Carla fue a hacer cola para conseguir agua.
Hacía dos días que no había agua corriente. Por suerte, las amas de casa berlinesas habían descubierto que cada pocas manzanas había antiguas bombas conectadas a pozos subterráneos, que llevaban mucho tiempo en desuso. Estaban oxidadas y chirriaban, pero, sorprendentemente, aún funcionaban. De modo que todas las mañanas las mujeres hacían cola frente a ellas con cubos y jarras.
Los ataques aéreos habían cesado, posiblemente porque el enemigo estaba a punto de entrar en la ciudad. Pero aún era peligroso estar en la calle, porque la artillería del Ejército Rojo seguía bombardeando. Carla no estaba segura de por qué se molestaba en hacerlo. Gran parte de la ciudad había desaparecido ya. Edificios enteros y áreas incluso más extensas habían quedado arrasados. Todos los servicios públicos estaban fuera de servicio. No circulaban trenes ni autobuses. Miles de personas se habían quedado sin hogar, tal vez millones. La ciudad era un inmenso campo de refugiados. Pero el bombardeo proseguía. La mayoría de los ciudadanos pasaban todo el día en sótanos o en refugios antiaéreos públicos, pero tenían que salir a por agua.
En la radio, poco antes de que la electricidad se cortase definitivamente, la BBC había anunciado que el Ejército Rojo había liberado el campo de concentración de Sachsenhausen, que estaba al norte de Berlín, por lo que sin duda los soviéticos, que llegaban por el este, estaban cercando la ciudad en lugar de cruzarla. La madre de Carla, Maud, dedujo que querían dejar de lado a las fuerzas estadounidenses, británicas, francesas y canadienses, que se aproximaban con rapidez por el oeste. Había citado a Lenin: «Quien controle Berlín controlará Alemania, y quien controle Alemania controlará Europa».
Pese a ello, el ejército alemán no se había rendido. Superados en hombres y en armamento, con escasez de munición y combustible, y hambrientos, seguían luchando como podían. Una y otra vez sus comandantes los arrojaban contra las abrumadoras fuerzas enemigas, y una y otra vez ellos obedecían sus órdenes, luchaban con denuedo y coraje, y morían por centenares y miles. Entre ellos se encontraban los dos hombres a los que Carla quería: su hermano, Erik, y su novio, Werner. No tenía idea de si seguían combatiendo, ni siquiera de si seguían vivos.
Carla había abandonado el espionaje. El combate se estaba transformando en caos. Los planes de batalla significaban poco. La información secreta que se filtraba desde Berlín apenas tenía valor para los conquistadores soviéticos. Ya no merecía la pena arriesgarse. Los espías habían quemado sus libros de códigos y escondido los transmisores de radio entre los escombros de edificios bombardeados. Habían acordado no hablar nunca de su trabajo. Habían sido valientes, habían precipitado el final de la guerra y habían salvado vidas, pero era demasiado esperar que el derrotado pueblo alemán viese las cosas de ese modo. Su coraje permanecería en secreto para siempre.
Mientras Carla esperaba su turno frente a la bomba de agua, un pelotón de cazatanques de las Juventudes Hitlerianas pasó por su lado en dirección al este, hacia el combate. Estaba formado por dos hombres que pasaban de los cincuenta y una docena de adolescentes, todos en bicicleta. Acoplados al manillar de cada bicicleta llevaban dos ejemplares de una nueva arma antitanque de un solo disparo llamada Panzerfäuste. A los muchachos les quedaban grandes los uniformes, y los cascos, también grandes, les habrían conferido un aspecto cómico si su situación no hubiese sido tan patética. Iban a combatir contra el Ejército Rojo.
Iban a morir.
Carla desvió la mirada cuando pasaron; no quería recordar sus caras.
Mientras llenaba el cubo, la mujer que iba detrás de ella en la cola, frau Reichs, le habló en voz baja, para que nadie más pudiera oírla.
—Eres amiga de la esposa del médico, ¿verdad?
Carla se puso tensa. Era evidente que frau Reichs se refería a Hannelore Rothmann. El médico había desaparecido junto con los pacientes enfermos mentales del hospital judío. El hijo de Hannelore, Rudi, se había arrancado la estrella amarilla y unido a los judíos que vivían en la clandestinidad, llamados U-Boat en el argot berlinés. Pero Hannelore, que no era judía, seguía viviendo en su antigua casa.
Durante doce años, una pregunta como la que acababan de hacerle —«¿Eres amiga de la mujer de un judío?»— habría sido una acusación. ¿Lo era ese día? Carla no lo sabía. Apenas conocía a frau Reichs; no podía confiar en ella.
Carla cerró el grifo de la bomba.
—El doctor Rothmann era nuestro médico de cabecera cuando yo era niña —contestó con cautela—. ¿Por qué?
La otra mujer ocupó su lugar frente a la bomba y empezó a llenar una lata grande que en el pasado había contenido aceite para cocinar.
—Se han llevado a frau Rothmann —dijo frau Reichs—. Pensé que querrías saberlo.
Era algo habitual. «Se llevaban» a gente a todas horas. Pero cuando se trataba de alguien próximo, suponía un golpe duro.
No tenía sentido intentar averiguar el paradero de esas personas; de hecho, era directamente peligroso: quienes indagaban sobre esas desapariciones solían desaparecer también. En cualquier caso, Carla tenía que preguntarlo.
—¿Sabe adónde la han llevado?
Esta vez había respuesta.
—Al campo de tránsito de Schulstrasse. —Carla se sintió esperanzada—. Está en el antiguo hospital judío, en Wedding. ¿Lo conoces?
—Sí. —Carla trabajaba a veces en el hospital, de forma extraoficial e ilegal, por lo que sabía que el gobierno había tomado uno de los edificios del hospital, el laboratorio de patología, y lo había cercado con alambre de espino.
—Espero que no le haya pasado nada —dijo la otra mujer—. Se portó muy bien conmigo cuando mi Steffi enfermó. —Cerró el grifo y se alejó con la lata llena de agua.
Carla se encaminó a casa a toda prisa, en la dirección contraria.
Tenía que hacer algo por Hannelore. Siempre había sido prácticamente imposible sacar a nadie de un campo, pero ahora que todo se desintegraba quizá Carla encontrara el modo de hacerlo.
Llevó el cubo a casa y se lo dio a Ada.
Maud había ido a hacer cola para conseguir las raciones de comida. Carla se puso el uniforme de enfermera, creyendo que podría ayudar. Le dijo a Ada adónde iba y volvió a salir.
Tuvo que ir a pie a Wedding. Estaba a unos cuatro kilómetros. Dudaba que aquello mereciese la pena. Aunque encontrase a Hannelore, probablemente no podría ayudarla. Pero entonces pensó en Eva, que estaba en Londres, y en Rudi, escondido en algún lugar de Berlín, pensó en lo terrible que sería que perdiesen a su madre en las últimas horas de la guerra. Tenía que intentarlo.
La policía militar estaba en las calles, pidiendo la documentación a la gente. Trabajaban en grupos de tres, formando tribunales sumarios, y se interesaban principalmente por los hombres en edad de combatir. No se molestaron en detener a Carla al verla vestida de enfermera.
Era extraño que en aquel inhóspito paisaje urbano los manzanos y los cerezos lucieran espléndidos, con sus flores blancas y rosadas, y que en los momentos de silencio entre explosiones ella oyera el canto de los pájaros, tan alegres como todas las primaveras.
Vio horrorizada a varios hombres colgados de farolas, algunos uniformados. La mayoría de aquellos cuerpos tenían un cartel al cuello que rezaba «Cobarde» o «Desertor». Sabía que eran los hombres a quienes aquellos tribunales de calle habían considerado culpables. ¿No estaban satisfechos ya los nazis con todas las muertes que había habido? Le entraron ganas de llorar.
Tuvo que refugiarse del fuego de artillería en tres ocasiones. En la última, cuando se encontraba a apenas cien metros del hospital, los soviéticos y los alemanes parecían combatir a solo unas calles de allí. El tiroteo era tan intenso que Carla sintió tentaciones de volver a casa. Seguramente Hannelore ya estaba condenada, o incluso muerta, ¿por qué debía Carla añadir su propia vida a la lista de víctimas? Sin embargo, siguió adelante.
Anochecía cuando llegó a su destino. El hospital estaba en Iranische Strasse, en la esquina con Schul Strasse. En los árboles que bordeaban las calles empezaban a brotar hojas. El edificio del laboratorio, que se había convertido en un campo de tránsito, estaba vigilado. Carla pensó en la posibilidad de acercarse al guardia y explicarle su misión, pero le pareció una estrategia con pocas posibilidades de éxito. Se preguntó si podría colarse por algún túnel.
Se dirigió al edificio principal. El hospital estaba en funcionamiento. Se había trasladado a todos los pacientes a sótanos y túneles. El personal trabajaba a la luz de lámparas de aceite. Por el olor que percibió, Carla supuso que los servicios también carecían de agua corriente y que tenían que ir a buscarla al viejo pozo que había en el jardín.
Para su sorpresa, los soldados estaban llevando a colegas heridos en busca de ayuda. De pronto ya no les importaba que los médicos y las enfermeras pudieran ser judíos.
Siguió un túnel que cruzaba el jardín hasta el sótano del laboratorio. Tal como esperaba, la puerta estaba vigilada. Sin embargo, al ver su uniforme, el joven de la Gestapo la dejó pasar sin preguntarle nada. Quizá ya no le encontrara el sentido a su trabajo.
Ya estaba dentro del campo. No sabía si sería igual de fácil salir de él.
El olor empeoró, y Carla vio enseguida el motivo. El sótano estaba atestado. Centenares de personas se hacinaban en cuatro salas de almacenaje. Sentadas y tumbadas en el suelo; las más afortunadas, apoyadas contra una pared. Estaban sucias, malolientes y exhaustas, y la miraron sin el menor interés.
Encontró a Hannelore pocos minutos después.
La esposa del médico nunca había sido guapa, pero en el pasado había tenido una figura escultural y unas facciones imponentes. Ahora estaba descarnada, como la mayoría de la gente, y tenía el pelo gris y apagado, y las mejillas hundidas y arrugadas por la tensión.
Hablaba con una adolescente que tenía esa edad en que una chica puede parecer demasiado voluptuosa, con senos y caderas de mujer pero con cara de niña. La joven estaba sentada en el suelo, llorando, y Hannelore, arrodillada a su lado, le sostenía una mano y le hablaba con voz tenue y sosegante.
Cuando Hannelore vio a Carla, se puso en pie.
—¡Dios mío! ¿Qué haces tú aquí? —le dijo.
—Pensé que si les decía que no es judía quizá la soltarían.
—Un gesto muy valiente.
—Su marido salvó muchas vidas. Alguien debería salvar la suya.
Por un instante, Carla tuvo la impresión de que Hannelore estaba a punto de llorar, pues se le contrajo la rostro, aunque enseguida parpadeó y sacudió la cabeza.
—Te presento a Rebecca Rosen —le dijo con voz contenida—. Una bomba ha matado hoy a sus padres.
—Lo siento mucho, Rebecca —se lamentó Carla.
La chica no dijo nada.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.
—Estoy a punto de cumplir catorce.
—Ahora vas a tener que comportarte como una adulta.
—¿Por qué no me ha matado a mí también esa bomba? —dijo Rebecca—. Estaba a su lado. Debería haber muerto. Ahora estoy sola.
—No estás sola —se apresuró a responder Carla—. Nosotras estamos contigo. —Se volvió hacia Hannelore—. ¿Quién está al cargo de esto?
—Se llama Walter Dobberke.
—Voy a decirle que tiene que dejarla marchar.
—Ya se ha ido. Y su mano derecha es un sargento con el cerebro de un jabalí. Pero, mira, ahí viene Gisela. Es la amante de Dobberke.
La joven que entraba en la sala era guapa, con el pelo largo y claro y piel de color crema. Nadie la miró. Su expresión era desafiante.
—Se acuesta con él en la cama de la sala de electrocardiogramas, en la planta principal. A cambio recibe raciones extra de comida. Nadie le habla excepto yo. No creo que debamos juzgar a la gente por los apaños que hacen. Al fin y al cabo, todos estamos viviendo en el infierno.
Carla no estaba tan segura. Ella no podría ser amiga de una chica judía que se acostaba con un nazi.
Gisela vio a Hannelore y se acercó.
—Walter ha recibido nuevas órdenes —dijo en voz tan baja que Carla apenas la oyó. Luego dudó.
—¿Y bien? ¿Cuáles son las órdenes? —preguntó Hannelore.
La voz de Gisela se redujo a un susurro.
—Matar a toda esta gente.
Carla sintió como si una fría mano le estrujase el corazón. A toda esa gente… incluidas Hannelore y la joven Rebecca.
—Él no quiere hacerlo —dijo Gisela—. No es mala persona, de verdad.
—¿Cuándo se supone que tiene que matarnos? —preguntó Hannelore con una calma fatalista.
—Ya. Pero antes quiere destruir todos los registros. Ahora mismo Hans-Peter y Martin están llevando los archivos al horno. Tardarán varias horas en acabar, así que disponemos de algún margen. Quizá el Ejército Rojo llegue a tiempo para salvarnos.
—Pero también es posible que no sea así —repuso Hannelore con determinación—. ¿Hay algún modo de convencerle de que desobedezca esas órdenes? ¡Por el amor de Dios, la guerra casi ha terminado!
—Antes podía hablar con él de cualquier cosa —contestó Gisela, abatida—, pero ahora se está cansando de mí. Ya sabes cómo son los hombres.
—Pero debería pensar en su propio futuro. Cualquier día los Aliados mandarán aquí. Castigarán los crímenes nazis.
—Si estamos todos muertos, ¿quién va a acusarlo? —dijo Gisela.
—Yo —intervino Carla.
Las otras dos la miraron sin decir nada.
Carla cayó en la cuenta de que, aunque no fuese judía, también la matarían a ella para que no quedasen testigos.
Pensó en otras posibilidades.
—Quizá, si Dobberke nos dejara marchar, eso le ayudaría con los Aliados.
—Es posible —dijo Hannelore—. Podríamos firmar todos una declaración diciendo que nos salvó la vida.
Carla dirigió una mirada inquisitiva a Gisela. Su expresión era dubitativa.
—Puede que lo haga —contestó, al cabo.
Hannelore miró a su alrededor.
—Allí está Hilde —dijo—. Es la secretaria de Dobberke. —Llamó a la mujer y le contó el plan.
—Redactaré documentos de liberación para todos —accedió Hilde—. Le pediremos que los firme antes de darle la declaración.
No había guardias en el sótano, solo en la planta principal y en el túnel, de modo que los prisioneros podían moverse sin restricciones. Hilde fue a la sala que hacía las veces de despacho de Dobberke en el sótano. En primer lugar, mecanografió la declaración. Hannelore y Carla recorrieron las salas informando del plan y haciendo que todos firmasen el documento. Mientras tanto, Hilde redactó los documentos.
Cuando acabaron era ya medianoche. No podían hacer nada más hasta que Dobberke volviera por la mañana.
Carla se tumbó en el suelo al lado de Rebecca Rosen. No había ningún otro sitio donde dormir.
Al rato, Rebecca rompió a llorar en silencio.
Carla no sabía qué hacer. Quería consolarla, pero no encontraba las palabras. ¿Qué se puede decir a una niña que acaba de ver cómo matan a sus padres? Los sollozos prosiguieron. Al final, Carla se dio la vuelta y la abrazó.
Supo de inmediato que había hecho lo correcto. Rebecca se acurrucó contra ella y posó la cara en su pecho. Carla le dio unas palmadas suaves en la espalda, como si fuera un bebé. Poco a poco, los sollozos cesaron y al final Rebecca se durmió.
Carla no pegó ojo. Pasó la noche imaginando discursos dirigidos al director del campo. A veces apelaba a su bondad, otras lo amenazaba con la justicia de los Aliados, otras argumentaba a favor de su propio interés.
Intentó no pensar en la posibilidad de que la fusilaran. Erik le había explicado cómo los nazis ejecutaban a la gente de doce en doce en la Unión Soviética. Carla supuso que allí contarían también con un sistema eficaz. Costaba imaginarlo. Quizá fuera el mismo.
Probablemente podría eludir la ejecución si salía del campo en ese momento, o a primera hora de la mañana. No era prisionera, ni judía, y su documentación estaba en perfecto orden. Podía salir por donde había entrado, vestida de enfermera. Pero eso significaría abandonar tanto a Hannelore como a Rebecca. Era incapaz de hacer eso, por mucho que deseara salir de allí.
El combate en las calles se prolongó hasta bien entrada la noche, luego hubo una pausa breve, y comenzó de nuevo al amanecer. Ahora estaba tan cerca que Carla no solo oía la artillería sino también las ametralladoras.
Por la mañana, temprano, los guardias llevaron una especie de urna con sopa aguada y un saco lleno de pan, en realidad restos de hogazas ya duras. Carla se tomó la sopa y se comió el pan, y luego, a regañadientes, usó el lavabo, que estaba indeciblemente sucio.
Subió con Hannelore, Gisela y Hilde a la planta principal para esperar allí a Dobberke. El bombardeo se había reanudado y ellas corrían peligro, pero querían abordarlo en cuanto llegara.
Dobberke no se presentó a la hora habitual. Hilde les dijo que solía ser puntual. Su retraso tal vez se debía al combate en las calles. También podrían haberlo matado. Carla confiaba en que no fuera ese el caso. Su mano derecha, el sargento Ehrenstein, era demasiado estúpido para discutir con él.
Pasó una hora y Carla empezó a perder la esperanza.
Después de otra hora, Dobberke llegó al fin.
—¿Qué es esto? —dijo al ver a las cuatro mujeres esperando en el vestíbulo—. ¿Una reunión de madres?
—Todos los prisioneros han firmado una declaración diciendo que usted les ha salvado la vida —contestó Hannelore—. Eso podría salvarle la vida a usted, si acepta nuestras condiciones.
—No sea ridícula —replicó él.
—Según la BBC —dijo Carla—, las Naciones Unidas tienen una lista con los nombres de los oficiales nazis que han participado en asesinatos en masa. Dentro de una semana usted será juzgado. ¿No le gustaría haber firmado una declaración según la cual salvó vidas?
—Escuchar la BBC es un delito —repuso Dobberke.
—No tan grave como el asesinato.
Hilde llevaba una carpeta en la mano.
—He redactado estas órdenes de liberación para todos los prisioneros de este centro —le informó—. Si las firma, tendrá la declaración.
—Podría obligarla a que me la diese sin más.
—Nadie creerá en su inocencia si morimos todos.
Dobberke estaba furioso por la situación en la que se encontraba, pero no lo bastante seguro para huir de ella.
—Podría fusilarlas a las cuatro por su insolencia —dijo.
—Así es la derrota —dijo Carla, impacientada—. Acostúmbrese a ella.
La ira enturbió el rostro de Dobberke, y Carla supo que se había excedido. Deseó no haber pronunciado aquellas palabras. Observó el semblante iracundo de Dobberke, tratando de no mostrar el miedo que sentía.
En ese momento una bomba estalló justo fuera del edificio. Las puertas traquetearon y los vidrios de una ventana se rompieron. Todos se agacharon instintivamente, pero nadie resultó herido.
Cuando se irguieron, la expresión de Dobberke había cambiado. La cólera había dado paso a una especie de resignación asqueada. A Carla se le aceleró el pulso. ¿Se había rendido?
El sargento Ehrenstein llegó corriendo.
—Ningún herido, señor —informó.
—Muy bien, sargento.
Ehrenstein estaba a punto de marcharse cuando Dobberke lo llamó.
—Este campo queda clausurado desde este mismo momento —le dijo.
Carla contuvo el aliento.
—¿Clausurado, señor? —preguntó el sargento con un tono que mezclaba agresividad y sorpresa.
—Nuevas órdenes. Dígales a los hombres que se marchen. —Dobberke vaciló—. Dígales que se presenten en el búnker de la estación de Friedrichstrasse.
Carla sabía que Dobberke estaba improvisando, y Ehrenstein también parecía sospecharlo.
—¿Cuándo, señor?
—Inmediatamente.
—Inmediatamente. —Ehrenstein hizo una pausa, como si la palabra «inmediatamente» requiriese más explicaciones.
Dobberke lo despachó con la mirada.
—Muy bien, señor —dijo el sargento—. Informaré a los hombres. —Y se alejó.
Carla sintió un arrebato de triunfalismo, pero se recordó que aún no era libre.
—Muéstreme esa declaración —le pidió Dobberke a Hilde.
Hilde abrió la carpeta. Había una docena de documentos, todos con el mismo encabezamiento, y el resto del espacio repleto de firmas. Se los tendió.
Dobberke los dobló y se los guardó en el bolsillo.
Hilde le plantó delante las órdenes de liberación.
—Firme esto, por favor.
—No necesitarán órdenes de liberación —repuso Dobberke—. No tengo tiempo para firmar centenares de hojas. —Se quedó inmóvil.
—La policía está en las calles —dijo Carla—. Están colgando a gente de las farolas. Necesitamos documentación.
Dobberke se dio unas palmadas en el bolsillo.
—A mí sí que me colgarán si me encuentran con esta declaración. —Se encaminó hacia la puerta.
—¡Llévame contigo, Walter! —gritó Gisela.
Dobberke se volvió hacia ella.
—¿Que te lleve conmigo? —repitió—. ¿Qué diría mi esposa? —Salió y dio un portazo a su paso.
Gisela rompió a llorar.
Carla se dirigió a la puerta, la abrió y vio a Dobberke alejarse a grandes zancadas. No había más hombres de la Gestapo a la vista; ya habían obedecido las órdenes y abandonado el campo.
El comandante llegó a la calle y echó a correr.
Dejó la cancela abierta.
Hannelore estaba de pie junto a Carla, observando la escena con incredulidad.
—Creo que somos libres —dijo Carla.
—Debemos decírselo a los demás.
—Yo lo haré —se ofreció Hilde, y bajó las escaleras del sótano.
Carla y Hannelore caminaron temerosas por el sendero que comunicaba la entrada del laboratorio con la cancela abierta. Allí dudaron y se miraron.
—Nos da miedo la libertad —dijo Hannelore.
—¡Carla, no te vayas sin mí! —exclamó una voz infantil detrás de ellas. Era Rebecca, que corría por el sendero; sus pechos oscilaban bajo la mugrienta blusa.
Carla suspiró. «Acabo de adoptar a una hija —pensó—. No estoy preparada para ser madre, pero ¿qué puedo hacer?»
—Vamos —dijo—, pero prepárate para correr.
Enseguida vio que no tenía que preocuparse por la agilidad de Rebecca, pues la chica sin duda corría más deprisa que Hannelore y ella.
Atravesaron el jardín del hospital hasta la entrada principal. Allí se detuvieron y echaron un vistazo a Iranische Strasse. Parecía tranquila. Cruzaron la calle y corrieron hasta la esquina. Mientras miraba hacia Schul Strasse, Carla oyó una ráfaga de ametralladora y vio que más adelante había un tiroteo. Había soldados alemanes retirándose en su dirección, perseguidos por otros del Ejército Rojo.
Carla miró a su alrededor. No había donde esconderse, salvo detrás de los árboles, que apenas ofrecían protección.
Una bomba cayó y explotó a unos cincuenta metros de ellas. Carla notó la onda expansiva, pero no estaba herida.
Las tres mujeres corrieron de vuelta al recinto del hospital.
Regresaron al edificio del laboratorio. Algunos de los demás prisioneros estaban de ese lado de la cerca de alambre de espino, como si no se atreviesen a salir.
—El sótano apesta, pero ahora mismo es el lugar más seguro —les dijo Carla. Entró en el edificio y bajó las escaleras, y la mayor parte de los demás la siguieron.
Se preguntó cuánto tiempo tendrían que quedarse allí. El ejército alemán tenía que rendirse, pero ¿cuándo lo haría? De algún modo, no conseguía imaginar a Hitler accediendo a rendirse bajo ningún pretexto. Toda la vida de aquel hombre se había basado en gritar con arrogancia que él era el jefe. ¿Cómo iba un hombre así a admitir que se había equivocado y que había sido estúpido y perverso? ¿Que había matado a millones de personas y provocado que su país fuese bombardeado hasta quedar reducido a escombros? ¿Que pasaría a la historia como el hombre más malvado que podría haber existido jamás? No, no podía. Se volvería loco, o moriría de vergüenza, o se llevaría una pistola a la boca y apretaría el gatillo.
Pero ¿cuánto tardaría en ocurrir eso? ¿Un día? ¿Una semana? ¿Más tiempo?
Se oyó un grito procedente de arriba.
—¡Ya están aquí! ¡Los rusos están aquí!
Carla oyó unas pesadas botas bajando las escaleras. ¿Dónde habían conseguido los soviéticos botas de tanta calidad? ¿De los norteamericanos?
Y allí entraron, cuatro, seis, ocho, nueve hombres con la cara sucia armados con ametralladoras con cargador de tambor, preparados para disparar en un abrir y cerrar de ojos. Parecían ocupar mucho espacio. La gente se encogió, retrocediendo de ellos, aunque eran sus libertadores.
Los soldados observaron la sala. Vieron que los demacrados prisioneros, en su mayoría mujeres, no constituían ningún peligro. Bajaron las armas. Algunos se dirigieron a las salas contiguas.
Un soldado alto se arremangó la manga derecha. Llevaba seis o siete relojes de muñeca. Gritó algo en ruso, señalando los relojes con la culata del arma. Carla creyó entenderle, pero le costaba creerlo. El hombre agarró entonces a una anciana, le cogió la mano y señaló su alianza.
—¿Van a robarnos lo poco que no nos han quitado los nazis? —preguntó Hannelore.
Así era. El soldado alto parecía frustrado e intentó arrancarle la alianza a la mujer. Cuando ella comprendió lo que quería, se la quitó y se la dio.
El ruso la cogió, asintió y señaló a todos los demás.
Hannelore avanzó un paso.
—¡Son todos prisioneros! —dijo en alemán—. ¡Judíos y familiares de judíos perseguidos por los nazis!
La entendiera o no, el soldado no le hizo el menor caso y se limitó a señalar insistentemente los relojes que llevaba en la muñeca.
Los pocos que conservaban algún objeto de valor que no les habían robado o no habían cambiado por comida se lo entregaron.
La liberación a manos del Ejército Rojo no iba a ser el acontecimiento feliz que tanta gente había esperado.
Pero lo peor estaba por llegar.
El soldado alto apuntó a Rebecca.
La chica retrocedió e intentó esconderse detrás de Carla.
Un segundo hombre, menudo y de pelo claro, agarró a Rebecca y tiró de ella. La chica soltó un grito, y él sonrió como disfrutando de aquel sonido.
Carla tuvo un horrible presentimiento de lo que iba a suceder.
El hombre bajo sujetó con fuerza a Rebecca mientras el alto le estrujaba rudamente los pechos y decía algo que hizo reír a los dos.
Se oyeron gritos de protesta entre los prisioneros.
El soldado alto alzó el arma. Carla creyó que iba a disparar y sintió terror. Mataría a docenas de personas si apretaba el gatillo de una ametralladora en una sala atestada.
Todos advirtieron el peligro y guardaron silencio.
Los dos soldados retrocedieron hacia la puerta, llevándose a Rebecca consigo. Ella chilló y forcejeó, pero no consiguió zafarse de las manos del soldado menudo.
Cuando llegaron a la puerta, Carla se adelantó.
—¡Esperad! —gritó.
Algo en su voz hizo que se detuviesen.
—Es demasiado joven —dijo Carla—. ¡Solo tiene trece años! —No sabía si la entendían. Ella levantó las dos manos mostrando los diez dedos, y luego una mostrando tres—. ¡Trece!
El soldado alto pareció entenderla y sonrió.
—Frau ist Frau —dijo en alemán. «Una mujer es una mujer.»
—Necesitáis una mujer de verdad —se sorprendió diciendo Carla. Avanzó lentamente—. Llevadme a mí en su lugar. —Intentó sonreír de forma seductora—. No soy una niña. Sé lo que hay que hacer. —Se acercó un poco más, lo bastante para percibir el olor rancio de un hombre que llevaba meses sin lavarse. Intentando ocultar su aversión, bajó la voz y dijo—: Yo sé lo que un hombre quiere. —Se tocó un pecho de forma sugerente—. Olvidaos de la niña.
El soldado alto volvió a mirar a Rebecca. La chica tenía los ojos rojos de llorar y le goteaba la nariz, lo que, afortunadamente, la hacía parecer aún más niña y menos mujer.
El soldado miró a Carla.
—Hay una cama arriba —dijo—. ¿Quieres que te la enseñe?
Tampoco esta vez estaba segura de que hubiese entendido sus palabras, pero lo cogió de la mano, y él la siguió por las escaleras hasta la planta principal.
El rubio soltó a Rebecca y fue tras ellos.
Ahora que se había salido con la suya, Carla lamentó su bravuconada. Quería echar a correr y huir de aquellos dos rusos. Pero probablemente le dispararían y volverían a por Rebecca. Carla pensó en la muchacha destrozada que había perdido a sus padres el día anterior. Sufrir una violación al día siguiente destruiría su alma de por vida. Carla tenía que salvarla.
«No me avergonzaré de esto —pensó—. Lo soportaré. Volveré a ser yo después.»
Los llevó a la sala de electrocardiogramas. Sintió frío, como si se le estuviese helando el corazón, presa del aturdimiento. Junto a la cama había una lata de grasa que los médicos utilizaban para mejorar la conductividad de los terminales. Se quitó la ropa interior, cogió un puñado de grasa y se la introdujo en la vagina. Eso podría evitar que sangrara.
Tenía que seguir fingiendo. Se volvió hacia los dos soldados. Para su horror, otros tres los habían seguido hasta la sala. Intentó sonreír, pero no pudo.
El alto se arrodilló entre las piernas de Carla. Le rasgó la blusa del uniforme para dejar sus pechos a la vista. Carla vio que se tocaba para provocarse una erección. El soldado se tumbó sobre ella y la penetró. Carla se dijo que aquello no tenía ninguna relación con lo que Werner y ella habían hecho juntos.
Ladeó la cabeza, pero el soldado la agarró por la barbilla y le giró la cara, obligándola a mirarle mientras la penetraba. Carla cerró los ojos. Notó cómo él la besaba, intentando introducirle la lengua en la boca. El aliento le olía a carne podrida. Al ver que ella se negaba a abrir la boca, el soldado le asestó un puñetazo. Carla gritó y separó los labios para él. Intentó pensar que aquello habría sido mucho peor para una virgen de trece años.
El soldado gimió y eyaculó dentro de ella. Carla se esforzó por que su cara no reflejase el asco que sentía.
El soldado se apartó y el rubio ocupó su lugar.
Carla intentó bloquear sus pensamientos, desligarse de su cuerpo, convertirlo en una máquina, en un objeto totalmente ajeno a ella. El segundo soldado no quiso besarla, pero le succionó los pechos y le mordió los pezones, y cuando ella gritó de dolor, él pareció complacido y volvió a hacerlo con más fuerza.
Pasó el tiempo, y el hombre eyaculó.
Otro soldado se tumbó sobre ella.
Carla cayó en la cuenta de que cuando aquello acabara no podría bañarse ni ducharse, pues en la ciudad no había agua corriente. Ese pensamiento la hizo desmoronarse. Los fluidos de aquellos hombres quedarían dentro de ella, su olor permanecería en su piel, su saliva en su boca, y ella no tendría modo de lavarse. En cierto modo, eso era peor que todo lo demás. Le flaqueó el coraje y rompió a llorar.
El tercer soldado acabó, y después el cuarto se tumbó sobre ella.