II

Chuck Dewar supo que se avecinaba tormenta cuando el capitán Vandermeier entró en la sección de territorio enemigo en mitad de la tarde, con el rostro sonrosado tras un almuerzo regado con cerveza.

La unidad de inteligencia de Pearl Harbor se había ampliado. Antiguamente llamada Estación HYPO, ahora la habían bautizado con el grandilocuente nombre de Centro Conjunto de Inteligencia, Área del Océano Pacífico, o JICPOA, según sus siglas en inglés.

Vandermeier llegó acompañado de un sargento de la armada.

—Eh, vosotros dos, capullitos de alhelí —dijo Vandermeier—. Tenéis una queja de un cliente.

La operación había crecido, todo el mundo se había especializado, y Chuck y Eddie se habían convertido en expertos de levantar mapas del territorio en el que estaban a punto de aterrizar las fuerzas estadounidenses mientras se abrían camino isla a isla, por todo el Pacífico.

—Este es el sargento Donegan. —El marino era muy alto y parecía duro como un rifle. Chuck supuso que Vandermeier, con sus problemas de sexualidad, se sentía turbado.

Chuck se puso en pie.

—Encantado de conocerlo, sargento. Soy el suboficial jefe de marina Dewar.

Chuck y Eddie habían obtenido sendos ascensos. A pesar de que miles de reclutas se alistaban en el ejército estadounidense, había escasez de oficiales, y los hombres que se habían alistado antes de la guerra y que eran lo suficientemente avispados ascendían con rapidez. Ahora Chuck y Eddie podían vivir fuera de la base y habían alquilado un pequeño piso juntos.

Chuck le tendió la mano, pero Donegan no se la estrechó.

Chuck se sentó de nuevo. Tenía un rango ligeramente superior al de un sargento, y no iba a mostrarse cortés con alguien que lo trataba de forma grosera.

—¿Puedo hacer algo por usted, capitán Vandermeier?

Un capitán podía atormentar a un suboficial de la armada de diversas maneras, y Vandermeier las conocía todas. Ajustaba la lista de turnos para que Chuck y Eddie nunca tuvieran el mismo día libre. Calificaba sus informes con un «adecuado», aun sabiendo que todo lo que estuviera por debajo de «excelente» era, en realidad, un punto negativo. Enviaba mensajes confusos a la oficina de nóminas para que recibieran el sueldo con retraso o de una cantidad inferior a la que les correspondía y se vieran obligados a pasar varias horas deshaciendo el entuerto. Era un tipo verdaderamente insoportable. Y ahora se le había ocurrido una nueva forma de complicarles la vida.

Donegan se sacó del bolsillo una hoja de papel mugriento y la desdobló.

—¿Eres el responsable de esto? —preguntó con tono agresivo.

Chuck tomó la hoja de papel. Era un mapa de Nueva Georgia, una isla de las islas Salomón.

—Déjeme echarle un vistazo —dijo. Era obra suya, y lo sabía, pero quería ganar un poco de tiempo.

Se acercó a un archivador y abrió un cajón. Sacó la carpeta de Nueva Georgia y cerró el cajón con la rodilla. Regresó al escritorio, se sentó y abrió la carpeta. Contenía una copia del mapa de Donegan.

—Sí —dijo Chuck—. Es mío.

—Bueno, pues he venido a decirte que es una mierda —le espetó Donegan.

—¿Ah, sí?

—Mira, aquí. Según tu mapa, la selva llega hasta el mar cuando, en realidad, hay una playa de cuatrocientos metros de ancho.

—Lo lamento.

—¿Lo lamentas? —Donegan había bebido tanta cerveza como Vandermeier y tenía ganas de pelea—. Cincuenta de mis hombres murieron en esa playa.

Vandermeier eructó y dijo:

—¿Cómo pudiste cometer un error así, Dewar?

Chuck se estremeció. Si era el responsable de un error que había provocado la muerte de cincuenta hombres, merecía que le gritaran.

—Este es el material con el que tuvimos que trabajar —dijo. La carpeta contenía un mapa impreciso, tal vez victoriano, de las islas, y una carta de navegación más reciente que mostraba las profundidades del mar pero que no incluía las características del terreno. No había ningún informe elaborado sobre el terreno ni mensajes de radio descifrados. La única información más que contenía la carpeta era una fotografía de reconocimiento aéreo en blanco y negro y borrosa. Al señalar con el dedo el punto relevante de la fotografía, Chuck dijo—: Sin duda parece que los árboles llegan hasta el agua. ¿Hay marea alta? Si no, quizá la arena estuviera cubierta de algas cuando se tomó la fotografía. Las algas aparecen y desaparecen de forma muy rápida.

—Serías más riguroso si fueras tú el que tuviera que luchar en el terreno.

Quizá era cierto, pensó Chuck. Donegan era agresivo, maleducado y, además, Vandermeier se estaba encargando de incitarlo con toda la malicia del mundo, pero eso no significaba que estuviera equivocado.

—Sí, Dewar —terció Vandermeier—. Quizá ese mariquita amigo tuyo y tú tendríais que acompañar a los marines en la siguiente misión. Para comprobar cómo se usan vuestros mapas.

Chuck estaba intentando pensar en una réplica ingeniosa cuando se le ocurrió que quizá podía tomarse la sugerencia al pie de la letra. Tal vez debía ver un poco de acción. Era fácil adoptar un actitud displicente protegido tras un escritorio. La queja de Donegan merecía ser tomada en serio.

Sin embargo, si seguía adelante pondría en riesgo su vida.

Chuck miró a Vandermeier a los ojos.

—Me parece una buena idea, capitán —dijo—. Me gustaría ofrecerme voluntario para una misión.

Donegan se quedó sorprendido, como si empezara a pensar que tal vez había evaluado mal la situación.

Eddie abrió la boca por primera vez.

—A mí también me lo parece y quiero ir.

—Muy bien —dijo Vandermeier—. Regresaréis más sabios, o no regresaréis.