo hubo exclamaciones de alegría.
—Al pasear hoy la vista por el mundo entero, veo que la Revolución rusa, en la que tantos valientes lucharon y murieron… —Se interrumpió cuando unas lágrimas etílicas asomaron a sus ojos. Un susurro recorrió la sala pidiendo silencio. Grigori se recuperó—. ¡Veo que la revolución nunca ha estado tan segura como lo está hoy!
Todos alzaron las copas.
—¡Por la revolución! ¡Por la revolución! —Y bebieron.
Las puertas se abrieron de golpe y por ellas entró el camarada Stalin.
Todo el mundo se puso en pie.
Tenía el pelo gris y parecía cansado. Ya tenía unos sesenta y cinco años y había estado enfermo: corrían rumores de que había padecido una serie de derrames cerebrales o pequeños ataques cardíacos. Ese día, sin embargo, su ánimo era exultante.
—¡He venido a besar a la novia! —dijo.
Se acercó a Zoya y le puso las manos en los hombros. Ella era casi diez centímetros más alta que el líder, pero consiguió agacharse discretamente. Stalin le dio un beso en cada mejilla y dejó que su boca, coronada por un bigote gris, se demorara lo suficiente para molestar a Volodia. Después dio un paso atrás y preguntó:
—¿Quién me da un trago?
Mucha gente se apresuró a buscarle un vaso de vodka. Grigori insistió en ceder su silla en el centro de la mesa presidencial a Stalin. El murmullo de las conversaciones volvió a oírse, pero algo más apagado: estaban encantados de tenerlo allí, pero de pronto debían mostrarse cautelosos con cada palabra y cada movimiento. Aquel hombre podía ordenar la muerte de una persona con solo chasquear los dedos, y lo había hecho a menudo.
Sacaron más vodka, la orquesta empezó a tocar danzas populares rusas y, poco a poco, todos se fueron relajando. Volodia, Zoya, Grigori y Katerina bailaron una danza de a cuatro llamada kadril, que era de índole cómica y siempre hacía reír a la gente. Después, más parejas se animaron a bailar y los hombres se pusieron a hacer el barinia: se acuclillaban y luego soltaban altas patadas, con lo que muchos de ellos caían al suelo. Volodia no hacía más que mirar a Stalin de reojo, igual que todos los de la sala. Parecía que el gran hombre se estaba divirtiendo, pues golpeaba con el vaso en la mesa al ritmo de las balalaikas.
Zoya y Katerina estaban bailando una troika con el jefe de esta, Vasili, un físico eminente que trabajaba en el proyecto de la bomba, y Volodia había ido a sentarse cuando el ambiente cambió de pronto.
Un asesor vestido de civil entró corriendo y, bordeando la sala, fue directo a buscar a Stalin. Sin ninguna ceremonia, se inclinó sobre el hombro del líder y le habló sin alzar la voz pero con apremio.
Primero Stalin pareció desconcertado e hizo una pregunta brusca, luego otra. Su expresión se transformó entonces. Se puso pálido, parecía mirar fijamente a los bailarines sin verlos.
—¿Qué narices ha ocurrido? —dijo Volodia a media voz.
Los que bailaban todavía no se habían dado cuenta, pero los que estaban sentados a la cabecera de la mesa parecían asustados.
Un momento después Stalin se puso en pie. A su alrededor todos hicieron lo propio, por deferencia. Volodia vio que su padre seguía bailando. A algunos los habían fusilado por menos.
Pero Stalin no tenía ojos para los invitados. Abandonó la mesa con el asesor a su lado y caminó hacia la puerta cruzando la pista de baile, donde los que aún celebraban se apartaron de en medio precipitadamente. Una pareja cayó al suelo. Stalin no pareció darse cuenta. La orquesta dejó de tocar. Sin decir nada, sin mirar a nadie, el líder abandonó la sala.
Algunos generales lo siguieron con cara de asustados.
Entonces llegó otro asesor, luego dos más. Todos ellos buscaban a sus jefes y hablaban con ellos. Un joven con una chaqueta de tweed se acercó a Vasili. Por lo visto, Zoya lo conocía y escuchó con atención. También ella parecía conmocionada.
Vasili y el asesor se marcharon. Volodia se acercó a Zoya.
—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que ocurre?
—Los norteamericanos han lanzado una bomba nuclear en Japón. —Le temblaba la voz. Su hermoso rostro de tez pálida parecía más blanco que nunca—. Al principio el gobierno japonés no sabía de qué se trataba. Han tardado horas en darse cuenta.
—¿Estamos seguros?
—Ha arrasado trece kilómetros cuadrados de edificaciones. Estiman que setenta y cinco mil personas han muerto al instante.
—¿Cuántas bombas?
—Una.
—¿Una?
—Sí.
—Dios mío. No me extraña que Stalin se haya quedado blanco.
Los dos guardaron silencio. La noticia se estaba extendiendo visiblemente por toda la sala. Había quien se quedaba sentado, paralizado; otros se levantaban y se iban, directos a sus teléfonos, sus escritorios y su personal.
—Esto lo cambia todo —dijo Volodia.
—Incluso nuestros planes para la luna de miel —añadió Zoya—. Seguro que me cancelan el permiso.
—Pensábamos que la Unión Soviética estaba a salvo.
—Tu padre acaba de decir en su discurso que la revolución nunca había estado tan segura.
—Ya nada es seguro.
—No —dijo Zoya—. No, hasta que tengamos nuestra propia bomba.