VIII

Daisy lloró al enterarse de lo ocurrido. Boy era un sinvergüenza, y la había tratado fatal, pero en otro tiempo lo había amado y él le había enseñado muchas cosas sobre el sexo. La entristecía que lo hubieran matado.

Su hermano, Andy, se había convertido en vizconde y heredero del condado. La esposa de Andy, May, era la vizcondesa. Y Daisy, según las complejas normas de la aristocracia, era la vizcondesa viuda de Aberowen; hasta que se casara con Lloyd. Entonces le retirarían el título y pasaría a ser simplemente la señora Williams.

No obstante, incluso ahora era posible que faltase mucho tiempo para eso. Después del verano, todas las esperanzas de que la guerra tuviera un final rápido se habían desvanecido. El plan trazado por unos cuantos oficiales alemanes de asesinar a Hitler el 20 de julio había fallado. El ejército alemán se había batido en completa retirada en el frente oriental, y los Aliados habían tomado París en agosto, pero Hitler estaba decidido a luchar hasta el final costase lo que costase. Daisy no tenía ni idea de cuándo volvería a ver a Lloyd, y menos aún de cuándo podrían casarse.

Un miércoles de septiembre que se dirigía a Aldgate a pasar la tarde, Eth Leckwith la recibió con júbilo.

—¡Buenas noticias! —exclamó Ethel cuando Daisy entró en la cocina—. ¡Han elegido a Lloyd como posible candidato parlamentario por Hoxton!

La hermana de Lloyd, Millie, estaba presente, y la acompañaban sus hijos, Lennie y Pammie.

—¿No te parece fantástico? —dijo—. Seguro que llegará a ser primer ministro.

—Sí —dijo Daisy, y se dejó caer en una silla.

—Pues no te veo muy alborozada —observó Ethel—. Como diría mi amiga Mildred, parece que te hayan echado un jarro de agua fría. ¿Qué te pasa?

—Es que no le ayudará mucho casarse conmigo. —Se sentía fatal precisamente porque lo amaba muchísimo. ¿Cómo podía permitirse malograr sus planes? Y, por otra parte, ¿cómo podía dejarlo? Solo de pensarlo, se le desgarraba el corazón y el futuro se le antojaba desolador.

—¿Porque eres una heredera? —preguntó Ethel.

—No solo por eso. Antes de morir, Boy me dijo que Lloyd nunca resultaría elegido si se casaba con una ex fascista. —Miró a Ethel. Ella siempre decía la verdad, aunque doliera—. Tenía razón, ¿verdad?

—No del todo —respondió Ethel. Puso la tetera en el fuego y se sentó a la mesa de la cocina frente a Daisy—. No te diré que no influya, pero no creo que debas tomártelo a la tremenda.

«Eres como yo —pensó Daisy—, dices siempre lo que piensas. No me extraña que Lloyd se haya enamorado de mí: ¡soy la estampa de su madre, solo que más joven!»

—El amor lo puede todo, ¿no es así? —terció Millie. Entonces reparó en que Lennie, de cuatro años, estaba atizando a Pammie, de dos, con un soldadito de madera—. ¡No le pegues a tu hermana! —gritó. Se volvió de nuevo hacia Daisy y prosiguió—: Además, mi hermano te adora. No creo que haya amado tanto a nadie en su vida, si te digo la verdad.

—Ya lo sé —dijo Daisy. Tenía ganas de llorar—. Pero está decidido a cambiar el mundo, y no puedo soportar la idea de interponerme en su camino.

Ethel se sentó en el regazo a la criatura de dos años, que había estallado en llanto, y el hermano mayor se calmó de inmediato.

—Te diré lo que tienes que hacer: prepárate para que te acribillen a preguntas, y para enfrentarte a actitudes hostiles, pero no agaches la cabeza y escondas tu pasado —aconsejó a Daisy.

—¿Qué debo decir?

—Di que los fascistas te engañaron, igual que a millones de personas; pero que durante el Blitz te encargaste de conducir una ambulancia y que crees que ya has pagado por lo que fuiste. Prepáralo palabra por palabra con Lloyd. Ten confianza, aprovecha tu encanto irresistible y no te dejes abatir.

—¿Saldrá bien?

Ethel vaciló.

—No lo sé —dijo tras una pausa—. De verdad que no lo sé. Pero tienes que intentarlo.

—Sería horrible que tuviera que abandonar lo que más desea en el mundo por mi culpa. Una cosa así es capaz de arruinar un matrimonio.

Daisy esperaba que Ethel lo desmintiera, pero no lo hizo.

—No lo sé —repitió.