III

Quince días después del Día de la Victoria en Europa, Winston Churchill convocó elecciones generales.

A la familia Leckwith le pilló por sorpresa. Igual que casi todo el mundo, Ethel y Bernie pensaban que Churchill esperaría hasta la rendición de los japoneses. El líder laborista, Clement Attlee, había propuesto unas elecciones para octubre. Churchill los había cogido desprevenidos a todos.

El comandante Lloyd Williams fue licenciado del ejército para que pudiera presentarse como candidato del Partido Laborista por Hoxton, en el East End de Londres. Se sentía imbuido de un entusiasmo apasionado por el futuro que proponía su partido. El fascismo había sido derrotado y el pueblo británico podría crear una sociedad que aunara libertad y prestaciones sociales. Los laboristas tenían un plan que gozaba de una enorme aceptación para evitar las catástrofes de los últimos veinte años: un seguro de desempleo universal y completo para ayudar a las familias a capear los malos tiempos, planificación económica para prevenir otra depresión y una Organización de las Naciones Unidas que ayudara a mantener la paz.

—No tenéis la menor posibilidad —comentó su padrastro, Bernie, en la cocina de la casa de Aldgate el lunes 4 de junio. El pesimismo de Bernie era tanto más convincente por ser muy poco propio de él—. La gente votará a los tories porque Churchill ha ganado la guerra —siguió parloteando con ánimo agorero—. Pasó lo mismo con Lloyd George en 1918.

Lloyd iba a rebatir su argumento, pero Daisy se le adelantó.

—La guerra no la han ganado el libre mercado ni la empresa capitalista —espetó, indignada—. Ha sido la gente, que ha colaborado y se ha repartido las cargas, todo el mundo ha puesto de su parte. ¡Eso es socialismo!

Lloyd la quería más todavía cuando se dejaba llevar por la pasión, pero él era más reflexivo.

—Ya tenemos medidas que los antiguos tories habrían tildado de bolchevismo: control gubernamental del ferrocarril, las minas y el transporte marítimo, por ejemplo, todas ellas implantadas por Churchill. Y Ernie Bevin ha estado al cargo de la planificación económica durante toda la guerra.

Bernie sacudió la cabeza como con conocimiento de causa: un gesto de anciano que sacaba a Lloyd de sus casillas.

—La gente vota con el corazón, no con el cerebro —insistió su padrastro—. Querrán mostrar gratitud.

—Bueno, de nada sirve estar aquí sentado discutiendo contigo —repuso Lloyd—, así que mejor me voy fuera, a discutir con los votantes.

Daisy y él cogieron un autobús en dirección norte y bajaron varias paradas más allá, frente al pub Black Lion, en Shoreditch, donde se encontraron con un grupo de campaña del Partido Laborista de la circunscripción de Hoxton. En realidad, hacer campaña no tenía nada que ver con discutir con los votantes y Lloyd lo sabía. Su principal objetivo era el de identificar a partidarios, de modo que el día de las elecciones la maquinaria del partido pudiera asegurarse de que todos fueran al centro electoral. Los firmes partidarios de los laboristas quedaban anotados; los firmes partidarios de otras formaciones se tachaban. Solo la gente que todavía no se había decidido merecía más de unos segundos de atención: a ellos se les ofrecía la posibilidad de hablar con el candidato.

Lloyd recibió algunas reacciones negativas.

—Conque es usted comandante, ¿eh? —dijo una mujer—. Mi Alf es cabo y dice que los oficiales casi nos hacen perder la guerra.

También hubo acusaciones de nepotismo.

—¿No eres tú el hijo de la parlamentaria por Aldgate? ¿Esto qué es, una monarquía hereditaria?

Lloyd recordó el consejo de su madre: «Nunca se gana un voto dejando en evidencia al elector. Utiliza tu encanto, sé modesto y no pierdas los nervios. Si un votante se pone agresivo y maleducado, dale las gracias por su tiempo y márchate. Lo dejarás pensando que a lo mejor te ha juzgado mal».

Los votantes de la clase trabajadora eran mayoritariamente laboristas. Mucha gente le comentaba a Lloyd que Attlee y Bevin habían hecho un buen trabajo durante la contienda. Los indecisos eran sobre todo de clase media. Cuando la gente decía que Churchill había ganado la guerra, Lloyd citaba el elegante desprecio que le había dedicado Attlee: «No ha sido un gobierno de un solo hombre, como no ha sido una guerra de un solo hombre».

Churchill había descrito a Attlee como un personaje modesto con motivos sobrados para sentir modestia. El ingenio de Attlee era menos cruel, y precisamente por ello resultaba más efectivo; al menos eso era lo que pensaba Lloyd.

Un par de electores mencionaron al parlamentario que ocupaba el escaño de Hoxton, un liberal, y dijeron que lo votarían porque los había ayudado a resolver un problema. Solía suceder que la gente acudiera a los miembros del Parlamento cuando sentían que el gobierno, su jefe o un vecino los trataba de forma injusta. Era una labor que quitaba mucho tiempo pero que hacía ganar votos.

En general, Lloyd no podía hacerse una idea de hacia dónde se decantaba la opinión pública.

Solo un votante mencionó a Daisy, un hombre que se acercó a la puerta con la boca llena de comida.

—Buenas tardes, señor Perkinson, me parece que quería usted preguntarme algo.

—Sí, su prometida era fascista —dijo el hombre sin dejar de masticar.

Lloyd supuso que lo había leído en el Daily Mail, que había publicado un malicioso artículo sobre ellos dos titulado «El socialista y la vizcondesa».

Asintió con la cabeza.

—El fascismo la engatusó brevemente, como a muchos otros.

—¿Cómo puede casarse un socialista con una fascista?

Lloyd miró en derredor, encontró a Daisy y le hizo una señal.

—El señor Perkinson me pregunta por mi prometida, dice que era fascista.

—Encantada de conocerlo, señor Perkinson. —Daisy le estrechó la mano al hombre—. Entiendo perfectamente su preocupación. Mi primer marido fue fascista en los años treinta, y yo lo apoyé.

Perkinson asintió con aprobación. Seguramente creía que una mujer debía adoptar las mismas opiniones que su marido.

—Qué ingenuos fuimos… —siguió relatando Daisy—. Pero cuando llegó la guerra, mi primer marido se alistó en la RAF y luchó contra los nazis con tanto coraje como el que más.

—¿Es eso cierto?

—El año pasado, sobrevolaba Francia pilotando un Typhoon para bombardear un tren alemán de transporte de tropas, cuando lo abatieron y murió. Así que soy viuda de guerra.

Perkinson tragó la comida que tenía en la boca.

—Lo siento mucho, faltaría más.

Pero Daisy no había terminado:

—En cuanto a mí, viví en Londres toda la guerra y conduje una ambulancia durante el Blitz.

—Fue usted muy valiente, no hay duda.

—Bueno, solo espero que piense que tanto mi difunto marido como yo ya hemos pagado nuestros errores.

—De eso no estoy tan seguro —dijo Perkinson, malhumorado.

—No le robaremos más tiempo —zanjó Lloyd—. Gracias por exponerme sus opiniones. Buenas tardes.

—No creo que lo hayamos convencido —dijo Daisy mientras se marchaban.

—Nunca se les convence —repuso él—, pero ahora ha visto las dos caras de la historia, y puede que eso lo haga ser menos vehemente esta noche, cuando hable de nosotros en el pub.

—Hummm…

Lloyd se dio cuenta de que no la había tranquilizado mucho.

Con la campaña ya casi terminada, esa noche la BBC retransmitiría el primer programa especial de las elecciones, y todos los que trabajaban para algún partido lo estarían escuchando. Churchill tuvo el privilegio de ser el primero en hablar.

—Estoy preocupada —dijo Daisy mientras volvían a casa en autobús—. Para ti soy una carga en estas elecciones.

—Ningún candidato es perfecto —repuso Lloyd—. Lo que importa es cómo gestiona cada cual sus puntos flacos.

—Pero yo no quiero ser tu punto flaco. A lo mejor debería hacerme a un lado.

—Al contrario, quiero que la gente lo sepa todo sobre ti desde el principio. Si eres un obstáculo tan importante, dejaré la política.

—¡No, no! No soportaría pensar que te he obligado a abandonar tus ambiciones.

—No hará falta —dijo él, pero de nuevo vio que no había logrado calmar la inquietud de Daisy.

Ya en Nutley Street, toda la familia Leckwith estaba sentada en la cocina, alrededor de la radio, y Daisy estrechó la mano de Lloyd.

—Venía aquí muchas veces cuando tú no estabas —dijo—. Solíamos escuchar swing y hablar de ti.

Esa idea hizo que Lloyd se sintiera muy afortunado.

Churchill estaba en el aire. Su conocido tono áspero resonaba ya. Durante cinco aciagos años, esa voz había inspirado fuerza, esperanza y valor a la gente. Lloyd flaqueó: incluso él se sentía tentado de votarlo.

«Amigos míos —dijo el primer ministro—, debo decirles que las políticas socialistas abominan de las ideas de libertad de los británicos.»

Bueno, era la cháchara difamatoria de siempre. Todas las ideas nuevas eran tildadas de importaciones extranjeras. Pero ¿qué le ofrecería Churchill a su pueblo? Los laboristas tenían un plan, pero ¿qué proponían los conservadores?

«El socialismo es indisociable del totalitarismo», dijo el primer ministro.

—¿No irá a insinuar que somos lo mismo que los nazis? —comentó Ethel.

—Pues me parece que sí —contestó Bernie—. Dirá que hemos derrotado al enemigo en el extranjero, y que ahora debemos derrotar al enemigo que está entre nosotros. Una táctica conservadora habitual.

—La gente no lo creerá —objetó Ethel.

—¡Chis! —intervino Lloyd.

Churchill seguía con su discurso.

«Un Estado socialista, una vez completamente instaurado en todos sus detalles y todos sus aspectos, no podría permitirse tolerar una oposición.»

—Esto es una vergüenza —dijo Ethel.

«Pero iré aún más lejos —prosiguió Churchill—. Ante ustedes declaro, desde lo más hondo de mi alma, que ningún sistema socialista puede establecerse sin una policía política.»

—¿Una policía política? —repitió Ethel con indignación—. ¿De dónde ha sacado esa bobada?

—En cierto sentido nos viene bien —dijo Bernie—. No encuentra nada que criticar de nuestro programa, o sea que nos ataca por cosas que en realidad no proponemos que se pongan en marcha. Maldito embustero.

—¡Escuchad! —gritó Lloyd.

«Tendrían que recurrir a alguna forma de Gestapo.»

Todos se pusieron en pie de repente, protestando a gritos. La voz del primer ministro quedó silenciada.

—¡Malnacido! —gritó Bernie, agitando un puño hacia la radio de Marconi—. ¡Malnacido, será malnacido!

—¿Consistirá en eso su campaña? —preguntó Ethel cuando se calmaron un poco—. ¿Nada más que mentiras sobre nosotros?

—Está claro que sí, puñetas —dijo Bernie.

—Pero ¿las creerá la gente? —añadió Lloyd.