I

Quieres casarte conmigo? —preguntó Volodia Peshkov, que contuvo la respiración.

—No —respondió Zoya Vorotsintsev—. Pero gracias.

Era una mujer que se caracterizaba por su pragmatismo, pero esa respuesta brusca era excesiva incluso para ella.

Estaban en la cama, en el fastuoso hotel Moskvá, y acababan de hacer el amor. Zoya había llegado al orgasmo dos veces. Su práctica favorita era el cunnilingus. Le gustaba echarse sobre un montón de almohadas mientras él se arrodillaba entre sus piernas, para rendir adoración. Volodia se comportaba como un acólito entregado, y ella lo correspondía con entusiasmo.

Hacía más de un año que eran pareja, y todo parecía ir a las mil maravillas. Por ello, la negativa de Zoya lo desconcertó.

—¿Me quieres? —preguntó él.

—Sí. Te adoro. Gracias por quererme tanto como para pedirme que me case contigo.

Aquello estaba un poco mejor.

—¿Y por qué no aceptas?

—No quiero traer niños a un mundo en guerra.

—De acuerdo, lo entiendo.

—Pídemelo otra vez cuando hayamos ganado.

—Quizá por entonces no quiera casarme contigo.

—Si tan veleidoso eres, me alegro de haberte rechazado.

—Lo siento, por un momento he olvidado que no entiendes las bromas.

—Tengo que ir a hacer pis. —Se levantó de la cama y cruzó la habitación desnuda. Volodia a duras penas podía creer que le fuera permitido ver un espectáculo como ese. Zoya tenía el cuerpo de una modelo o una estrella de cine, la piel blanca como la nieve y el pelo de un rubio pálido…, todo su pelo. Se sentó en el váter sin cerrar la puerta del baño y Volodia la escuchó mientras hacía pis. Su falta de pudor era una fuente constante de deleite.

Se suponía que él estaba trabajando.

El personal de Moscú del servicio de espionaje se sumía en la confusión cada vez que los máximos dirigentes de los Aliados acudían a Moscú, y la rutina habitual de Volodia se había visto alterada de nuevo para la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores que había empezado el 18 de octubre.

Los asistentes eran el secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull, y el secretario del Foreign Office británico, Anthony Eden. Habían elaborado un plan disparatado para realizar un pacto entre cuatro potencias que incluía a China. Stalin creía que era una estupidez y no entendía por qué perdían el tiempo con ello. El estadounidense, Hull, tenía setenta y dos años y tosía sangre, su médico lo había acompañado a Moscú, pero no por ello era menos enérgico, e insistía en el pacto.

Durante la conferencia había tanto trabajo, que el NKVD —la policía secreta— se vio obligado a cooperar con sus odiados rivales del Servicio Secreto del Ejército Rojo, la organización a la que pertenecía Volodia. Tuvieron que poner micrófonos ocultos en habitaciones de hotel; había incluso uno en la habitación que ocupaban Volodia y Zoya, pero él lo había desconectado. Los ministros extranjeros y todos sus consejeros debían ser sometidos a una estricta vigilancia, minuto a minuto. Tenían que abrirles el equipaje y registrárselo de forma clandestina. Tenían que grabar, transcribir y traducir al ruso sus conversaciones telefónicas, para posteriormente leerlas y resumirlas. La mayoría de las personas con las que trataran, incluidos camareros de restaurante y camareras de hotel, eran agentes del NKVD, pero al resto de las personas con las que hablaran, ya fuera en el vestíbulo del hotel o en la calle, tendrían que investigarlas, tal vez detenerlas e interrogarlas bajo tortura. Era mucho trabajo.

A Volodia le iba todo muy bien. Sus espías de Berlín le estaban proporcionando una información secreta muy valiosa. Le habían dado el plan de batalla de la principal ofensiva alemana del verano, la Operación Ciudadela, y el Ejército Rojo le había infligido una gran derrota.

Zoya también era feliz. La Unión Soviética había retomado la investigación nuclear, y Zoya formaba parte del equipo que intentaba diseñar una bomba. Los científicos occidentales les llevaban una buena ventaja por culpa del retraso fruto del escepticismo de Stalin, pero a cambio estaban recibiendo una ayuda valiosísima de los espías comunistas de Inglaterra y Estados Unidos, incluido el viejo amigo de escuela de Volodia, Willi Frunze.

Zoya regresó a la cama.

—Cuando nos conocimos, parecía que no te gustaba demasiado —dijo Volodia.

—No me gustaban los hombres en general —contestó ella—. Y siguen sin gustarme. La mayoría son un hatajo de borrachos, matones y estúpidos. Tardé un poco en darme cuenta de que eras distinto.

—Gracias, creo —dijo Volodia—. ¿Tan malos somos los hombres?

—Mira a tu alrededor. Mira tu país.

Se estiró por encima de ella para alcanzar la radio de la mesita de noche. Aunque había desconectado el dispositivo de escucha que había detrás del cabecero, toda precaución era poca. Cuando la radio se calentó, empezó a sonar una marcha interpretada por una banda militar. Convencido de que nadie podía oírlos, Volodia retomó la conversación.

—Piensas en Stalin y Beria. Pero no se mantendrán en el poder eternamente.

—¿Sabes cómo cayó en desgracia mi padre? —preguntó Zoya.

—No. Mis padres nunca lo han mencionado.

—Hay un motivo por el que no lo han hecho.

—Cuéntamelo.

—Según mi madre, en la fábrica donde trabajaba mi padre se celebraron unas elecciones para elegir el diputado que debía representarlos en el Sóviet de Moscú. Se presentó un candidato bolchevique y un menchevique, y mi padre asistió a un mitin de este para escucharlo. No era partidario de los mencheviques y tampoco los votó, pero todos los que asistieron al mitin fueron despedidos y al cabo de unas semanas detuvieron a mi padre y lo trasladaron a la Lubianka.

Se refería a la cárcel y al cuartel general del NKVD, situado en la plaza Lubianka.

—Mi madre fue a ver a tu padre para suplicarle ayuda y él la acompañó de inmediato a la Lubianka. Rescataron a mi padre, pero fueron testigos del fusilamiento de doce obreros.

—Es horrible —dijo Volodia—. Pero fue Stalin…

—No, esto sucedió en 1920 y en aquel entonces Stalin tan solo era un comandante del Ejército Rojo que luchaba en la guerra polaco-soviética. Era Lenin quien mandaba.

—¿Eso ocurrió con Lenin?

—Sí. De modo que ya ves, no son únicamente Stalin y Beria.

La opinión de Volodia sobre la historia comunista se vio alterada considerablemente.

—Entonces, ¿qué es?

Se abrió la puerta.

Volodia cogió la pistola que tenía en el cajón de la mesilla de noche.

Sin embargo, la persona que entró era una chica vestida, a juzgar por lo que veía a simple vista, únicamente con un abrigo de piel.

—Lo siento, Volodia —dijo la chica—. No sabía que tenías compañía.

—¿Quién coño es? —preguntó Zoya.

—¿Cómo has abierto la puerta, Natasha? —preguntó Volodia.

—Me diste una llave maestra que abre todas las puertas del hotel.

—¡Aun así podrías haber llamado!

—Lo siento. Solo he venido a darte las malas noticias.

—¿De qué se trata?

—He ido a la habitación de Woody Dewar, tal y como me pediste, pero no he conseguido nada.

—¿Qué has hecho?

—Esto. —Natasha se abrió el abrigo y les mostró su cuerpo desnudo. Tenía una figura voluptuosa y una exuberante mata de vello púbico.

—De acuerdo, ya me lo imagino, cierra el abrigo —dijo Volodia—. ¿Qué te ha dicho él?

Natasha cambió al inglés.

—Se limitó a decir: «No». A lo que yo he preguntado: «¿A qué te refieres con no?». Y él ha dicho: «Es lo contrario de sí». Entonces ha aguantado la puerta abierta hasta que me he ido.

—Mierda —dijo Volodia—. Tendré que pensar en otra cosa.