Cuando Woody estaba cruzando Hyde Park con Bella para acompañarla a casa de una amiga que vivía en South Kensington, ella lo besó.
Nadie lo había hecho desde la muerte de Joanne y, al principio, se quedó paralizado. Bella le gustaba muchísimo, era la chica más inteligente que había conocido, aparte de Joanne. Y su forma de abrazarlo cuando bailaban le había hecho pensar que podía besarla si lo deseaba. Aun así, se había refrenado. No dejaba de pensar en Joanne.
Así que Bella tomó la iniciativa.
Abrió la boca, y él notó el roce de su lengua, pero eso solo sirvió para que recordase a Joanne haciendo lo mismo. Únicamente habían pasado dos años y medio de su muerte.
Su cerebro empezaba a barajar amables frases de rechazo cuando su cuerpo tomó el relevo. De repente, el deseo lo consumía. Empezó a besarla con avidez.
Ella respondió con entusiasmo a su arrebato de pasión. Le cogió las dos manos y las puso sobre sus pechos, grandes y suaves. Él gimió sin poder contenerse.
Había oscurecido y apenas veía pero, a juzgar por los sonidos medio ahogados procedentes de los arbustos de alrededor, dedujo que había bastantes parejas haciendo lo mismo.
Ella se apretó contra su cuerpo; Woody sabía que notaba su erección. Estaba tan excitado que tenía la impresión de que eyacularía de un momento a otro. Bella parecía igual de enardecida que él. Notó que le desabrochaba los pantalones con movimientos apresurados; tenía las manos frías en contraste con su pene ardiente. Retiró la prenda que lo cubría y luego, para sorpresa y deleite de Woody, se arrodilló. En cuanto rodeó el bálano con los labios, él se derramó en su boca sin poder controlarlo. Mientras lo hacía, ella lo succionó y lo lamió con impaciencia febril.
Tras el momento del clímax, Bella siguió besándole el miembro hasta que bajó la erección. Luego lo tapó con suavidad y se levantó.
—Ha sido muy excitante —susurró—. Gracias.
Woody estaba a punto de darle también las gracias, pero en vez de eso la abrazó y la atrajo con fuerza hacia sí. Se sentía tan agradecido que se habría echado a llorar. Hasta ese momento, no había reparado en cuánto necesitaba las atenciones de una mujer esa noche. Era como si le hubieran quitado de encima algo que lo ensombrecía.
—No sé cómo decirte… —empezó, pero no encontraba palabras para expresar lo que había significado para él.
—Pues no digas nada —repuso ella—. De todos modos, lo sé. Lo noto.
Caminaron hasta su casa.
—¿Podríamos…? —empezó él cuando llegaron a la puerta.
Ella le posó un dedo en los labios para acallarlo.
—Ve y gana la guerra —dijo.
Luego entró.