III

A Erik von Ulrich le consumía el deseo de que la guerra terminase.

Con ayuda de su amigo Hermann Braun y del jefe de ambos, el doctor Weiss, Erik organizó un hospital de campaña en una pequeña iglesia protestante; luego se sentaron en la nave sin nada que hacer salvo esperar a que las ambulancias tiradas por caballos llegasen cargadas de hombres con heridas y quemaduras terribles.

El ejército alemán había reforzado las colinas de Seelow, que daban al río Oder en su tramo más próximo a Berlín. El puesto de socorro de Erik se encontraba en un pueblo situado a unos quinientos metros por detrás del frente.

El doctor Weiss, que tenía un amigo en los servicios secretos del ejército, afirmaba que había 110.000 alemanes defendiendo Berlín contra un millón de soviéticos. Con su habitual sarcasmo, dijo: «Pero tenemos la moral alta, y Adolf Hitler es el mayor genio de nuestra historia militar, así que estamos seguros de que ganaremos».

No había esperanza, pero los soldados alemanes seguían combatiendo con fiereza. Erik creía que el motivo eran los rumores que se filtraban sobre las atrocidades del Ejército Rojo: mataban a los prisioneros, saqueaban y destrozaban las casas, violaban a las mujeres y las clavaban a las puertas de los graneros. Los alemanes creían que estaban defendiendo a sus familias de la brutalidad comunista. La propaganda del odio por parte del Kremlin estaba fallando.

Erik anhelaba que llegara ya la derrota. Ansiaba que cesaran las muertes. Solo quería volver a casa.

Su deseo tenía que cumplirse pronto… o moriría.

Las detonaciones de armas soviéticas lo despertaron cuando dormía en un banco de madera a las tres de la madrugada del lunes 16 de abril. No era el primer bombardeo que oía, pero aquel era diez veces más estruendoso que todos los anteriores. Para los hombres que combatían en primera línea debía de ser literalmente ensordecedor.

Los heridos empezaron a llegar al amanecer, y el equipo se puso a trabajar cansinamente, amputando extremidades, recomponiendo huesos fracturados, extrayendo balas, y lavando y vendando heridas. Había escasez de todo, desde medicamentos hasta agua limpia, y administraban morfina solo a los que gritaban agónicamente.

A los hombres que aún podían caminar y tenían un arma los enviaban de vuelta al campo de batalla.

Los defensores alemanes resistían más de lo que el doctor Weiss había esperado. Al final del primer día mantenían su posición, y mientras anochecía la afluencia de heridos fue disminuyendo. La unidad médica pudo dormir un poco esa noche.

A primera hora del día siguiente llevaron al hospital de campaña a Werner Franck, con la muñeca derecha destrozada.

Ahora era capitán. Había estado a cargo de una sección del frente con treinta baterías Flak de 88 mm.

—Solo teníamos ocho proyectiles por arma —dijo mientras los dedos expertos del doctor Weiss recomponían lenta y meticulosamente sus huesos aplastados—. Teníamos orden de disparar siete a los tanques soviéticos y utilizar el octavo para destruir la batería, para que los rojos no pudieran usarla. —Se encontraba de pie junto a una Flak 88 cuando la artillería soviética impactó directamente en ella y la volcó sobre Werner—. Tuve suerte de que solo me atrapara la mano —añadió—. Podría haberme aplastado la cabeza.

»¿Has sabido algo de Carla? —le preguntó a Erik cuando el médico acabó de curarle.

Erik sabía que su hermana y Werner eran ya pareja.

—Hace semanas que no recibo cartas.

—Como yo. He oído cosas espantosas de Berlín. Espero que esté bien.

—Yo también estoy preocupado —dijo Erik.

Sorprendentemente, los alemanes resistieron en las colinas de Seelow un día y una noche más.

El puesto de socorro no recibió aviso de que el frente había caído. Atendían a una nueva remesa de heridos cuando siete u ocho soldados soviéticos entraron en la iglesia, dispararon una ráfaga de ametralladora al techo abovedado y Erik se lanzó al suelo, como hicieron todos los que podían moverse.

Al ver que no había nadie armado, los soviéticos se relajaron. Recorrieron la nave apropiándose de relojes y anillos, y luego se marcharon.

Erik se preguntó qué pasaría a continuación. Era la primera vez que quedaba atrapado tras la línea enemiga. ¿Debían abandonar el hospital de campaña e intentar reunirse con el ejército en retirada? ¿O sus pacientes estarían más seguros allí?

El doctor Weiss fue tajante.

—Seguid todos con vuestro trabajo —dijo.

Pocos minutos después, un soldado soviético entró cargando con un camarada al hombro. Apuntó con su arma a Weiss y pronunció una larga frase en ruso. Estaba aterrado, y su amigo, bañado en sangre.

Weiss reaccionó con serenidad.

—No es necesario que me apuntes. Deja a tu amigo en esta mesa.

El soldado obedeció y el equipo reanudó su trabajo. El soldado siguió apuntando al médico con el fusil.

Aquel mismo día, se llevaron a los heridos alemanes en dirección al este, algunos a pie y los demás en la parte trasera de un camión. Erik vio cómo Werner Franck desaparecía, prisionero de guerra. De niño, a Erik le habían contado a menudo la historia de su tío Robert, a quien los rusos habían apresado durante la Primera Guerra Mundial, y que había vuelto a casa andando desde Siberia, un viaje de unos seis mil quinientos kilómetros. Erik se preguntaba dónde acabaría Werner.

Llegaron más heridos soviéticos, y los alemanes los atendieron como lo habrían hecho con sus hombres.

Por la noche, Erik, antes de dormirse, exhausto, comprendió que ahora él también era un prisionero de guerra.