VII

El gran temor de los Aliados al planear la operación era que los alemanes enviasen rápidamente tropas de refuerzo a Normandía y organizasen un poderoso contraataque que obligara a los invasores a volver a embarcarse, en una réplica del desastre de Dunkerque.

Lloyd Williams era uno de los hombres encargados de que tal cosa no ocurriera.

La tarea de ayudar a prisioneros fugitivos a regresar a su país había pasado a un segundo plano tras la invasión, y ahora trabajaba junto con la Resistencia francesa.

A finales de mayo, la BBC empezó a transmitir mensajes encriptados que desencadenaron una campaña de sabotaje en la Francia ocupada por los alemanes. Durante los primeros días de junio, cientos de líneas telefónicas fueron cortadas, sobre todo en puntos difíciles de localizar. Se incendiaban depósitos de combustible, las carreteras quedaban cortadas por árboles caídos y se rajaban neumáticos.

Lloyd estaba ayudando a los ferroviarios, que eran comunistas acérrimos y se hacían llamar Résistance Fer. Llevaban años volviendo locos a los nazis con sus subrepticias acciones subversivas. Era un misterio por qué los trenes de las tropas alemanas se desviaban por vías recónditas y acababan a muchos kilómetros de distancia de su destino. Las máquinas se estropeaban sin motivo aparente y los vagones descarrilaban. La cosa llegó a tal punto que los invasores decidieron reclutar a ferroviarios alemanes para que controlasen el sistema. Pero la situación empeoró. En la primavera de 1944, los ferroviarios empezaron a causar destrozos en la propia red. Volaban las vías e inutilizaban las enormes grúas destinadas a retirar los trenes siniestrados.

Los nazis no se lo tomaron a la ligera. Cientos de ferroviarios fueron ejecutados, y miles, deportados a campos de concentración. Sin embargo, la campaña fue en aumento, y para el Día D el tráfico de trenes en algunas zonas de Francia había quedado interrumpido.

Ahora, una jornada después del Día D, Lloyd se encontraba tendido en la cima de un terraplén, junto a la línea principal de Ruán, la capital de Normandía, en un punto donde la vía penetraba en un túnel. Desde su atalaya, veía los trenes que se aproximaban desde un kilómetro y medio de distancia.

Lloyd estaba acompañado de dos hombres más, que respondían a los sobrenombres de Legionnaire y Cigare. Legionnaire era el jefe de la Resistencia en ese barrio. Cigare era un ferroviario. Lloyd había llevado dinamita. La principal tarea de los británicos en la Resistencia francesa era suministrar armamento.

Los tres hombres quedaban medio ocultos tras unos altos matojos de hierba salpicados de flores silvestres. Era el lugar perfecto para llevar a una chica en un día soleado como ese, pensó Lloyd. A Daisy le encantaría.

Apareció un tren en la distancia. Cigare lo escrutó mientras se acercaba. El hombre tenía unos sesenta años, era bajo y nervudo, y tenía el rostro surcado de arrugas propio de un fumador empedernido. Cuando el tren estaba a medio kilómetro de distancia, sacudió la cabeza con gesto negativo. No era el que estaban esperando. La máquina pasó de largo, expulsando humo, y entró en el túnel. Arrastraba cuatro vagones de pasajeros, todos abarrotados tanto de civiles como de hombres uniformados. Lloyd tenía una presa más importante en perspectiva.

Legionnaire miró el reloj. Tenía la piel morena y llevaba un bigote negro, y Lloyd supuso que debía de haber algún ascendiente norteafricano en su árbol genealógico. Se le veía nervioso. Allí estaban, expuestos a la intemperie y a la luz del día. Cuanto más tiempo transcurriera, mayor riesgo había de que los descubriesen.

—¿Cuánto falta? —preguntó preocupado.

Cigare se encogió de hombros.

—Ya veremos.

—Podéis marcharos si queréis —dijo Lloyd en francés—. Todo está preparado.

Legionnaire no se molestó en responder; no pensaba perderse el momento más emocionante. Por su propio prestigio y autoridad, tenía que poder decir: «Yo estuve allí».

Cigare se puso tenso, escrutando la distancia; toda la piel del contorno de sus ojos se arrugó debido al esfuerzo.

—Ya —dijo en tono críptico. Y se incorporó hasta ponerse de rodillas.

Lloyd apenas podía divisar el tren, y menos aún identificarlo. Por suerte, Cigare estaba alerta. Avanzaba a una velocidad mucho mayor que el anterior, de eso sí que se dio cuenta. Cuando estuvo más cerca, observó que también era más largo: tenía veinticuatro vagones al menos, pensó.

—Es este —dijo Cigare.

A Lloyd se le aceleró el pulso. Si Cigare tenía razón, era un tren de las tropas alemanas que trasladaba a más de mil hombres, entre oficiales y soldados, al campo de batalla de Normandía. Tal vez solo fuera el primero de muchos. El trabajo de Lloyd consistía en asegurarse que ni ese tren ni los siguientes consiguieran cruzar el túnel.

Entonces vio otra cosa. Un avión seguía al tren. Mientras lo observaba, el aparato se alineó con el convoy y empezó a descender.

Era un avión británico.

Lloyd reconoció que se trataba de un Hawker Typhoon, también conocido como «Tiffy», un cazabombardero monoplaza. Los Tiffy solían acometer la peligrosa misión de penetrar en lo más profundo del territorio enemigo para destruir las comunicaciones. Quien lo pilotaba tenía que ser todo un valiente, pensó Lloyd.

Sin embargo, eso interfería con sus planes. No quería que el tren sufriera daños que le impidieran entrar en el túnel.

—Mierda —maldijo.

El Tiffy ametralló los vagones del tren.

—¿A qué viene eso? —preguntó Legionnaire.

—No tengo ni idea —respondió Lloyd en inglés.

Se dio cuenta de que la locomotora arrastraba una mezcla de vagones de pasajeros y furgones destinados a transportar ganado. Claro que era probable que en los furgones también viajasen soldados.

El avión, volando a mayor velocidad, bombardeó los vagones a la vez que adelantaba al tren. Llevaba cuatro cañones con cintas de munición de 20 mm, y provocó un estruendo aterrador que superó el ruido del motor del avión y los enérgicos resoplidos del tren. Lloyd no pudo evitar sentir lástima por los soldados allí atrapados, a quienes resultaba imposible librarse de la letal lluvia de disparos. Se preguntaba por qué el piloto no lanzaba los misiles. Causaban una gran destrucción en trenes y coches, aunque resultaba difícil dispararlos con precisión. Tal vez los hubiera utilizado en un enfrentamiento anterior.

Algunos alemanes intrépidos asomaron la cabeza por la ventanilla y apuntaron al avión con pistolas y fusiles, pero no sirvió de nada.

Sin embargo, Lloyd observó una batería ligera antiaérea emplazada en un vagón de plataforma, justo detrás de la locomotora. Dos artilleros estaban desplegando a toda prisa el cañón de mayor tamaño. Este giró sobre la base y el tubo se elevó hasta apuntar al avión británico.

El piloto no parecía haberse dado cuenta, pues mantuvo la trayectoria mientras sus ráfagas de disparos atravesaban el techo de los vagones que sobrevolaba.

El cañón disparó y falló.

Lloyd se preguntaba si el piloto era alguien conocido. Solo había unos cinco mil en servicio activo en todo el Reino Unido, y muchos habían asistido a las fiestas de Daisy. Pensó en Hubert Saint John, un brillante graduado de Cambridge con quien pocas semanas atrás había estado recordando los tiempos de estudiante; en Dennis Chaucer, oriundo de Trinidad, en las islas Occidentales, que se quejaba de lo insípida que era la comida inglesa, sobre todo las patatas trituradas que servían de guarnición con todos los platos; y también en Brian Mantel, un afable australiano que había cruzado con él los Pirineos en el último viaje. El valeroso piloto del Tiffy bien podía ser alguien a quien Lloyd conocía.

El cañón antiaéreo volvió a disparar, y falló de nuevo.

O bien el piloto no lo había visto, o tenía la impresión de que era inmune a sus disparos, pues no hizo la mínima maniobra evasiva sino que continuó volando peligrosamente bajo mientras sembraba la muerte en el tren militar.

Tan solo faltaban unos segundos para que la locomotora entrase en el túnel cuando el avión fue alcanzado.

El motor estalló en llamas y se formó una nube de humo negro. Demasiado tarde, el piloto cambió el rumbo para alejarse de la trayectoria del tren.

El convoy penetró en el túnel, y los vagones pasaron a toda velocidad frente a Lloyd. Observó que todos estaban atestados de soldados alemanes; en cada uno viajaban decenas de ellos, cientos incluso.

El Tiffy iba directo hacia Lloyd. Por un momento, creyó que se estrellaría en el mismísimo lugar donde él estaba. Ya se encontraba tendido boca abajo en el suelo, pero en un arrebato de idiotez se llevó las manos a la cabeza como si eso pudiera protegerlo.

El Tiffy rugió treinta metros por encima de él.

Entonces Legionnaire apretó el émbolo del detonador.

Dentro del túnel se oyó un estruendo parecido a un trueno cuando las vías volaron por los aires, seguido de la tremenda estridencia del metal retorciéndose cuando el tren se estrelló.

Al principio los vagones repletos de soldados siguieron entrando en el túnel a toda velocidad, pero al cabo de un segundo el movimiento se interrumpió. Los extremos de dos vagones unidos se elevaron formando una V invertida. Lloyd oyó gritar a los hombres que viajaban en ellos. Todos los siguientes vagones descarrilaron y quedaron tumbados como cerillas esparcidas alrededor de la boca del túnel en forma de O. El hierro se deformaba como si fuera papel, y una lluvia de cristales rotos cayó sobre los tres saboteadores que observaban desde lo alto del terraplén. Corrían peligro de morir a causa de la explosión que ellos mismos habían provocado; por eso, sin mediar palabra, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr.

Para cuando se encontraron a una distancia prudencial, todo había terminado. De la boca del túnel salía una gran nube de humo; en el caso improbable de que algún hombre hubiera sobrevivido al impacto, habría muerto carbonizado.

Lloyd había cumplido su misión con éxito. No solo había matado a cientos de soldados enemigos y había inutilizado un tren, sino que también había bloqueado una importante línea ferroviaria. Se tardaban semanas en despejar un túnel tras una colisión. Eso haría que a los alemanes les costase mucho más enviar refuerzos a Normandía.

Estaba horrorizado.

Había presenciado casos de muerte y destrucción en España, pero nada parecido a eso. Y lo había provocado él.

Se oyó otra explosión, y cuando miró en la dirección del sonido, vio que el Tiffy había caído al suelo. La nave ardía, pero el fuselaje no estaba destruido. Cabía la posibilidad de que el piloto siguiera con vida.

Corrió hacia el avión, y Cigare y Legionnaire lo siguieron.

El avión derribado no había quedado del revés. Tenía un ala partida por la mitad. Su único motor desprendía humo. La cúpula de plexiglás había quedado ennegrecida por el hollín y Lloyd no veía al piloto.

Se situó sobre el ala y quitó el seguro de la cúpula. Cigare hizo lo mismo en el otro lado y, juntos, la retiraron deslizándola por el riel.

El piloto estaba inconsciente. Llevaba puestos el casco y las gafas de aviador, y una máscara de oxígeno le cubría la boca y la nariz. Lloyd todavía no sabía si se trataba de algún conocido.

Se preguntó dónde estaba la bombona de oxígeno, y si había explotado ya.

Legionnaire tuvo una idea parecida.

—Tenemos que sacarlo de aquí antes de que el avión estalle.

Lloyd introdujo la mano y le desabrochó el cinturón de seguridad. Luego cogió al piloto por las axilas y tiró de él. El hombre estaba inerte por completo. Lloyd no sabía cómo averiguar qué heridas tenía. Ni siquiera estaba seguro de que siguiera con vida.

Lo sacó a rastras de la carlinga, luego se lo cargó al hombro y se alejó lo suficiente de los restos en llamas. Lo tendió boca arriba en el suelo con toda la delicadeza posible.

Oyó un ruido a medio camino entre un bufido y un golpe. Cuando se volvió, vio que las llamas habían engullido por completo el avión.

Se inclinó sobre el piloto y, con cuidado, le retiró las gafas y la máscara de oxígeno, y el rostro que quedó expuesto le resultó terriblemente familiar.

Era Boy Fitzherbert.

Y respiraba.

Lloyd le limpió la sangre de la boca y la nariz.

Boy abrió los ojos. Al principio no dio muestras de haberlo reconocido, pero al cabo de un minuto se le demudó el rostro.

—Eres tú —dijo.

—Hemos volado el tren —aclaró Lloyd.

Boy parecía incapaz de mover nada a excepción de los ojos y la boca.

—Qué pequeño es el mundo —dijo.

—Sí, ¿verdad?

—¿Quién es? —preguntó Cigare.

Lloyd vaciló.

—Es mi hermano —reveló al fin.

—Santo Dios.

Los ojos de Boy se cerraron.

—Necesitamos un médico —dijo Lloyd a Legionnaire, pero este negó con la cabeza.

—Tenemos que marcharnos de aquí, dentro de pocos minutos los alemanes vendrán a investigar el siniestro.

Lloyd sabía que tenía razón.

—Pues tenemos que llevarlo con nosotros.

Boy abrió los ojos.

—Williams —llamó.

—¿Qué pasa, Boy?

Él pareció esbozar una sonrisa.

—Ahora ya puedes casarte con la bruja —dijo.

Y murió.