En su día libre, Carla trabajaba en el hospital judío.
El doctor Rothmann la había convencido. Había sido liberado del campo en el que estaba recluido y nadie sabía el motivo, salvo los nazis, que no lo habían revelado. Ahora era tuerto y cojo, pero estaba vivo y podía practicar la medicina.
El hospital se encontraba en el barrio obrero de Wedding, situado al norte de la ciudad, pero su arquitectura no tenía nada de proletario. Había sido construido antes de la Primera Guerra Mundial, cuando los judíos de Berlín eran prósperos y conservaban el orgullo. Era un complejo formado por siete edificios elegantes y un gran jardín. Los diferentes pabellones estaban unidos por túneles, de modo que los pacientes y el personal sanitario podían trasladarse de uno a otro sin sufrir las inclemencias del tiempo.
Era un milagro que aún hubiera un hospital judío. Apenas quedaban judíos en Berlín. A miles de ellos los habían detenido y metido en trenes especiales. Nadie sabía adónde los habían enviado ni qué les había sucedido. Corrían unos rumores increíbles sobre unos campos de exterminio.
Cuando los pocos judíos que quedaban en Berlín estaban enfermos, no podían acudir a la consulta de médicos arios, de modo que, según la retorcida lógica del racismo nazi, permitieron que el hospital siguiera funcionando. El personal era judío principalmente y otras personas desafortunadas que no eran consideradas arias: eslavos de la Europa oriental, gente de ascendencia mixta y personas casadas con judíos. Sin embargo, no había suficientes enfermeras, por lo que Carla les echaba una mano.
El hospital estaba sometido al acoso continuo de la Gestapo, sufría una gran carencia de todo tipo de productos, en especial de medicamentos, no contaba con personal suficiente y no disponía de fondos.
Carla infringía la ley al tomarle la temperatura a un niño de once años que tenía el pie aplastado por culpa del último ataque aéreo. También era un delito que robara medicamentos del hospital en el que trabajaba a diario y los llevara al judío. Pero quería demostrar, aunque solo fuera a sí misma, que no todo el mundo había capitulado ante los nazis.
Mientras acababa la ronda vio a Werner al otro lado de la puerta, vestido con su uniforme de las fuerzas aéreas.
Durante varios días Carla y él habían vivido atemorizados, preguntándose si alguien había sobrevivido al bombardeo de la escuela y había denunciado a Werner; sin embargo, ahora estaba claro que todos habían muerto y que nadie más compartía las sospechas de Macke. Habían vuelto a salirse con la suya.
Werner se había recuperado rápidamente de la herida de bala.
Y eran amantes. Werner se había trasladado a la casa grande y medio vacía de los Von Ulrich, y dormía con Carla todas las noches. Sus padres no pusieron objeción alguna: todo el mundo vivía con la sensación de que podía morir en cualquier momento, de modo que la gente quería disfrutar de la más mínima alegría que pudiera proporcionarles aquella vida de penurias y sufrimiento.
Sin embargo, Werner tenía un aspecto más adusto de lo habitual cuando saludó a Carla con la mano a través del cristal de la puerta del pabellón. Ella le hizo un gesto para que entrara y lo besó.
—Te quiero —le dijo. Nunca se cansaba de decírselo.
—Yo también te quiero —le gustaba responder a él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella—. ¿Solo querías un beso?
—Traigo malas noticias. Me han destinado al frente oriental.
—¡Oh, no! —dijo Carla, que empezó a llorar.
—Es un milagro que haya podido evitarlo hasta ahora. Pero el general Dorn no puede ayudarme más. La mitad de nuestro ejército está formado por ancianos y escolares, y yo soy un oficial sano de veinticuatro años.
—No te mueras, por favor —musitó ella.
—Lo intentaré.
—Pero ¿qué sucederá con la red? —preguntó Carla con un susurro—. Tú lo sabes todo. ¿Quién más puede dirigirla?
La miró sin decir nada.
Carla se dio cuenta de cuáles eran sus planes.
—Oh, no… ¡Yo no!
—Eres la persona más adecuada. Frieda es una buena ayudante, pero no tiene madera de líder. Tú has demostrado que posees la capacidad de reclutar a gente nueva y motivarla. Nunca te has metido en problemas con la policía y no tienes antecedentes de actividad política. Nadie conoce el papel que desempeñaste para acabar con el Aktion T4. En lo que respecta a las autoridades, eres una enfermera con un historial inmaculado.
—Pero, Werner, ¡estoy asustada!
—No estás obligada a aceptar. Pero nadie más puede sustituirme.
Entonces oyeron un fuerte ruido.
El pabellón contiguo era para pacientes mentales y no era extraño oír gritos y chillidos; sin embargo, en esta ocasión era distinto. Una voz culta se alzó entre el griterío. Luego oyeron una segunda, esta con acento berlinés y el deje intimidatorio que las personas de fuera consideraban típico de los berlineses.
Carla salió al pasillo y Werner la siguió.
El doctor Rothmann, que llevaba una estrella amarilla en la bata, discutía con un hombre vestido con el uniforme de las SS. Tras ellos, la puerta doble del pabellón psiquiátrico, que acostumbraba a permanecer cerrada, estaba abierta de par en par. Los pacientes estaban saliendo. Dos policías más y unas cuantas enfermeras acompañaban a la hilera de hombres y mujeres, la mayoría en pijama; algunos caminaban erguidos y tenían un aspecto normal, pero otros arrastraban los pies y murmuraban mientras seguían a los demás por las escaleras.
Carla se acordó de inmediato del hijo de Ada, Kurt, y del hermano de Werner, Axel, y del mal llamado hospital de Akelberg. No sabía adónde llevaban a esos pacientes, pero estaba segura de que iban a matarlos.
—¡Esta gente está enferma! —exclamó el doctor Rothmann, indignado—. ¡Necesitan tratamiento!
—No están enfermos, están locos, y los llevamos al lugar que les corresponde.
—¿A un hospital?
—Se le informará a su debido tiempo.
—Esa explicación no me basta.
Carla sabía que no debía intervenir. Si averiguaban que no era judía se metería en problemas. Sin embargo, tampoco tenía un aspecto muy ario con su pelo oscuro y los ojos verdes. Si no abría la boca, era probable que no la molestaran. Sin embargo, si mostraba su oposición a lo que las SS estaban haciendo, la detendrían e interrogarían, y entonces averiguarían que estaba trabajando de forma ilegal. De modo que apretó los dientes.
El oficial alzó la voz.
—Daos prisa, meted a esos cretinos en el autobús.
—Tiene que informarme del lugar al que los trasladan. Son mis pacientes —insistió Rothmann.
En sentido estricto no eran sus pacientes ya que no era psiquiatra.
—Si tanto se preocupa por ellos, puede acompañarlos —le espetó el hombre de las SS.
El doctor Rothmann palideció. Si aceptaba, encontraría la muerte.
Carla pensó en su mujer, Hannelore; su hijo, Rudi, y su hija, Eva, que estaba en Inglaterra; el miedo la atenazó.
El oficial sonrió.
—¿De pronto ya no está tan preocupado? —se burló.
Rothmann se puso derecho.
—Al contrario —dijo—. Acepto su oferta. Hace muchos años juré que haría todo lo que estuviera en mis manos para ayudar a los enfermos. No pienso romper el juramento ahora. Quiero morir en paz con mi conciencia. —Bajó los escalones cojeando.
Una mujer pasó ante ellos vestida únicamente con la bata, que estaba abierta y dejaba al descubierto su desnudez.
Carla fue incapaz de seguir en silencio.
—¡Estamos en el mes de noviembre! —gritó—. ¡No tienen ropa de calle!
El oficial la fulminó con la mirada.
—En el autobús estarán bien.
—Voy a buscarles ropa. —Carla se volvió hacia Werner—. Ven a ayudarme. Coge todas las mantas que encuentres.
Ambos recorrieron el pabellón psiquiátrico, cogiendo las mantas de las camas y de los armarios. Cada uno llevaba un montón y bajaron las escaleras corriendo.
El jardín del hospital estaba helado. Frente a la puerta principal había un autobús gris, con el motor al ralentí, y el conductor fumando al volante. Carla vio que llevaba un abrigo grueso, sombrero y guantes, lo que significaba que el autobús no tenía calefacción.
Había un puñado de hombres de la Gestapo y de las SS observando lo que sucedía.
Los últimos pacientes subieron a bordo. Carla y Werner hicieron lo propio y empezaron a repartir mantas.
El doctor Rothmann se encontraba al fondo.
—Carla —dijo—. Dile… dile a mi Hannelore lo que ha sucedido. Tengo que irme con los pacientes. No me queda otra elección.
—Por supuesto —dijo ella con la voz entrecortada.
—Quizá pueda protegerlos.
Carla asintió, aunque en realidad no estaba convencida de ello.
—En cualquier caso, no puedo abandonarlos.
—Se lo diré.
—Y dile que la quiero.
Carla no fue capaz de contener las lágrimas.
—Dile que eso es lo último que he dicho. Que la quiero —dijo Rothmann.
Carla asintió.
Werner la cogió del brazo.
—Vámonos.
Bajaron del autobús.
—Tú, el del uniforme de la Luftwaffe, ¿qué demonios crees que haces? —le preguntó uno de los miembros de las SS a Werner.
Werner estaba tan furioso que por un momento Carla temió que fuera a empezar una pelea. Sin embargo, habló con tono calmado.
—Dar mantas a gente que pasa frío —dijo—. ¿Acaso es algo que vaya contra la ley ahora?
—Deberías estar luchando en el frente oriental.
—Me voy mañana. ¿Y tú?
—Cuidado con lo que dices.
—Si tuvieras la amabilidad de arrestarme antes de irme, quizá me salvarías la vida.
El hombre se volvió.
Las marchas del autobús hicieron un gran estruendo y el motor emitió un sonido más agudo. Carla y Werner se dieron la vuelta para mirar. En todas las ventanas había una cara, y todas eran distintas: gritaban, babeaban, se reían de forma histérica, mostraban una expresión distraída o crispada por la angustia: todos sufrían algún trastorno. Pacientes psiquiátricos trasladados por las SS. Unos locos al mando de otros locos.
El autobús se puso en marcha.