Durante los primeros cinco días de junio, el teniente Woody Dewar y su sección de paracaidistas, además de otros mil hombres aproximadamente, permanecieron aislados en un aeródromo del noroeste de Londres. Habían convertido un hangar en un dormitorio gigante con cientos de camas dispuestas formando largas hileras. Veían películas y escuchaban discos de jazz para entretenerse mientras esperaban.
El objetivo era Normandía. Con elaborados planes falsos, los Aliados habían intentado convencer al alto mando alemán de que el punto estratégico se encontraba trescientos kilómetros al nordeste de Calais. Si habían conseguido engañarlos, las fuerzas invasoras encontrarían poca resistencia relativamente, al menos durante las primeras horas.
El primer grupo estaría formado por los paracaidistas, que saltarían en mitad de la noche. El segundo, por el grueso de 130.000 hombres a bordo de 5.000 naves que atracarían en las playas de Normandía al amanecer. Para entonces, los paracaidistas tendrían que haber destruido los puntos fortificados del interior y haberse hecho con el control de las principales conexiones de transporte.
La sección de Woody tenía que tomar un puente que cruzaba el río en la pequeña población de Église-des-Soeurs, a dieciséis kilómetros de la playa. Cuando lo hubieran conseguido, debían controlar el acceso, bloqueando el paso a las unidades de refuerzo alemanas, hasta que llegase el grueso de la tropa. Debían evitar a toda costa que los alemanes volasen el puente.
Mientras esperaban luz verde, Ace Webber había organizado una maratoniana timba de póquer que le había hecho ganar mil dólares y luego volver a perderlos. Cameron el Zurdo no paraba de limpiar y engrasar de forma obsesiva su ligera carabina semiautomática M1, un modelo utilizado por los paracaidistas que tenía la culata plegable. Lonnie Callaghan y Tony Bonanio, que no se caían bien, iban a misa juntos todos los días. Pete Schneider, el Artero, no paraba de afilar el cuchillo de comando que había comprado en Londres, hasta tal punto que podría haberse afeitado con él. Patrick Timothy, que se parecía a Clark Gable e incluso llevaba un bigote similar al suyo, tocaba el ukelele, repitiendo una y otra vez la misma melodía y poniendo a todo el mundo frenético. El sargento Defoe escribía largas cartas a su esposa, luego las hacía pedazos y volvía a empezar. Mack el Seductor y Joe Morgan, el Cigarros, se rapaban mutuamente con la esperanza de que eso facilitase a los médicos la tarea de curarles las heridas de la cabeza.
La mayoría tenían motes. Woody había descubierto que el suyo era «el Escocés».
El Día D se estableció el domingo 4 de junio, pero se retrasó a causa del mal tiempo.
El lunes 5 de junio, a última hora de la tarde, el coronel pronunció un discurso.
—¡Soldados! —gritó—. ¡Esta noche invadiremos Francia!
Todos rugieron en señal de aprobación. Woody pensó que era una ironía; allí estaban cómodos y a salvo, pero no veían la hora de llegar al lugar establecido, saltar de los aviones y aterrizar en brazos de las tropas enemigas que querían acabar con sus vidas.
Les sirvieron una cena especial; podían comer cuanto quisieran: ternera, cerdo, pollo, patatas fritas y helado. Woody no probó nada de eso. Era más consciente que los demás de lo que les esperaba y no quería afrontarlo con el estómago lleno. Pidió un café y un donut. El café era americano, aromático y delicioso, muy distinto del brebaje asqueroso que servían los británicos cuando, en el mejor de los casos, había café.
Se quitó las botas y se tumbó en la cama. Pensó en Bella Hernández, en su sonrisa ladeada y sus suaves pechos.
Cuando se dio cuenta, sonaba una sirena.
Por un momento, Woody creyó estar despertando de una pesadilla en la que entraba en combate y mataba gente. Luego se dio cuenta de que era la realidad.
Todos se pusieron el mono de paracaidista y prepararon el equipo. Llevaban demasiadas cosas. Algunas eran imprescindibles: una carabina con ciento cincuenta cartuchos de 30 mm, granadas antitanque, una pequeña bomba llamada granada Gammon, raciones K, tabletas para purificar el agua y un botiquín de primeros auxilios con morfina. Tendrían que prescindir de lo demás: una herramienta para construir trincheras, utensilios para afeitarse y un manual de conversación en francés. Iban tan cargados que a los hombres menos corpulentos les costaba llegar hasta los aviones alineados en la pista a oscuras.
Los aviones destinados a transportarlos eran los Skytrain C-47. Para su sorpresa y a pesar de la poca luz, Woody vio que los habían pintado con llamativas rayas negras y blancas.
—Es para que no nos derriben los nuestros por un maldito error —dijo el piloto del avión de Woody, un hombre malcarado del Medio Oeste que respondía al nombre de capitán Bonner.
Antes de embarcarse, los hombres debían pesarse. Donegan y Bonanio llevaban sendos bazukas desmontados guardados en unas bolsas que les colgaban de las perneras y que añadían treinta y seis kilos a su peso. Cuando sumaron el total, el capitán Bonner se enfadó.
—¡Me estáis sobrecargando! —gruñó a Woody—. ¡No conseguiré levantar este puto aparato del suelo!
—No es decisión mía, capitán —repuso Woody—. Hable con el coronel.
El sargento Defoe se embarcó el primero y ocupó un asiento en la parte delantera del avión, junto al espacio abierto de la cabina de mando. Sería el último en abandonar el avión. Cualquier hombre que a última hora se arrepintiera de tener que saltar en mitad de la noche recibiría la ayuda de un buen empujón de Defoe.
A Donegan y a Bonanio, con las bolsas de los bazukas y todo lo demás, tuvieron que ayudarles a subir la escalerilla. Woody subió el último, puesto que era el comandante de la sección. Sería el primero en saltar, y también en llegar a tierra.
El interior del avión era un tubo con una fila de sencillos asientos metálicos a cada lado. Los hombres tenían problemas para abrocharse el cinturón de seguridad con todo el equipo, y algunos ni siquiera se molestaron en hacerlo. La portezuela se cerró y los motores se pusieron en funcionamiento con un rugido.
Woody se sentía tan emocionado como asustado. Contra toda lógica, no veía el momento de que empezase la batalla. Para su sorpresa, estaba impaciente por llegar a tierra, enfrentarse al enemigo y disparar las armas. Quería que terminase la espera.
Se preguntó si volvería a ver a Bella Hernández.
Le pareció notar que el avión hacía un gran esfuerzo para avanzar por la pista. A duras penas adquiría velocidad, y daba la impresión de que no dejaría nunca de traquetear en contacto con el suelo. Woody se sorprendió a sí mismo al preguntarse cuántos kilómetros tenía la maldita pista. Por fin despegó el aparato. No tenía la sensación de estar volando, y pensó que debían de estar a poca altura. Miró por la ventanilla. Estaba sentado junto a la séptima y última, al lado de la portezuela, y vio las veladas luces de la base, cada vez más lejos. Se habían elevado.
El cielo estaba turbio, pero las nubes tenían cierta luminosidad, seguramente porque la luna se encontraba por encima. Al final de cada ala, se observaba una lucecita azul, y Woody vio que el avión en el que viajaba ocupaba su lugar entre los demás, formando una V gigantesca.
En la cabina había tanto ruido que los hombres tenían que gritarse al oído, y pronto cesaron las conversaciones. Todos se removían en los rígidos asientos, tratando en vano de ponerse cómodos. Algunos cerraron los ojos, pero Woody dudaba que nadie pudiera dormir.
Volaban bajo, a poco más de mil pies, y de vez en cuando Woody observaba el brillo grisáceo de los ríos y los lagos. En un momento dado, vio un grupo de personas, cientos de cabezas levantadas, mirando los aviones que volaban sobre ellas con un ruido atronador. Sabía que había más de mil aparatos sobrevolando el sur de Inglaterra al mismo tiempo, y reparó en que la vista debía de ser magnífica. Se le ocurrió pensar que lo que toda esa gente estaba observando pasaría a formar parte de la historia, y él estaba contribuyendo a ello.
Al cabo de media hora cruzaron los centros turísticos de la costa y se encontraron sobrevolando el mar. Por un momento, la luna brilló por un resquicio entre el cúmulo de nubes y Woody descubrió los barcos. Apenas podía creer lo que veía. Era toda una ciudad flotante, naves de todos los tamaños formaban hileras zigzagueantes en el mar como las casas aisladas de una urbanización. Se observaban miles de ellas, llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Pero antes de que pudiera avisar a sus compañeros para que contemplasen aquel panorama excepcional, las nubes volvieron a tapar la luna y la visión se desvaneció como un sueño.
Los aviones viraron hacia la derecha formando una amplia curva con la intención de situarse sobre el oeste de la zona de Francia donde debían lanzarse los paracaidistas y luego seguir la línea de la costa hacia el este, guiándose por las características del terreno para asegurarse de que cayeran donde debían.
Las islas Anglonormandas, que aunque eran británicas se encontraban más cerca de Francia, habían sido ocupadas por Alemania al final de la batalla de Francia en 1940. Mientras la flota las sobrevolaba, los cañones antiaéreos alemanes abrieron fuego. A tan poca altura los Skytrain eran muy vulnerables, y Woody se dio cuenta de que podía perder la vida antes incluso de llegar al campo de batalla. No quería morir de forma tan inútil.
El capitán Bonner zigzagueó para evitar que lo alcanzasen los disparos. Woody se alegró de que lo hiciese, pero la maniobra tuvo un efecto indeseado en los hombres. Todos empezaron a marearse, incluido Woody. Patrick Timothy fue el primero que no pudo soportarlo, y vomitó en el suelo. El hedor hizo que los demás se sintieran peor. Pete el Artero fue el siguiente en vomitar, y tras él lo hicieron varios hombres a la vez. Se habían hartado de ternera y helado, y ahora lo estaban arrojando todo. La hediondez era insoportable y el suelo quedó asquerosamente resbaladizo.
La trayectoria se tornó más estable una vez que hubieron dejado atrás las islas. Al cabo de pocos minutos, divisaron la costa francesa. El avión se ladeó y giró a la izquierda. El copiloto se levantó del asiento y habló al oído al sargento Defoe, y este se dio la vuelta y mostró a los hombres las dos manos con los dedos extendidos. Faltaban diez minutos para saltar.
El avión aminoró la velocidad de 250 km/h a los aproximadamente 160 recomendados para saltar en paracaídas.
De repente, se encontraron en medio de un banco de niebla. Era tan denso que ocultaba la luz azul del extremo de las alas. A Woody se le aceleró el corazón. Era una situación muy peligrosa para un grupo de aviones que volaban tan cerca los unos de los otros. Menuda tragedia supondría morir en un accidente aeronáutico, ni siquiera en combate. Sin embargo, Bonner solo podía mantener la trayectoria recta y no perder la esperanza. Cualquier cambio de dirección provocaría una colisión segura.
El avión salió del banco de niebla con tanta rapidez como había entrado en él. A ambos lados, el resto de la flota seguía manteniendo la formación de modo milagroso.
Casi de inmediato estalló el fuego antiaéreo, las mortales explosiones se sucedían en los espacios cerrados. En tales circunstancias, Woody sabía que las órdenes del piloto consistirían en mantener la velocidad y volar directamente hacia el objetivo. Pero Bonner desafió las órdenes y rompió la formación. El zumbido de los aviones aumentó hasta convertirse en un rugido de los motores a toda máquina. La nave empezó a zigzaguear otra vez. El morro del avión descendió para tratar de adquirir mayor velocidad. Woody miró por la ventanilla y vio que muchos otros pilotos estaban actuando con igual indisciplina. No podían controlar el impulso de salvar la vida.
Se encendió la luz roja de la puerta: faltaban cuatro minutos.
Woody estaba seguro de que la tripulación había encendido la luz demasiado pronto, estaban desesperados por librarse de las tropas y correr a salvar el pellejo. Sin embargo, eran ellos quienes disponían de la carta de navegación, así que no servía de nada discutir.
Se puso en pie.
—¡Levantaos y enganchaos! —gritó.
La mayoría de los hombres no podían oírlo pero sabían lo que estaba diciendo. Todos se pusieron en pie y engancharon el cabo fijo al cable situado sobre sus cabezas, para que no pudieran caer de modo accidental. La portezuela se abrió y un viento aullador penetró por ella. El avión se desplazaba a demasiada velocidad. Un salto en esas condiciones resultaba desagradable, pero ese no era el principal problema. Aterrizarían en puntos muy separados, y Woody tardaría mucho más tiempo en reunir a sus hombres. Alcanzarían el objetivo más tarde de lo previsto y empezarían la misión con retraso. Maldijo a Bonner.
El piloto continuó ladeándose hacia un lado y hacia el otro, esquivando el fuego antiaéreo. A los hombres les costaba mantener los pies en el suelo resbaladizo por los vómitos.
Woody se asomó a la portezuela. Bonner había empezado a descender mientras trataba de aumentar la velocidad y ahora el avión volaba a unos quinientos pies; demasiado bajo. Tal vez no tuvieran tiempo de abrir el paracaídas del todo antes de llegar al suelo. Vaciló, luego hizo una seña al sargento para que se acercase.
Defoe se plantó a su lado y miró abajo, luego sacudió la cabeza.
—Si saltamos desde esta altura, la mitad de los hombres se romperán los tobillos —gritó con la boca pegada al oído de Woody—. Y los de los bazukas se matarán.
Woody tomó una decisión.
—Asegúrese de que no salte nadie —gritó a Defoe.
Entonces se desenganchó del cable y, abriéndose paso entre las dos hileras de hombres, avanzó hasta la cabina de mandos. La ocupaban tres tripulantes.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó a voz en cuello.
—¡Vuelva atrás y salte! —gritó Bonner a su vez.
—¡Nadie va a saltar desde esta altura! —Woody se inclinó y señaló el altímetro, que indicaba cuatrocientos ochenta pies—. ¡Es un suicidio!
—Salga de la cabina de mandos, teniente. Es una orden.
Woody debía obedecer a su superior, pero decidió dejar clara su postura.
—No, a menos que ganemos altitud.
—¡Dejaremos atrás el objetivo si no saltan ahora mismo!
Woody perdió la paciencia.
—¡Pues salta tú, cabrón! ¡Salta tú!
Bonner parecía furioso, pero Woody no se movió. Sabía que el piloto no estaría dispuesto a regresar con todos a bordo del avión porque tendría que afrontar una investigación para averiguar qué había salido mal, y Bonner ya había desobedecido demasiadas órdenes esa noche. Entre reniegos, tiró de la palanca de maniobra. El morro del avión volvió a elevarse de inmediato, y el aparato ganó altura y perdió velocidad.
—¿Satisfecho? —gruñó Bonner.
—No, joder. —Woody no pensaba volver atrás y dar tiempo a que Bonner cambiase la trayectoria—. Saltamos a mil pies.
Bonner aumentó la velocidad al máximo. Woody no apartaba los ojos del altímetro.
Cuando llegó a mil pies, se dirigió a la parte trasera del avión. Se abrió paso entre los hombres, llegó a la portezuela, se asomó, hizo el consabido gesto de aprobación levantando los pulgares y saltó.
El paracaídas se abrió de inmediato. Descendió con rapidez mientras la vela se desplegaba, hasta que esta frenó su caída. Al cabo de unos segundos se encontró en el agua. Durante una fracción de segundo, lo invadió el pánico; temía que el cobarde de Bonner los hubiera hecho lanzarse al mar. Entonces sus pies toparon con algo sólido, por lo menos mullido, y comprendió que había caído en un terreno inundado.
La seda del paracaídas lo envolvió. Luchó por librarse de sus pliegues y se desabrochó el arnés.
Se encontraba de pie en medio metro de agua y miró alrededor. O bien estaba en un terreno pantanoso o, lo más probable, en un campo inundado por los alemanes para impedir la invasión por parte de las fuerzas enemigas. No vio a nadie, ni amigo ni enemigo, ni tampoco ningún animal; claro que había muy poca luz.
Miró el reloj; eran las cuatro menos veinte de la madrugada; luego observó la brújula para orientarse.
A continuación, extrajo la carabina M1 del estuche y desplegó la culata. Colocó un cartucho de quince proyectiles en la ranura y desplazó la palanca para introducir uno en la recámara. Por fin, hizo rotar el dispositivo de seguridad hasta retirarlo.
Rebuscó en el bolsillo y sacó un pequeño objeto metálico con aspecto de juguete infantil. Al presionarlo, emitió un ruidito seco inconfundible. Lo habían repartido a todos los hombres para que pudieran reconocerse en la oscuridad sin arriesgarse a revelar contraseñas británicas.
Cuando estuvo preparado, volvió a mirar alrededor.
Probó a presionar el objeto dos veces. Al cabo de un momento, oyó un ruidito idéntico justo enfrente.
Avanzó chapoteando en el agua. Olía a vómito.
—¿Quién hay ahí? —preguntó en voz baja.
—Patrick Timothy.
—Soy el teniente Dewar. Sígueme.
Timothy había sido el segundo en saltar, así que Woody supuso que si seguían en esa misma dirección tenían muchas oportunidades de encontrar a los demás.
Tras caminar cincuenta metros toparon con Mack y con Joe el Cigarros, que ya se habían reunido.
Salieron del agua y se encontraron en una carretera estrecha, donde vieron a las primeras víctimas. Lonnie y Tony, que llevaban los bazukas en las bolsas de las perneras, habían aterrizado con demasiada fuerza.
—Creo que Lonnie está muerto —observó Tony.
Woody lo comprobó: tenía razón. Lonnie no respiraba. Al parecer, se había roto el cuello. Tony no podía moverse, y Woody pensó que debía de haberse roto una pierna. Le administró una dosis de morfina y lo arrastró desde la carretera hasta un prado cercano. Tony tendría que esperar allí a los médicos.
Woody ordenó a Mack y a Joe el Cigarros que ocultasen el cuerpo de Lonnie para que no guiara a los alemanes hasta Tony.
Trató de examinar el terreno que los rodeaba, esforzándose por reconocer algo que se correspondiera con el mapa. La tarea se le antojó imposible, y más en la oscuridad. ¿Cómo iba a guiar a esos hombres hasta el objetivo si no sabía dónde estaba? Lo único de lo que estaba bastante seguro era que no habían aterrizado donde debían.
Oyó un ruido extraño y, al cabo de un momento, vio una luz.
Hizo señas a los otros para que se agachasen.
Se suponía que los paracaidistas no utilizaban linternas, y la población francesa estaba bajo toque de queda, así que probablemente quien se acercaba era un soldado alemán.
La tenue luz permitió a Woody distinguir una bicicleta.
Se puso en pie y lo apuntó con la carabina. Primero pensó en disparar de inmediato, pero no se sentía con ánimos de hacerlo.
—Halt! Arretez! —gritó en cambio.
El ciclista se detuvo.
—Hola, teniente —saludó, y Woody reconoció de inmediato la voz de Ace Webber.
Woody bajó el arma.
—¿De dónde has sacado la bicicleta? —preguntó sin dar crédito.
—Estaba en la puerta de una granja —respondió Ace, lacónico.
Woody guió al grupo por donde había venido Ace, suponiendo que era más probable que los demás se encontrasen en esa dirección que en ninguna otra. Mientras, iba examinando el terreno con impaciencia para encontrar características que lo situasen en el mapa, pero estaba demasiado oscuro. Se sintió un inútil y un estúpido. Allí el oficial era él, y tenía que saber resolver problemas de ese tipo.
Encontró a más hombres de su sección en la carretera. Luego llegaron a un molino. Woody decidió que no podía seguir sin saber por dónde iba, así que fue directo al molino y llamó a la puerta.
Se abrió una ventana de la planta superior.
—¿Quién es? —preguntó un hombre en francés.
—Somos norteamericanos —respondió Woody—. Vive la France!
—¿Qué quieren?
—Liberarlos —dijo Woody con su francés de colegial—. Pero antes necesito que me ayude a situarme en el mapa.
El molinero se echó a reír.
—Ya bajo —dijo.
Al cabo de un minuto, Woody estaba en la cocina, extendiendo el sedoso mapa sobre la mesa, bajo una potente luz. El molinero le mostró dónde se encontraba. No estaban tan mal situados como Woody se temía. A pesar del pánico del capitán Bonner, solo habían aterrizado a seis kilómetros y medio de Église-des-Soeurs. El molinero trazó la mejor ruta en el mapa.
Una muchacha de unos trece años apareció ataviada con un camisón.
—Mamá dice que son americanos —dijo a Woody.
—Es cierto, mademoiselle —respondió él.
—¿Conocen a Gladys Angelus?
Woody se echó a reír.
—Pues una vez coincidí con ella en casa del padre de un amigo.
—¿Y de verdad es tan, tan guapa?
—Incluso más que en las películas.
—¡Lo sabía!
El molinero le ofreció vino.
—No, gracias —dijo Woody—. Tal vez cuando ganemos.
El molinero lo besó en ambas mejillas.
Woody salió y guió a su sección lejos de allí, en dirección a Églisedes-Soeurs. Había conseguido reunir a nueve de sus dieciocho hombres, incluido él. Habían sufrido dos bajas, Lonnie había muerto y Tony estaba herido, y siete hombres más seguían sin aparecer. Tenía órdenes de no perder demasiado tiempo tratando de encontrar a todo el mundo. Cuando tuviera suficientes hombres para afrontar la misión, tenía que dirigirse al objetivo.
Uno de los siete que faltaba apareció al cabo de un instante. Pete el Artero emergió de una zanja y se unió al grupo.
—Hola, pandilla —saludó con desenfado, como si encontrarse allí fuera lo más normal del mundo.
—¿Qué hacías metido ahí? —preguntó Woody.
—Pensaba que erais alemanes —respondió Pete—. Estaba escondido.
Woody había observado el pálido brillo de la seda del paracaídas en la zanja. Pete debía de haber permanecido allí escondido desde que aterrizaron. Era obvio que estaba muerto de miedo y se había hecho un ovillo. No obstante, Woody prefirió fingir que le creía.
A quien más deseaba encontrar era al sargento Defoe. Era un militar avezado, y Woody pensaba dejarse guiar por su experiencia. Sin embargo, no lo veía por ninguna parte.
Estaban cerca de un cruce cuando oyeron ruidos. Woody reconoció el sonido de un motor al ralentí y distinguió dos o tres voces. Ordenó a todo el mundo que se agachara, y la sección avanzó de ese modo.
Más adelante, vio que un motociclista se había detenido a hablar con dos peatones. Los tres iban uniformados, y hablaban alemán. En el cruce había un edificio, tal vez se tratase de una pequeña taberna o una panadería.
Al cabo de cinco minutos, perdió la paciencia y se dio media vuelta.
—¡Patrick Timothy! —susurró.
—¡Pat el Potas! El Escocés te llama.
Timothy avanzó a gatas. Seguía oliendo a vómito, y por eso le habían puesto ese mote. Woody había visto a Timothy jugar al béisbol, y sabía que era capaz de lanzar un objeto con fuerza y precisión.
—Arroja una granada contra esa moto —ordenó Woody.
Timothy sacó una granada de su mochila, tiró de la anilla y la lanzó por los aires.
Se oyó un ruido metálico.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los hombres en alemán. Entonces la granada estalló.
Se oyeron dos explosiones. La primera derribó a los tres alemanes. La segunda procedía del depósito de la motocicleta, y provocó una llamarada que engulló a los tres hombres y dejó un hedor de carne carbonizada.
—¡No os mováis! —gritó Woody a su sección. Observó el edificio. ¿Habría alguien dentro? Durante los siguientes minutos, nadie abrió la puerta ni ninguna ventana. O el lugar estaba desierto o los ocupantes se habían escondido debajo de la cama.
Woody se puso en pie e hizo señas a sus hombres para que lo siguieran. Se le hizo raro pasar por encima de los horrendos cadáveres de los tres alemanes. Él había ordenado su muerte, la muerte de hombres que tenían padre y madre, esposa o novia, incluso tal vez tuvieran hijos. Ahora esos hombres habían quedado reducidos a un espeluznante amasijo de sangre y carne carbonizada. Woody debería haber experimentado una sensación triunfal, era su primer enfrentamiento con el enemigo y lo había derrotado. Sin embargo, solo sentía alguna que otra náusea.
Tras superar el cruce, empezó a andar a paso ligero y ordenó que nadie hablase ni fumase. Para conservar las energías, se comió una barrita de chocolate de la ración D que más bien parecía masilla con azúcar.
Al cabo de media hora oyó un coche y ordenó que todo el mundo se escondiera en los campos. El vehículo avanzaba deprisa con los faros encendidos. Probablemente era alemán, pero los Aliados enviaban jeeps en planeadores, además de cañones antitanque y otras armas de artillería, así que también era posible que se tratara de un vehículo amigo. Se escondió detrás de un seto y esperó a que hubiera pasado.
Circulaba demasiado rápido para identificarlo. Se preguntó si debía haber ordenado a su sección que le disparase. No, decidió; pensándolo bien, era mejor concentrarse en su misión.
Pasaron por tres aldeas que Woody logró identificar en el mapa. De vez en cuando se oía ladrar a algún perro, pero nadie salió a averiguar qué ocurría. Sin duda, los franceses habían aprendido que, bajo la ocupación enemiga, era mejor encargarse de sus propios asuntos. Resultaba inquietante tener que avanzar con cautela por carreteras extrañas sumidos en la oscuridad y armados hasta los dientes, y pasar frente a casas silenciosas cuyos ocupantes dormían ajenos a las armas mortales que acechaban frente a las ventanas.
Por fin llegaron a las inmediaciones de Église-des-Soeurs. Woody ordenó un breve descanso. Entraron en una pequeña arboleda y se sentaron en el suelo. Bebieron de las cantimploras y comieron de las raciones. Woody no permitió que nadie fumase todavía: un cigarrillo encendido resultaba visible desde distancias sorprendentes.
Era de suponer que la carretera que seguían daba directamente al puente. No disponía de mucha información sobre hasta qué punto estaba custodiado. Puesto que los Aliados habían descubierto que era importante, era lógico pensar que los alemanes también lo creían, y por tanto era probable que hubieran tomado medidas de seguridad; pero estas podían consistir en cualquier cosa, desde un hombre con un fusil hasta una sección completa. No podía planear el asalto hasta que viera el objetivo.
Al cabo de diez minutos ordenó avanzar. Ahora no le hacía falta insistir para que los hombres guardasen silencio, pues advertían el peligro. Recorrieron la calle con cautela, pasaron frente a casas, iglesias y tiendas, pegados a los muros, aguzando la vista en la oscuridad de la noche, sobresaltándose ante el mínimo sonido. Un acceso de tos ruidoso y repentino estuvo a punto de provocar que Woody disparase la carabina.
Église-des-Soeurs era más un pueblo grande que una pequeña aldea, y Woody divisó el brillo plateado del río antes de lo esperado. Alzó la mano para que todo el mundo se detuviera. La calle principal descendía con una ligera pendiente y desembocaba en el río, formando un estrecho ángulo con este, de modo que le proporcionaba una buena visibilidad. La corriente de agua tenía unos treinta metros de ancho y el puente consistía en una única arcada. Debía de tratarse de una construcción antigua, imaginó Woody, porque era tan estrecho que no podían pasar dos coches a la vez.
Lo malo era que en cada extremo habían levantado un fortín: dos cúpulas gemelas de hormigón con sendas ranuras horizontales para disparar a través de ellas. Dos centinelas montaban guardia entre ambas, uno en cada extremo. El más cercano estaba hablando a través de la ranura; probablemente charlaba con quien estuviera dentro. Luego los dos se reunieron en medio del puente y observaron por encima del pretil las negras aguas que fluían. No parecían muy tensos, por lo que Woody dedujo que no debían de haberse enterado de que había empezado la invasión. Por otra parte, tampoco se les veía ociosos, sino bien despiertos, moviéndose de un lado a otro y observando con cierta actitud vigilante.
Woody no podía adivinar cuántos hombres había dentro de los fortines ni hasta qué punto iban armados. ¿Habría ametralladoras acechando tras las ranuras o solo fusiles? La diferencia era abismal.
Le habría gustado contar con más experiencia bélica. ¿Cómo debía hacer frente a la situación? Imaginó que debía de haber miles de hombres como él, oficiales recién graduados que tenían que resolver los problemas a medida que se presentaban. Ojalá el sargento Defoe estuviese allí.
La forma más fácil de neutralizar un fortín consistía en acercarse con sigilo y lanzar una granada por la ranura. Era probable que un hombre veloz consiguiera arrastrarse hasta el primero sin ser visto. Lo malo era que Woody tenía que inutilizar las dos construcciones a la vez; si no, el ataque a la primera alertaría a los ocupantes de la segunda.
¿Cómo podía arreglárselas para llegar hasta el segundo fortín sin que los centinelas lo vieran?
Notó que sus hombres se inquietaban. No debía de gustarles percibir que su teniente no sabía cómo actuar.
—Pete el Artero —llamó—. Tú te acercarás al primer fortín y arrojarás una granada por la ranura.
—Sí, señor —respondió Pete, aunque se le veía aterrado.
Luego Woody nombró a los dos mejores tiradores de la sección.
—Joe el Cigarros y Mack —llamó—. Elegid un centinela cada uno. En cuanto Pete haya lanzado la granada, cargáoslos.
Los dos hombres asintieron y levantaron las armas.
En ausencia de Defoe, decidió nombrar a Ace Webber el segundo de mando. Eligió a cuatro hombres más.
—Seguid a Ace —ordenó—. En cuanto empiece el tiroteo, cruzad el puente a toda prisa y asaltad el otro fortín. Si sois lo bastante rápidos, aún los pillaréis desprevenidos.
—Sí, señor —respondió Ace—. Esos cabrones no sabrán ni quién los ha atacado.
Woody dedujo que la agresividad le servía para ocultar el miedo.
—Todos los que no vais con Ace, seguidme hasta el primer fortín.
A Woody no acababa de parecerle bien haber asignado a Ace y a los hombres que iban con él la tarea más arriesgada mientras él se reservaba la menos peligrosa; pero le habían repetido mil veces que un oficial no debía exponer la vida de forma innecesaria, pues entonces no habría nadie que diera órdenes a sus hombres.
Se dirigieron hacia el puente, con Pete a la cabeza. Era un momento peligroso. Diez hombres que avanzaban juntos por la calle no podían pasar desapercibidos mucho tiempo, ni siquiera de noche. Cualquiera que tuviera la atención puesta en su trayectoria percibiría el movimiento.
Si saltaba la alarma de forma prematura, Pete el Artero no conseguiría llegar al fortín, y entonces la sección perdería la ventaja del efecto sorpresa.
El camino era largo.
Pete llegó a una esquina y se detuvo. Woody supuso que estaba esperando a que el centinela más cercano abandonase su puesto junto al fortín y se dirigiera al centro del puente.
Los dos francotiradores encontraron un lugar donde ponerse a cubierto.
Woody se arrodilló sobre una pierna e indicó a los demás que hiciesen lo propio. Todos observaron al centinela.
El hombre dio una larga calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo, pisoteó la punta para apagarlo y exhaló el humo formando una gran voluta. Luego se puso derecho, se colocó bien sobre el hombro la bandolera del fusil y empezó a caminar.
El centinela del extremo opuesto hizo lo mismo.
Pete recorrió el siguiente bloque de casas y llegó al final de la calle. Entonces se puso a cuatro patas y cruzó la calzada con rapidez. Cuando llegó junto al fortín, se levantó.
Nadie lo había descubierto. Los dos centinelas seguían caminando hacia el centro del puente.
Pete buscó una granada y tiró de la anilla. Esperó unos segundos; Woody imaginó que lo hacía para evitar que los hombres de dentro del fortín tuvieran tiempo de arrojar fuera la granada.
Luego rodeó con el brazo la construcción semiesférica y, con cuidado, soltó la granada dentro.
Se oyeron rugir las carabinas de Joe y Mack. El centinela más cercano cayó, pero el otro resultó ileso. El hombre fue muy valiente y, en lugar de darse media vuelta y echar a correr, se arrodilló sobre una pierna y descolgó el fusil. Con todo, fue demasiado lento: las carabinas volvieron a disparar de forma casi simultánea y el centinela cayó sin haber llegado a disparar.
Entonces se oyó el ruido amortiguado de la granada de Pete al explotar dentro del fortín más cercano.
Woody ya había echado a correr a toda velocidad, y los hombres lo seguían de cerca. En cuestión de segundos, llegaron al puente.
El fortín tenía una portezuela baja de madera. Woody la abrió de golpe y entró. En el suelo había tres alemanes uniformados; estaban muertos.
Se dirigió a una de las ranuras y miró por ella. Ace y los cuatro hombres que lo acompañaban estaban cruzando a toda prisa el pequeño puente y, mientras, disparaban sus armas contra el otro fortín. La longitud del puente era solo de unos trescientos metros, pero les sobraba la mitad. Cuando alcanzaron el centro, una ametralladora abrió fuego. Los norteamericanos quedaron atrapados en un estrecho paso sin ninguna posibilidad de ponerse a cubierto. La ametralladora disparaba como loca y, en cuestión de segundos, cayeron los cinco. El arma siguió acribillándolos durante varios segundos más, para asegurarse de que estuvieran muertos y, de paso, de que también lo estuvieran los dos centinelas alemanes.
Cuando el fuego cesó, no se movía nadie.
Todo quedó en silencio.
—Dios Todopoderoso —exclamó Cameron el Zurdo, situado junto a Woody.
Woody estuvo a punto de echarse a llorar. Acababa de provocar la muerte de diez hombres, cinco norteamericanos y cinco alemanes, y aún no había conseguido cumplir su objetivo. El enemigo seguía ocupando el extremo opuesto del puente y podía impedir que las fuerzas aliadas lo cruzasen.
Le quedaban cuatro hombres. Si volvían a intentarlo y cruzaban juntos el puente, los matarían a todos. Tenía que pensar en otra cosa.
Examinó el terreno. ¿Qué podía hacer? Ojalá tuviera un tanque.
Debía darse prisa, era posible que hubiese tropas enemigas en otros puntos de la población, y los disparos las habrían alertado. Pronto las tendrían encima. Podía ocuparse de eso si tomaba los dos fortines; si no, se encontraría en apuros.
Si sus hombres no podían cruzar el puente, pensó con desesperación, tal vez pudieran cruzar el río a nado. Decidió echar una rápida mirada a la orilla.
—Mack y Joe el Cigarros —dijo—, disparad al otro fortín. Intentad acertar en la ranura. Eso los mantendrá ocupados mientras yo doy un vistazo por aquí.
Las carabinas abrieron fuego, y Woody aprovechó el momento para salir por la puerta.
Pudo ponerse a cubierto detrás del fortín mientras se asomaba por encima del pretil para examinar la orilla del río. Luego tuvo que cruzar a hurtadillas la calzada para observarla por el otro lado. No obstante, nadie disparó desde la posición enemiga.
El río no tenía ningún muro de contención. En vez de eso, una pendiente de tierra se introducía en el agua. Daba la impresión de que en la orilla opuesta sucedía lo mismo, pensó; claro que la luz era insuficiente para estar seguro. Un buen nadador sería capaz de llegar hasta allí, y si nadaba por debajo del arco del puente no sería fácil descubrirlo desde la posición enemiga. Así, podrían repetir la acción de Pete el Artero y meter otra granada en el fortín opuesto.
Examinando la estructura del puente, se le ocurrió una idea mejor. Por debajo del pretil había una cornisa de piedra de unos treinta centímetros de anchura. Cualquiera con un poco de aplomo podría deslizarse a gatas por ella sin ser visto.
Regresó al fortín ocupado por sus hombres. El más menudo era Cameron el Zurdo, y también era valiente, no se arredraba así como así.
—Zurdo —dijo Woody—. Hay una cornisa oculta en la parte de fuera del puente, por debajo de la barandilla. Seguramente la utilizan para hacer trabajos de reparación. Quiero que la cruces a gatas y lances una granada dentro del otro fortín.
—Eso está hecho —dijo el Zurdo.
La respuesta era un poco atrevida después de presenciar la muerte de cinco compañeros.
Woody se volvió hacia Mack y Joe el Cigarros.
—Cubridlo —ordenó. Los hombres empezaron a disparar.
—¿Y si me caigo? —preguntó el Zurdo.
—Solo está a cinco o seis metros del agua como máximo —respondió Woody—. No te pasará nada.
—Vale —dijo el Zurdo, que se dirigió a la puerta—. Pero no sé nadar —aclaró. Y se fue.
Woody lo vio cruzar corriendo la calzada. Cameron el Zurdo se asomó por encima del pretil, luego se sentó a horcajadas sobre él y se des lizó por la parte exterior hasta desaparecer de la vista.
—Muy bien —dijo Woody a los demás—. Seguid disparando. Va hacia allí.
Todos miraron por la ranura. Fuera, no se movía nada. Woody notó que se estaba haciendo de día: la visión del pueblo era cada vez más nítida. Sin embargo, no apareció ni uno solo de los habitantes; eran demasiado listos para eso. Tal vez las tropas alemanas se estuvieran movilizando en alguna calle cercana, pero no oía nada. Entonces reparó en que estaba prestando atención a si oía algún ruido del agua, temeroso de que el Zurdo se hubiera caído al río.
Un perro cruzó trotando el puente. Era un chucho corriente, de tamaño mediano, con la cola muy tiesa. Olisqueó los cadáveres con curiosidad y luego siguió su camino con paso airoso, como si tuviera cosas más importantes que hacer. Woody lo observó pasar junto al fortín y adentrarse en el barrio del otro lado del río.
El hecho de que hubiera amanecido significaba que el grueso de la tropa estaría desembarcando en la playa. Se decía que era el ataque anfibio más importante de la historia. Woody se preguntó a qué clase de resistencia tendrían que hacer frente. No había nadie más vulnerable que un soldado de infantería cargado con todo el equipo teniendo que cruzar una marisma, pues la playa ofrecía un terreno llano y despejado para que los artilleros ocultos tras las dunas pudieran dispararle. Se sintió muy agradecido por encontrarse dentro del fortín de hormigón.
El Zurdo tardaba mucho. ¿Se habría caído al agua sin hacer ruido? ¿Era posible que alguna otra cosa hubiera salido mal?
Entonces lo vio. Su delgada silueta color caqui se deslizó boca abajo por encima del pretil en el extremo opuesto del puente. Woody contuvo la respiración. El Zurdo se puso a gatas, avanzó hasta el fortín y se levantó pegando la espalda a la curvada pared. Con la mano izquierda sacó una granada. Tiró de la anilla, esperó unos segundos y se estiró para colarla por la ranura.
Woody oyó el estruendo de la explosión y observó un fogonazo refulgente por las ranuras. El Zurdo levantó los brazos por encima de la cabeza como un campeón.
—¡Vuelve a ponerte a cubierto, imbécil! —gritó Woody, aunque el Zurdo no podía oírlo. Podía haber un soldado alemán oculto en algún edificio cercano, deseoso de vengar la muerte de sus amigos.
Sin embargo, no sonó ningún disparo. Tras su breve danza de la victoria, el Zurdo entró en el fortín, y Woody se quedó más tranquilo.
Con todo, aún no estaban a salvo del todo. En esas circunstancias, un repentino ataque por parte de unas decenas de alemanes podía hacer que volvieran a ocupar el puente. Y, entonces, todo habría sido en vano.
Se esforzó por aguardar un minuto más para ver si las tropas enemigas se dejaban ver. No observó ningún movimiento. Empezaba a darle la impresión de que en Église-des-Soeurs no había un solo alemán, aparte de los que guardaban el puente. Era posible que los relevasen cada doce horas desde unos barracones situados a varios kilómetros de distancia.
—Joe el Cigarros —dijo—. Deshazte de los alemanes muertos. Échalos al río.
Joe arrastró los tres cadáveres fuera del fortín y los arrojó al agua. Luego hizo lo mismo con los dos centinelas.
—Pete y Mack —dijo Woody—, id a reuniros con el Zurdo en el otro fortín. Los tres tenéis que aseguraros de mantener los ojos bien abiertos, aún no hemos acabado con todos los alemanes de Francia. Si veis que se acercan tropas enemigas a vuestra posición, no dudéis, no negociéis: disparadles.
Los dos hombres salieron por la puerta y se dirigieron con paso apresurado hasta el fortín opuesto. Si los alemanes trataban de volver a conquistar el puente, les costaría lo suyo, sobre todo teniendo en cuenta que se estaba haciendo de día.
Woody se dio cuenta de que los norteamericanos muertos en medio del puente llamarían la atención de las fuerzas enemigas y les harían reparar en que los fortines estaban ocupados. Eso arruinaría el efecto sorpresa.
Eso significaba que también tenía que deshacerse de los cadáveres de sus compañeros.
Explicó a Joe lo que debía hacer y salió del fortín.
El aire de la mañana era fresco y limpio.
Se dirigió al centro del puente. Comprobó que ningún cuerpo tuviera pulso. No cabía duda: estaban muertos.
Uno por uno, cargó con sus compañeros y los arrojó por encima del pretil.
El último fue Ace Webber.
—Descansad en paz, chicos —dijo Woody cuando el cadáver de Ace cayó al agua. Guardó un minuto de silencio, con la cabeza baja y los ojos cerrados.
Cuando se volvió para marcharse, el sol empezaba a ascender.