II

Woody Dewar estaba sentado frente al despacho de Leo Shapiro, repasando un fajo de fotografías. Eran instantáneas tomadas en Pearl Harbor, la hora anterior a la muerte de Joanne. El carrete llevaba meses dentro de su cámara, pero al final lo había llevado a revelar y había imprimido las fotos. Mirarlas le producía tanta tristeza que las había guardado en un cajón de su dormitorio, en el apartamento de Washington, y allí las había dejado.

Sin embargo, ya era hora de cambiar.

Jamás olvidaría a Joanne, pero al fin volvía a estar enamorado. Adoraba a Bella y ella sentía lo mismo por él. Cuando se habían despedido en la estación de tren de Oakland, en las afueras de San Francisco, él le había dicho que la quería y ella había contestado: «Yo también te quiero». Pensaba pedirle que se casara con él. Lo habría hecho ya, pero le parecía demasiado pronto —no habían pasado aún tres meses— y no quería darles a los padres de ella, tan hostiles, ningún pretexto para que pusieran objeciones.

Además, tenía que tomar una decisión sobre su futuro.

No quería meterse en política.

Sabía que la noticia sorprendería a sus padres. Ellos siempre habían supuesto que seguiría los pasos de Gus y acabaría convirtiéndose en el tercer senador Dewar. Él mismo había aceptado esa suposición sin pensarlo demasiado. Durante la guerra, no obstante, sobre todo mientras estaba en el hospital, se había preguntado qué era lo que quería hacer de verdad, si es que sobrevivía; y la respuesta no había sido la política.

Era un buen momento para dejarlo. Su padre había logrado la ambición de su vida. El Senado había debatido la formación de la Organización de las Naciones Unidas. Era un momento de la historia similar a los días en que se fundó la antigua Sociedad de las Naciones: un recuerdo doloroso para Gus Dewar. Pero el senador Vandenberg se había pronunciado apasionadamente a favor, refiriéndose a la organización como «el sueño más anhelado de la humanidad», y la Carta de la ONU había sido ratificada por 89 votos frente a dos. El trabajo estaba hecho. Woody ya no decepcionaría a su padre con su decisión de abandonar.

Esperaba que Gus lo viera igual que él.

Shapiro abrió la puerta de su despacho y lo llamó con un gesto. Woody se levantó y entró.

El jefe de la delegación de Washington de la Agencia Nacional de Prensa era más joven de lo que Woody esperaba, de unos treinta y tantos años. Se sentó a su escritorio y dijo:

—¿En qué puedo ayudar al hijo del senador Dewar?

—Me gustaría enseñarle unas fotografías, si me lo permite.

—De acuerdo.

Woody extendió sus instantáneas sobre la mesa.

—¿Esto es Pearl Harbor? —preguntó Shapiro.

—Sí. El 7 de diciembre de 1941.

—Dios mío.

Woody las estaba mirando del revés, pero aun así se le saltaban las lágrimas. En ellas se veía a Joanne, guapísima; y a Chuck, sonriendo con alegría porque estaba con su familia y con Eddie. Después, los aviones que se acercaban, las bombas y los torpedos cayendo desde sus vientres metálicos, el humo negro de las explosiones sobre los barcos, y los marinos corriendo como podían hacia los costados, lanzándose al mar, nadando para intentar salvarse.

—Este es su padre —dijo Shapiro—. Y esa, su madre. Los reconozco.

—Y mi prometida, que murió unos minutos después. Mi hermano, al que mataron en Bougainville. Y su mejor amigo.

—¡Son unas fotografías estupendas! ¿Cuánto quiere por ellas?

—No quiero dinero —contestó Woody.

Shapiro levantó la mirada, sorprendido.

—Quiero un trabajo.