III

Era sábado por la noche y el piso que Daisy ocupaba en Piccadilly estaba abarrotado. Por lo menos había un centenar de invitados, pensó complacida.

Se había convertido en la representante de un grupo que prestaba servicios sociales en Londres y que dependía de la Cruz Roja estadounidense. Todos los sábados organizaba una fiesta para los soldados norteamericanos e invitaba a enfermeras del hospital de St. Bart. También acudían pilotos de la RAF. Bebían de sus ilimitadas reservas de whisky escocés y ginebra y bailaban al compás de los discos de Glenn Miller reproducidos en su gramófono. Consciente de que bien podía ser la última fiesta a la que los hombres asistieran, hacía todo lo posible por tenerlos contentos. Todo menos besarlos; de eso ya se encargaban las enfermeras.

Daisy nunca bebía alcohol en sus fiestas, tenía que estar pendiente de demasiadas cosas. No paraban de encerrarse parejas en el lavabo, y tenía que sacarlas de allí de modo que la gente pudiera utilizarlo para su fin original. Si algún importante general se emborrachaba, tenía que encargarse de que llegase a casa sano y salvo. Muchas veces se quedaba sin hielo; no había forma de que sus sirvientes británicos fueran conscientes de la gran cantidad de hielo que hacía falta para celebrar una fiesta.

Durante un tiempo, tras romper con Boy Fitzherbert, sus únicos amigos habían sido la familia Leckwith. La madre de Lloyd, Ethel, nunca la juzgaba. Aunque ahora Ethel era la respetabilidad personificada, en el pasado había cometido errores y eso hacía que se mostrase más comprensiva. Daisy seguía yendo a visitarla a Aldgate todos los miércoles por la noche, y se tomaban una taza de chocolate junto a la radio. Era su momento favorito de la semana.

Había sufrido el rechazo social dos veces, primero en Buffalo y luego en Londres, donde tuvo un momento de desánimo que la llevó a pensar que tal vez había sido por su culpa. Quizá, después de todo, esos grupos rancios de la alta sociedad, con sus estrictas normas de conducta, no eran para ella. Era una tonta por sentirse atraída por ellos.

El problema era que adoraba las fiestas, los picnics, los acontecimientos deportivos y toda clase de eventos en los que la gente se ponía elegante y lo pasaba bien.

No obstante, ahora sabía que no necesitaba a los británicos de alcurnia ni a los norteamericanos de familia adinerada para divertirse. Había creado su propio grupo social, y era mucho más emocionante que los otros. Algunas de las personas que habían dejado de dirigirle la palabra tras la ruptura con Boy ahora no cesaban de insinuarle que les gustaría asistir a una de sus famosas veladas de los sábados. Y muchos invitados acudían a su casa para soltarse el pelo tras sobrevivir con esfuerzo a una opulenta cena en la suntuosa residencia Mayfair.

La fiesta de esa noche prometía ser la mejor hasta el momento, pues Lloyd estaba de permiso.

No escondían que vivían juntos en el piso. A Daisy le daba igual lo que pensase la gente: su reputación en los círculos respetables era tan mala que no podía caer más bajo. En realidad, el apremio con que se vivía el amor en tiempos de guerra había impulsado a numerosas parejas a quebrantar las normas de forma similar. Muchas veces el servicio doméstico podía ser tan rígido como las señoronas en relación con esos aspectos, pero los empleados de Daisy la adoraban, así que Lloyd y ella no se molestaban en fingir que dormían en habitaciones separadas.

Le encantaba acostarse con él. No tenía tanta experiencia como Boy, pero lo compensaba con el entusiasmo; y estaba ansioso por aprender. Cada noche era un viaje de descubrimiento en una cama de matrimonio.

Mientras observaban a los invitados charlando y riendo, bebiendo y fumando, bailando y besuqueándose, Lloyd le sonrió.

—¿Eres feliz? —preguntó.

—Casi —respondió ella.

—¿Cómo que casi?

Ella suspiró.

—Quiero tener hijos, Lloyd, me da igual que no estemos casados. Bueno, no me da igual, claro, pero aun así quiero un bebé.

El semblante de Lloyd se ensombreció.

—Ya sabes lo que opino de la ilegitimidad.

—Sí, ya me lo has explicado. Pero quiero tener algo tuyo a mi lado, por si mueres.

—Haré todo lo posible por sobrevivir.

—Ya lo sé. —Sin embargo, si las sospechas de Daisy eran ciertas y estaba cumpliendo una misión secreta en territorio ocupado, podrían ejecutarlo, tal como hacían en Gran Bretaña con los espías alemanes. Desaparecería, y a ella no le quedaría nada—. Les pasa a millones de mujeres, ya lo sé, pero no soy capaz de imaginarme la vida sin ti. Creo que me moriría.

—Si supiera cómo hacer que Boy se divorciase de ti, lo haría.

—Bueno, no es un tema que debamos tratar en una fiesta. —Posó la vista en el otro extremo de la sala—. ¿Qué te parece? ¡Creo que tenemos aquí a Woody Dewar!

Woody lucía un uniforme de teniente. Daisy se acercó a saludarlo. Le resultaba extraño volver a verlo después de nueve años; aunque no había cambiado mucho, solo se le veía más mayor.

—Tenemos a miles de soldados norteamericanos por aquí —dijo Daisy mientras bailaban el fox-trot al ritmo de «Pennsylvania Six-Five Thousand»—. Debemos de estar a punto de invadir Francia. ¿Qué otra razón puede haber?

—Te aseguro que los mandamases no comparten los planes con los tenientes novatos —dijo Woody—. Pero a mí tampoco se me ocurre ninguna otra razón para que estemos aquí. No podemos dejar que los rusos sigan llevando todo el peso del conflicto por mucho tiempo.

—¿Cuándo crees que ocurrirá?

—Las ofensivas siempre tienen lugar en verano. A finales de mayo o principios de junio, según opina casi todo el mundo.

—¡Qué pronto!

—Pero nadie sabe dónde ocurrirá.

—El paso de Dover a Calais es el más estrecho.

—Por eso las defensas alemanas se han concentrado alrededor de Calais. Pero igual intentamos sorprenderlos; por ejemplo, desembarcando en la costa sur, cerca de Marsella.

—A lo mejor entonces termina todo.

—Lo dudo. Cuando tengamos una cabeza de puente, aún nos quedará conquistar Francia, y luego Alemania. Tenemos un largo camino por delante.

—Vaya, querido. —Woody parecía necesitar que lo animasen, y Daisy conocía a la chica perfecta para hacerlo. Isabel Hernández era una estudiante becada por la fundación de Rhodes para cursar un máster de historia en el St. Hilda’s College, en Oxford. Era guapísima, pero los chicos la consideraban una calientabraguetas por ser tan intelectual. A Woody, sin embargo, esas cosas le traían sin cuidado—. Ven aquí —gritó a Isabel—. Woody, esta es mi amiga Bella. Es de San Francisco. Bella, te presento a Woody Dewar, de Buffalo.

Se estrecharon la mano. Bella era alta, y tenía el pelo grueso y oscuro y la piel aceitunada, exactamente igual que Joanne Rouzrokh. Woody le sonrió.

—¿Qué haces en Londres? —preguntó.

Daisy los dejó solos.

Sirvió la cena a medianoche. Cuando conseguía provisiones de Estados Unidos, esta consistía en huevos con jamón; si no, en sándwiches de queso. La cena ofrecía el paréntesis durante el cual los invitados podían hablar, un momento parecido al intermedio en el teatro. Reparó en que Woody Dewar seguía acompañado de Bella Hernández, y parecían enfrascados en la conversación. Se aseguró de que todo el mundo dispusiera de lo que deseaba y se sentó en un rincón con Lloyd.

—Ya sé lo que quiero hacer cuando termine la guerra, si sigo con vida —dijo él—. Además de casarme contigo, quiero decir.

—¿Qué?

—Voy a presentarme como candidato al Parlamento.

Daisy estaba emocionada.

—¡Lloyd! ¡Eso es fantástico! —Le echó los brazos al cuello y lo besó.

—Es pronto para felicitaciones. He presentado mi candidatura por Hoxton, circunscripción contigua a la de mamá. Pero es posible que la sección local del Partido Laborista no me elija; y aunque lo hagan, puede que no gane. En Hoxton hay un parlamentario liberal con mucha fuerza en este momento.

—Quiero ayudarte —dijo ella—. Me gustaría ser tu mano derecha. Te redactaré los discursos; seguro que se me da bien.

—Me encantaría que me ayudases.

—¡Pues está hecho!

Los invitados de más edad se marcharon después de cenar, pero la música continuó y la bebida no se agotaba, así que la fiesta prosiguió con un ambiente más desinhibido incluso. Woody estaba bailando una pieza lenta con Bella, y Daisy se preguntó si era su primer escarceo amoroso desde la muerte de Joanne.

Las caricias iban en aumento, y los invitados empezaron a trasladarse a los dos dormitorios. Como no podían cerrar la puerta porque Daisy siempre quitaba la llave, a veces había más de una pareja en la misma habitación, pero a nadie parecía importarle. En una ocasión Daisy había encontrado a una pareja en el armario escobero, dormidos el uno en brazos del otro.

A la una de la madrugada llegó su marido.

No había invitado a Boy a la fiesta, pero este se presentó acompañado por una pareja de pilotos norteamericanos, y Daisy se encogió de hombros y los dejó entrar. Desprendía cierta euforia, y bailó con varias enfermeras. Luego se lo propuso a ella con amabilidad.

¿Estaría bebido?, se preguntó, ¿o tal vez solo se había vuelto más transigente con ella? Si era así, tal vez se replanteara lo del divorcio.

Ella accedió, y bailaron el jitterbug. La mayoría de los invitados no sabían que eran un matrimonio separado, pero quienes estaban al corriente no daban crédito.

—He leído en el periódico que has comprado otro caballo de carreras —dijo ella, iniciando una conversación trivial.

—Se llama Afortunado —respondió él—. Me ha costado ocho mil guineas; toda una fortuna.

—Espero que valga la pena. —Daisy adoraba los caballos, y había forjado en su mente la fantasía de que se dedicarían a comprarlos y adiestrarlos juntos. Sin embargo, él no había querido compartir la afición con su mujer. Ese había sido uno de los fracasos de su matrimonio.

Él le leyó la mente.

—Te he decepcionado, ¿verdad? —dijo.

—Sí.

—Y tú me has decepcionado a mí.

Eso era nuevo para ella.

—¿Por no cerrar los ojos a tus infidelidades? —preguntó tras meditarlo un minuto.

—Exacto. —Estaba lo bastante borracho para hablar con sinceridad.

Ella vio su oportunidad.

—¿Cuánto tiempo crees que tenemos que seguir mortificándonos?

—¿Mortificándonos? —se extrañó él—. ¿Quién se mortifica?

—Nos mortificamos el uno al otro por obligarnos a seguir casados. Tendríamos que divorciarnos, como hacen las personas sensatas.

—Tal vez tengas razón —convino él—. Pero un sábado a estas horas no es el mejor momento para hablar de eso.

Daisy se creó nuevas expectativas.

—¿Qué te parece si voy a verte un día? —propuso—. Cuando estemos despiertos, y sobrios.

Él vaciló.

—De acuerdo.

Daisy, ansiosa, aprovechó el momento.

—¿Qué tal mañana por la mañana?

—De acuerdo.

—Te veré al salir de la iglesia. ¿A las doce del mediodía te parece bien?

—De acuerdo —repitió Boy.