IV

En la madrugada del 1 de noviembre, Chuck y Eddie desayunaron un bistec con guarnición junto con la 3.ª División de Marines, cerca de la isla de Bougainville, en el mar del Sur.

La isla medía unos doscientos kilómetros de largo. Tenía dos bases aéreas navales japonesas, una al norte y otra al sur. Los marines se estaban preparando para aterrizar hacia la mitad de la costa oeste, que apenas contaba con medidas de defensa. Su objetivo era establecer una cabeza de playa y conquistar suficiente territorio para construir una pista de aterrizaje desde la que lanzar ataques contra las bases japonesas.

Chuck se encontraba en cubierta a las siete y veintiséis cuando marines pertrechados con cascos y mochilas empezaron a descender por las redes que colgaban por los lados del barco y saltaron en las naves de desembarco. Además de ellos había un pequeño número de perros del ejército, unos doberman pinscher que eran unos centinelas infatigables.

Mientras las naves se aproximaban a tierra, Chuck ya vio un error en el mapa que había preparado. Las olas altas rompían en una playa con una fuerte pendiente. Mientras observaba la escena, una nave se puso en paralelo a la costa y zozobró. Los marines tuvieron que nadar hasta la orilla.

—Tenemos que mostrar las condiciones del oleaje —le dijo Chuck a Eddie, que se encontraba junto a él en cubierta.

—¿Cómo vamos a averiguarlas?

—Un avión de reconocimiento tendrá que volar bajo para que las crestas de las olas aparezcan en las fotografías.

—No pueden arriesgarse a volar tan bajo cuando hay bases enemigas tan cerca.

Eddie estaba en lo cierto, pero tenía que haber una solución. Chuck tomó nota de ello, sería la principal cuestión que debería solucionar como resultado de aquella misión.

Para el aterrizaje se habían beneficiado de más información de lo que era habitual. Aparte de los mapas poco fiables y de las fotografías aéreas difíciles de descifrar, contaban con un informe de un equipo de reconocimiento que había desembarcado de un submarino seis semanas atrás. El equipo había identificado doce playas adecuadas para el desembarco de los marines en una franja de costa de siete kilómetros de largo. Pero no les habían advertido de la marea. Quizá no estaba tan alta ese día.

Por lo demás, el mapa de Chuck era correcto hasta el momento. Había una playa de arena de unos cien metros de ancho y luego un laberinto de palmeras y otra vegetación. Justo detrás de la maleza, según el mapa, había una marisma.

La costa no estaba desguarnecida por completo. Chuck oyó el rugido de fuego de artillería, y un proyectil cayó en el bajío. No causó daños, pero estaba claro que la puntería del artillero mejoraría. Los marines se vieron obligados a actuar con mayor celeridad mientras saltaban de la nave de desembarco y echaron a correr en dirección a la playa para llegar hasta la vegetación.

Chuck se alegró de haber tomado la decisión de ir. Siempre había hecho sus mapas con gran esmero, pero era beneficioso comprobar en carne propia que unos mapas correctos podían salvar las vidas de varios hombres, y que el mínimo error podía resultar mortal. Incluso antes de embarcar, Eddie y él se habían vuelto mucho más exigentes. Pidieron que se tomaran de nuevo las fotografías borrosas, hablaron por teléfono con miembros de los grupos de reconocimiento para plantearles dudas y enviaron cables a todo el mundo para conseguir mejores mapas.

Se alegraba por otro motivo. Estaba en alta mar, lo que le encantaba. Estaba en un barco con setecientos hombres jóvenes, disfrutaba del ambiente de camaradería, de las bromas, de las canciones y de la intimidad de los camarotes abarrotados y las duchas compartidas.

—Es como ser un chico heterosexual en un internado femenino —le dijo a Eddie una noche.

—Salvo que eso nunca sucede y esto sí —dijo Eddie, que se sentía igual que Chuck. Se querían mutuamente, pero no tenían reparos en mirar a marinos desnudos.

Ahora los setecientos marines estaban desembarcando y se dirigían hacia tierra tan rápido como podían. Lo mismo sucedía en otros ocho puntos de la costa. En cuanto una nave de desembarco quedaba vacía, rápidamente iba a buscar a más hombres; sin embargo, el proceso parecía desesperadamente lento.

El artillero japonés, oculto en algún lugar de la selva, finalmente dio con la distancia correcta y, para horror de Chuck, un obús bien dirigido explotó en medio de un grupo de marines e hizo volar por los aires hombres, fusiles y extremidades, y tiñó la arena de la playa de rojo.

Chuck observaba la carnicería horrorizado cuando oyó el rugido de un avión; alzó la vista y vio un Zero japonés en vuelo rasante, a lo largo de la costa. Los soles rojos pintados en las alas provocaron que el miedo se apoderara de él. La última vez que había visto esos cazabombarderos había sido en la batalla de Midway.

El Zero lanzó varias ráfagas de ametralladora en la playa. Los marines que estaban desembarcando de la nave quedaron indefensos. Algunos se tiraron en el bajío, otros intentaron esconderse tras el casco de la nave, otros corrieron en dirección a la selva. Durante unos cuantos segundos corrió la sangre y cayeron los hombres.

Entonces desapareció el avión y dejó una playa sembrada de norteamericanos muertos.

Chuck lo oyó al cabo de un instante, ametrallando la siguiente playa.

No tardaría en volver.

Se suponía que contaban con la ayuda de varios aviones estadounidenses, pero no veía ninguno. El apoyo aéreo nunca estaba donde querías que estuviera, que era justo sobre tu cabeza.

Cuando todos los marines estaban en tierra, vivos y muertos, los botes transportaron a médicos y camilleros hasta la playa. Luego empezaron a desembarcar munición, agua potable, comida, medicamentos y material sanitario. En el viaje de regreso, la nave de desembarco se llevó a los heridos al barco.

Chuck y Eddie, que eran considerados personal no esencial, desembarcaron con los pertrechos.

Los marinos que manejaban el bote se habían acostumbrado al oleaje, y la embarcación mantenía una posición estable, con la rampa en la arena mientras las olas rompían en la popa. Un grupo de soldados descargaron las cajas y Chuck y Eddie saltaron al agua para llegar a la orilla.

Alcanzaron la playa juntos.

En el momento en que pisaron la arena, una ametralladora abrió fuego.

Parecía estar oculta en la selva, a unos cuatrocientos metros. ¿Había estado ahí desde el principio, esperando a que llegara el momento idóneo para atacar, o acababa de llegar a esa ubicación? Eddie y Chuck se agacharon y corrieron hacia los árboles.

Un marino que cargaba con una caja de munición al hombro profirió un grito de dolor y cayó, tirando la caja.

Luego fue Eddie el que gritó.

Chuck dio un par de pasos antes de poder detenerse. Cuando se volvió, Eddie se revolcaba en la arena, agarrándose la rodilla y gritando:

—¡Ah, joder!

Chuck corrió hasta él y se arrodilló a su lado.

—¡No pasa nada, estoy aquí! —gritó.

Eddie cerró los ojos, pero estaba vivo, y Chuck no vio ninguna otra herida aparte de la de la rodilla.

Alzó la vista. El bote que los había trasladado a tierra aún estaba cerca de la orilla; todavía no habían acabado de descargarlo. Tenía la posibilidad de trasladar a Eddie al barco en pocos minutos, pero la ametralladora no había dejado de disparar.

Se agachó.

—Esto te va a doler —dijo—. Grita cuanto quieras.

Agarró a Eddie por debajo del hombro con el brazo derecho y deslizó el izquierdo bajo los muslos. Entonces levantó el peso y se puso en pie. Eddie gritó de dolor mientras su pierna herida se balanceaba.

—Aguanta, amigo —dijo Chuck, que se volvió hacia el agua.

De pronto sintió un dolor insoportable y punzante que le fue subiendo por las piernas, la espalda y, al final, llegó hasta la cabeza. Al cabo de un instante pensó que no debía soltar a Eddie. Poco después se dio cuenta de que iba a hacerlo. Vio un fogonazo de luz que lo dejó ciego.

Y un manto de oscuridad cubrió el mundo.