—Tal vez me habría gustado Rusia si me hubieran dejado verla —le dijo Woody a su padre.
—Opino lo mismo.
—Ni tan siquiera he podido hacer alguna fotografía decente.
Estaban sentados en el vestíbulo del hotel Moskvá, cerca de la entrada de la estación de metro. Habían hecho las maletas y estaban a punto de volver a casa.
—Tengo que decirle a Greg Peshkov que he conocido a Volodia. Aunque a Volodia no le hizo mucha gracia cuando se lo dije. Supongo que todo el que tiene vínculos con Occidente pasa a convertirse en alguien bajo sospecha.
—Y que lo digas.
—Bueno, ya tenemos lo que vinimos a buscar, eso es lo importante. Los Aliados han mostrado su compromiso con la Organización de las Naciones Unidas.
—Sí —dijo Gus con satisfacción—. Nos ha costado un poco convencer a Stalin, pero al final ha entrado en razón. Y en parte es gracias a ti y a la charla tan franca que mantuviste con Peshkov.
—Tú has luchado por esto durante toda tu vida —dijo Woody.
—No me importa admitir que este es un momento muy bueno.
Un pensamiento inquietante cruzó la mente de Woody.
—No te irás a jubilar ahora, ¿verdad?
Gus se rió.
—No. Hemos logrado un acuerdo en principio, pero el trabajo no ha hecho más que empezar.
Cordell Hull ya se había ido de Moscú, pero algunos de sus ayudantes aún estaban en la ciudad y uno de ellos se aproximó hasta los Dewar. Woody lo conocía, era un muchacho llamado Ray Baker.
—Tengo un mensaje para usted, senador —dijo. Parecía nervioso.
—Pues si llegas a venir un poco más tarde no me hubieras encontrado porque estoy a punto de irme —dijo Gus—. ¿De qué se trata?
—Es sobre su hijo Charles… Chuck.
—¿Qué mensaje traes? —preguntó Gus, que se había puesto pálido.
Al joven le costaba hablar.
—Son malas noticias, señor. Ha participado en la batalla de las islas Salomón.
—¿Está herido?
—No, señor, es peor.
—Oh, Dios —dijo Gus, que rompió a llorar.
Woody nunca había visto llorar a su padre.
—Lo siento, señor —dijo Ray—. El mensaje es que ha muerto.