II

Greg Peshkov invitó a Margaret Cowdry, la muchacha de ojos oscuros, a un concierto sinfónico de tarde. Margaret tenía una boca grande, opulenta, que adoraba los besos. Sin embargo, Greg estaba pendiente de otra cosa.

Andaba siguiendo a Barney McHugh.

Igual que un agente del FBI llamado Bill Bicks.

Barney McHugh era un físico joven y brillante. Trabajaba en el laboratorio secreto que el ejército estadounidense tenía en Los Álamos, Nuevo México, y estaba de permiso, por lo que había aprovechado para llevar a su mujer, de nacionalidad británica, a visitar Washington.

El FBI había averiguado de antemano que McHugh iba a asistir al concierto, y el agente especial Bicks se las había arreglado para conseguirle a Greg dos localidades pocas filas por detrás de él. Una sala de conciertos, con centenares de extraños que se apiñaban al entrar y al salir, era el lugar perfecto para las citas clandestinas, y Greg quería saber qué era lo que McHugh se traía entre manos.

Era una lástima que ya se conocieran. Greg había hablado con McHugh en Chicago el día que se probó la pila atómica. De eso hacía un año y medio, pero era posible que McHugh lo recordase. Por eso tenía que asegurarse de que no lo viera.

Cuando Greg y Margaret llegaron al lugar, los asientos de McHugh estaban libres. A ambos lados había sendas parejas de aspecto corriente: a la izquierda, un hombre de mediana edad que llevaba un humilde traje gris con rayas blancas y la sosaina de su esposa; a la derecha, dos mujeres de edad. Greg esperaba que McHugh se presentase. Si era un espía, quería echarle el guante.

Iban a escuchar la Sinfonía número uno de Chaikovski.

—Así que te gusta la música clásica —comentó Margaret con desenfado mientras la orquesta afinaba. No tenía ni idea del verdadero motivo por el que Greg la había llevado allí. Sabía que se dedicaba a la investigación de armas, lo cual en sí ya era información secreta, pero, como a la mayoría de los estadounidenses, ni siquiera le sonaba que se estuviera desarrollando una bomba atómica—. Creía que solo escuchabas jazz —dijo.

—Me encantan los compositores rusos; son muy dramáticos —respondió Greg—. Supongo que lo llevo en la sangre.

—Yo crecí rodeada de música clásica. A mi padre le gusta que una pequeña orquesta acompañe las cenas que organiza. —La familia de Margaret era tan rica que, en comparación con ella, Greg se sentía un pobretón. Todavía no conocía a sus padres, pero sospechaba que no aprobarían una relación con el hijo ilegítimo de un famoso mujeriego de Hollywood.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

—Nada. —Habían llegado los McHugh—. ¿Qué perfume llevas?

—Chichi de Renoir.

—Me encanta.

Los McHugh parecían felices; una pareja radiante y próspera que disfrutaba de las vacaciones. Greg se preguntaba si el motivo por el que habían llegado tarde era que habían estado haciendo el amor en la habitación del hotel.

Barney McHugh estaba sentado al lado del hombre con el traje gris de rayas. Greg notaba que la prenda era de poca calidad por la rigidez antinatural de las hombreras. El hombre no se fijó en los recién llegados. Entonces los McHugh empezaron a hacer un crucigrama; acercaban las cabezas en un gesto de intimidad mientras examinaban el periódico que sostenía Barney. Al cabo de unos minutos, apareció el director.

El concierto se inició con una obra de Saint-Saëns. Los compositores alemanes y austríacos habían perdido popularidad desde que había estallado la guerra, y los melómanos estaban descubriendo alternativas. Había un interés renovado por Sibelius.

Era probable que McHugh fuese comunista. Greg lo sabía porque J. Robert Oppenheimer se lo había confesado. Oppenheimer, un destacado físico teórico de la Universidad de California, dirigía el laboratorio de Los Álamos y era el jefe de todo el equipo científico del proyecto Manhattan. Tenía fuertes vínculos comunistas, aunque recalcaba que nunca había pertenecido al partido.

—¿Para qué quiere el ejército a todos esos rojos? —había preguntado a Greg el agente especial Bicks—. Sea lo que sea lo que quieren encontrar en la larga travesía por el desierto, ¿no hay suficientes científicos jóvenes, brillantes y de ideología conservadora en Norteamérica?

—No, no los hay —había respondido Greg—. Si los hubiera, ya los habríamos contratado.

A veces los comunistas eran más leales a su causa que a su país, y podía parecerles apropiado revelar los secretos de la investigación nuclear a la Unión Soviética. No era como pasarle información al enemigo. Los soviéticos eran aliados de Estados Unidos contra los nazis; de hecho, entre ambos países les habían plantado más cara que todos los otros aliados juntos. De todos modos, era peligroso. La información destinada a Moscú podía acabar en manos de Berlín. Además, cualquiera que dedicase más de un minuto a pensar en el orden mundial tras la guerra deduciría que Estados Unidos y la Unión Soviética no serían amigos para siempre.

El FBI creía que Oppenheimer suponía un riesgo para la seguridad y no paraba de insistirle al jefe de Greg, el general Groves, para que lo despidiera. Pero Oppenheimer era el científico más relevante de su generación y por eso el general estaba empeñado en mantenerlo en el equipo.

En un intento de demostrar su lealtad, Oppenheimer había revelado que cabía la posibilidad de que McHugh fuera comunista, y por eso Greg lo andaba siguiendo.

No obstante, el FBI tenía sus dudas.

—Oppenheimer os la está metiendo doblada —había asegurado Bicks.

—No lo creo —había replicado Greg—. Hace un año que lo conozco.

—Es un puto comunista, como su mujer, y su hermano, y su cuñada.

—Trabaja diecinueve horas al día para proveer de mejores armas a los soldados norteamericanos. ¿Qué clase de traidor haría una cosa así?

Greg esperaba que McHugh resultara ser un espía, pues así dejarían de sospechar de Oppenheimer, aumentaría la credibilidad del general Groves y, de paso, también su propio prestigio.

Se pasó toda la primera mitad del concierto observando a McHugh; no quería perderlo de vista. El físico no prestaba atención a las personas sentadas a uno ni otro lado, parecía absorto en la música y solo apartaba los ojos del escenario para lanzar miradas cariñosas a la señora McHugh, que era una típica belleza inglesa con el cutis de porcelana. ¿Estaba Oppenheimer equivocado con respecto a McHugh? ¿O había obrado con gran sutileza y lo había acusado para apartar las sospechas de sí?

Greg sabía que Bicks también lo estaba observando. Se encontraba arriba, en el primer piso. Tal vez él hubiera visto algo.

En el intermedio, Greg abandonó la sala detrás de los McHugh y se situó en la misma cola para tomar café. Ni la pareja anodina ni las dos ancianas estaban por allí cerca.

Greg se sentía frustrado. No sabía qué conclusiones sacar. ¿Eran infundadas sus sospechas? ¿O lo único inocente de los McHugh era esa particular visita a la ciudad?

Cuando Margaret y él regresaban a sus asientos, Bill Bicks se le acercó. El agente era de mediana edad, tenía un ligero sobrepeso y se estaba quedando calvo. Llevaba un traje gris pálido con manchas de sudor en las axilas.

—Tenía razón —dijo en voz baja.

—¿Cómo lo sabe?

—Fíjese en el tipo que se sienta al lado de McHugh.

—¿El del traje gris de rayas?

—Exacto. Es Nikolái Yenkov, un agregado cultural de la embajada soviética.

—¡Santo Dios! —exclamó Greg.

—¿Qué pasa? —terció Margaret, volviéndose a mirarlos.

—Nada —respondió Greg.

Bicks se alejó.

—Te llevas algo entre manos —dijo Margaret cuando tomaron asiento—. Me parece que no has oído ni un solo compás de Saint-Saëns.

—Estaba pensando en el trabajo.

—Dime que no es otra mujer y te dejaré en paz.

—No es otra mujer.

Durante la segunda parte, Greg empezó a ponerse nervioso. No había observado contacto alguno entre los McHugh y Yenkov. No hablaban, y Greg no vio que intercambiasen nada; ninguna carpeta, ningún sobre, ningún carrete de fotos.

La sinfonía tocó a su fin y el director recibió los aplausos pertinentes. El público empezó a desfilar. La caza del espía había sido un desastre.

Tras salir al vestíbulo, Margaret fue al servicio. Mientras Greg la esperaba, Bicks se le acercó.

—No he visto nada —dijo Greg.

—Yo tampoco.

—A lo mejor es pura casualidad que McHugh estuviera sentado al lado de Yenkov.

—Nada ocurre por casualidad.

—Pues igual han tenido algún tropiezo. Una contraseña errónea, por ejemplo.

Bicks negó con la cabeza.

—Seguro que se han pasado algo, solo que no lo hemos visto.

La señora McHugh también había ido al servicio y, como Greg, su marido esperaba por allí cerca. Greg lo observó desde detrás de una columna. No llevaba ningún maletín, ni ninguna gabardina donde ocultar un paquete o una carpeta. Con todo, algo no acababa de cuadrarle. ¿Qué era?

Entonces Greg cayó en la cuenta.

—¡El periódico! —exclamó.

—¿Cómo?

—Antes Barney llevaba un periódico. Estaba haciendo el crucigrama con su mujer mientras esperaban a que empezase el concierto. ¡Y ahora ya no lo tiene!

—O lo ha tirado… o se lo ha pasado a Yenkov, con algo oculto dentro.

—Yenkov y su mujer ya se han marchado.

—Es posible que aún estén en la puerta.

Bicks y Greg salieron corriendo.

Bicks se abrió paso entre la multitud que aún obstruía la salida. Greg lo siguió, pegándose a él. Una vez en la calle, miraron a ambos lados. Greg no observó rastro de Yenkov, pero Bicks tenía vista de lince.

—¡Ha cruzado la calle! —gritó.

El agregado y su anodina esposa aguardaban plantados en la acera mientras una limusina negra se acercaba poco a poco.

Yenkov llevaba un periódico doblado.

Greg y Bicks cruzaron a toda prisa.

La limusina se detuvo.

Greg era más rápido que Bicks y llegó antes a la otra acera.

Yenkov no había reparado en ellos. Abrió la puerta del coche con toda tranquilidad y se hizo atrás para dejar paso a su esposa.

Greg se arrojó sobre él, y ambos cayeron al suelo. La señora Yenkov se puso a chillar.

Greg consiguió ponerse en pie. El chófer había salido del vehículo y se disponía a rodearlo.

—¡FBI! —gritó Bicks, y alzó la placa.

Yenkov se disponía a recuperar el periódico que se le había caído de las manos. Sin embargo, Greg fue más rápido. Lo cogió, dio un paso atrás y lo abrió.

Dentro había un montón de hojas. La de encima de todo tenía un esquema que Greg reconoció de inmediato. Mostraba el funcionamiento del dispositivo de implosión de una bomba de plutonio.

—Dios mío —exclamó—. ¡Estos son los adelantos más recientes!

Yenkov se apresuró a subir al coche, cerró la puerta y accionó el seguro.

El chófer volvió a ocupar su asiento y se puso en marcha.