V

Los médicos estaban en el vestíbulo del hospital decidiendo a qué pacientes atender primero. A aquellos que simplemente presentaban quemaduras y cortes los enviaban a la sala de espera del ambulatorio, donde las enfermeras menos experimentadas les limpiaban las heridas y les calmaban el dolor con aspirinas. Los más graves recibían tratamiento urgente en el propio vestíbulo antes de enviarlos a la planta superior para que los examinara un especialista. Los muertos eran trasladados al patio y tendidos en el frío suelo a la espera de que alguien preguntara por ellos.

El doctor Ernst examinó a una víctima de quemaduras que sufría fuertes dolores y prescribió que le administraran morfina.

—Luego quitadle la ropa y ponedle pomada en las quemaduras —dijo, y se dispuso a atender a otro paciente.

Carla llenó la jeringuilla mientras Frieda cortaba las ennegrecidas prendas del paciente. Presentaba graves quemaduras en el lado derecho, pero el izquierdo no lo tenía tan mal. Carla encontró una zona del muslo izquierdo donde los tejidos estaban intactos. Se disponía a administrarle la inyección cuando lo miró a la cara, y se quedó helada.

Conocía ese rostro abotagado con un bigote que parecía una mancha de hollín. Dos años atrás había entrado en su casa y se había llevado a su padre, y ahora que volvía a verlo, se estaba muriendo. Era el inspector Thomas Macke, de la Gestapo.

«Tú mataste a mi padre», pensó.

«Ahora yo puedo matarte a ti.»

Sería muy sencillo. Le administraría cuatro dosis de morfina de la cantidad máxima. Nadie se daría cuenta, y menos en una noche así. Perdería el conocimiento de inmediato y moriría al cabo de pocos minutos. Cualquier médico somnoliento daría por sentado que había sufrido un paro cardíaco. Nadie cuestionaría el diagnóstico y ningún escéptico haría preguntas. Pasaría a ser una de las miles de víctimas muertas a causa de un bombardeo aéreo. Descanse en paz.

Sabía que Werner temía que Macke sospechaba de él. Cualquier día podían detenerlo. «Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.» Werner delataría a Frieda, y a Heinrich, y a los demás; incluida Carla. En cuestión de un minuto podía salvarlos a todos.

Sin embargo, vacilaba.

Se preguntaba por qué. Macke era un torturador y un asesino, merecía la muerte mil veces.

Y ella había matado a Joachim, o al menos había contribuido a matarlo. Con todo, aquello había sido durante una pelea, y Joachim intentaba matar a patadas a su madre cuando ella le golpeó con una cazuela en la cabeza. Pero esto era otra cosa.

Macke era un paciente.

Carla no era una fervorosa creyente, pero había cosas que consideraba sagradas. Era enfermera, y los pacientes confiaban en ella. Sabía que Macke la torturaría y la mataría sin compasión; pero ella no era como Macke, ella no era así. No se trataba de quién fuera él sino de quién era ella.

Sentía que, si mataba a un paciente, tendría que abandonar la profesión porque nunca más se atrevería a cuidar enfermos. Sería como un banquero que roba dinero, o un político que acepta sobornos, o un sacerdote que mete mano a las chiquillas que acuden a que las prepare para la primera comunión. Se estaría traicionando a sí misma.

—¿A qué esperas? —dijo Frieda—. No puedo ponerle la pomada mientras no se calme.

Carla clavó la aguja a Thomas Macke, y este dejó de gritar.

Frieda empezó a aplicar la pomada en las quemaduras.

—Este solo sufre una conmoción cerebral —explicaba el doctor Ernst refiriéndose a otro paciente—. Pero tiene una bala incrustada en el trasero. —Alzó la voz para hablar al paciente—. ¿Cómo le han disparado? Precisamente lo único que la RAF no arroja son balas.

Carla se volvió a mirarlo. El paciente estaba tendido boca abajo. Le habían cortado los pantalones y se le veían las nalgas. Tenía la piel blanca y fina, y un poco de vello rubio en la parte baja de la espalda. Estaba aturdido, pero farfullaba.

—¿Dice que el arma de un policía se disparó accidentalmente? —preguntó Ernst.

—Sí —respondió el paciente con más claridad.

—Vamos a extraerle la bala. Le dolerá, pero no tenemos mucha morfina y hay pacientes que están peor que usted.

—Haga lo que tenga que hacer.

Carla le limpió la herida. Ernst cogió unos fórceps largos y delgados.

—Muerda la almohada —dijo.

Introdujo los fórceps en la herida. La almohada amortiguó el alarido de dolor del paciente.

—Intente no ponerse tenso, es peor —aconsejó Ernst.

A Carla le pareció un comentario de lo más estúpido. Nadie era capaz de relajarse mientras le hurgaban en una herida.

—¡Ay! ¡Mierda! —rugió el paciente.

—Ya la tengo —dijo el doctor Ernst—. ¡Trate de estarse quieto!

El paciente permaneció inmóvil, y Ernst extrajo la bala y la depositó en una bandeja.

Carla le limpió la sangre de la herida y le aplicó un vendaje.

El paciente se dio la vuelta.

—No —dijo Carla—. Debe permanecer de…

Se interrumpió. El paciente era Werner.

—¿Carla? —preguntó él.

—Sí, soy yo —respondió ella con alegría—. Te he puesto un apósito en el trasero.

—Te quiero —dijo él.

Ella le echó los brazos al cuello de la forma menos profesional posible y le dijo:

—Oh, amor mío. Yo también te quiero.