Volodia Peshkov entró en Alemania en un Studebaker US6, un camión militar de diez ruedas. Fabricado en South Bend, Indiana, había sido transportado en tren hasta Baltimore, después en barco por el Atlántico y el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo Pérsico, y desde Persia de nuevo en tren hasta el centro de Rusia. Volodia sabía que era uno de los doscientos mil camiones Studebaker que el gobierno de Estados Unidos había proporcionado al Ejército Rojo. A los soviéticos les gustaban, eran robustos y seguros. Los hombres decían que las iniciales «USA» pintadas en los laterales correspondían a Ubit Sukina syna Adolf, «Matad al hijo de puta de Adolf».
También les gustaba la comida que los norteamericanos les estaban enviando, especialmente las latas de carne prensada de la marca Spam, de un extraño color rosa pero deliciosamente grasa.
Volodia había sido destinado a Alemania porque los servicios secretos sabían por los espías que en Berlín no era posible conseguir información tan actualizada como la que proporcionaban las entrevistas con prisioneros de guerra. Su fluidez con el alemán lo convertía en un interrogador de primera.
Cuando cruzó la frontera, vio un cartel gubernamental soviético en el que se leía: «Soldado del Ejército Rojo: ahora estás en suelo alemán. ¡Ha llegado la hora de la venganza!». Era uno de los ejemplos más moderados de propaganda que había visto. El Kremlin llevaba cierto tiempo fomentando el odio a los alemanes, creyendo que eso haría luchar con mayor empeño a los soldados. Los comisarios políticos habían calculado —o eso decían— el número de bajas en el campo de batalla, el número de casas incendiadas, el número de civiles asesinados por ser comunistas, eslavos y judíos, en todos los pueblos y ciudades invadidos por el ejército alemán. En el frente, muchos soldados conocían las cifras que afectaban a sus poblaciones de origen y estaban ansiosos por infligir el mismo daño en Alemania.
El Ejército Rojo había alcanzado el río Oder, que serpenteaba por Prusia de norte a sur, el último obstáculo antes de Berlín. Un millón de soldados soviéticos se encontraban ya a menos de ochenta kilómetros de la capital, preparados para atacar. Volodia formaba parte del V Ejército de Choque. Mientras esperaba a que comenzase el combate, hojeaba el periódico militar Estrella Roja.
Lo que leyó lo espeluznó.
La propaganda del horror trascendía a todo lo que había visto hasta entonces. «Si no has matado a al menos un alemán al día, has malgastado ese día —leyó—. Si estás esperando a entrar en combate, mata a un alemán antes de que este comience. Si matas a un alemán, mata a otro; no hay nada que nos divierta más que un montón de cadáveres de alemanes. Mata a los alemanes, esta es la oración de tu anciana madre. Mata a los alemanes, esto es lo que tus hijos te suplican que hagas. Mata a los alemanes, este es el grito de tu tierra soviética. No dudes. No flaquees. Mátalos.»
Era repugnante, pensó Volodia. Pero implicaba algo peor. Quien había redactado aquello frivolizaba sobre el saqueo: «Las mujeres alemanas no son más que abrigos de pieles y cucharas de plata de los perdedores, que ellos habían robado antes». E incluía un chiste sesgado sobre la violación: «Los soldados soviéticos no rechazan los cumplidos de las mujeres alemanas».
Y los soldados no eran precisamente los hombres más civilizados del mundo. El comportamiento de los invasores alemanes en 1941 había encolerizado a los soviéticos. El gobierno estaba espoleando su ira con palabras de venganza. Y ahora el periódico del ejército estaba dejando claro que podían hacer cuanto se les antojara con los derrotados alemanes.
Era la fórmula del Apocalipsis.