Adolf Hitler se suicidó el lunes 30 de abril de 1945 en su búnker de Berlín. Exactamente una semana después, en Londres, a las ocho menos veinte de la tarde, el Ministerio de Información anunció que Alemania se había rendido. El día siguiente, el martes 8 de mayo, se declaró festivo.
Daisy se sentó junto a la ventana de su apartamento de Piccadilly a contemplar las celebraciones. La calle estaba tan abarrotada de gente que los coches y los autobuses prácticamente no podían circular. Las chicas besaban a cualquier hombre que llevara un uniforme, y miles de afortunados soldados aprovechaban al máximo la oportunidad. A primera hora de la tarde había ya muchísima gente borracha. Por la ventana abierta, Daisy oyó unos cánticos a lo lejos y supuso que la muchedumbre que se había reunido frente al palacio de Buckingham estaba entonando el «Land of Hope and Glory». Ella compartía su alegría, pero Lloyd se encontraba en algún rincón de Francia, o Alemania, y era el único soldado al que Daisy quería besar. Rezó por que no lo hubieran matado en las últimas horas de la guerra.
La hermana de Lloyd, Millie, se presentó con sus dos niños. El marido de Millie, Abe Avery, también seguía destinado en el ejército. Los niños y ella habían ido al West End para unirse a las celebraciones y subieron a casa de Daisy a descansar un rato de tanta aglomeración. Hacía tiempo que la casa de los Leckwith en Aldgate constituía un refugio para ella, así que Daisy siempre se alegraba de tener ocasión de corresponderles. Le preparó un té a Millie —el servicio había salido a la calle— y sacó también zumo de naranja para los niños. Lennie tenía ya cinco años y Pammie, tres.
Desde que habían llamado a Abe a filas, era Millie la que se encargaba del negocio de venta de cuero al por mayor. Su cuñada, Naomi Avery, era la contable, pero ella cerraba las ventas.
—Ahora todo cambiará —dijo Millie—. Los últimos cinco años hemos tenido demanda de cueros duros para botas y calzado. Ahora necesitaremos pieles más suaves, de becerro y cerdo, para hacer bolsos y carteras. Cuando se reactive el mercado del lujo, por fin habrá un buen dinero que ganar.
Daisy recordó que su padre tenía la misma forma de ver las cosas que Millie. También Lev se adelantaba siempre a los acontecimientos en busca de oportunidades.
Eva Murray apareció entonces con sus cuatro niños pegados a las faldas. Jamie, que tenía ocho años, los hizo jugar a todos al escondite y el apartamento quedó convertido en una guardería. El marido de Eva, Jimmy, había llegado a coronel y también estaba en algún lugar de Francia o Alemania. Eva padecía la misma angustia de la incertidumbre que Daisy y Millie.
—Sabremos de ellos cualquier día de estos —dijo Millie—, y entonces por fin se habrá acabado de verdad.
Eva también estaba impaciente por recibir noticias de su familia, en Berlín, pero creía que, con el caos de la posguerra, pasarían semanas o incluso meses antes de que nadie pudiera saber qué había sido de unos alemanes en particular.
—Me pregunto si mis hijos conocerán algún día a mis padres —comentó con tristeza.
A las cinco, Daisy preparó una jarra de martini. Millie fue a la cocina y, con la rapidez y la eficiencia que la caracterizaban, sacó una bandeja de tostadas con sardinas para acompañar el cóctel. Eth y Bernie llegaron justo cuando Daisy estaba preparando una segunda ronda.
Bernie le dijo a Daisy que Lennie ya sabía leer, y que Pammie cantaba el himno nacional.
—Es como todos los abuelos —soltó Ethel—. Cree que nunca ha habido niños inteligentes antes que los nuestros. —Pero Daisy vio que en el fondo se sentía tan orgullosa como él.
Con la alegría y la relajación que la embargó a mitad del segundo martini, contempló al dispar grupo que se había reunido en su hogar. Le habían hecho el cumplido de acercarse a su puerta sin invitación, sabedores de que serían bienvenidos. Formaban parte de su vida, y ella de la de ellos. Se dio cuenta de que eran su familia.
Se sintió colmada de bendiciones.