Macke estaba sentado en el asiento trasero del Mercedes negro, al lado de Werner. Llevaba una bolsa colgada en los hombros, como una cartera de colegial, solo que la tenía delante en lugar de detrás. Era lo bastante pequeña para que quedara oculta debajo del abrigo. De la bolsa salía un cable delgado conectado a un pequeño auricular.
—Es lo último —dijo Macke—. Cuando te acercas al emisor, el sonido aumenta de volumen.
—Es más discreto que una furgoneta con una antena enorme en el techo —observó Werner.
—Tenemos que utilizar las dos cosas; la furgoneta sirve para acotar la zona y esto para dar con la ubicación exacta.
Macke tenía problemas. La Operación Ciudadela había resultado catastrófica. Incluso antes de que comenzara la ofensiva, el Ejército Rojo había atacado los aeródromos donde se agrupaba la Luftwaffe. La operación se había suspendido al cabo de una semana, pero aun así era tarde para evitar daños irreparables al ejército alemán.
Siempre que algo salía mal, los dirigentes alemanes se apresuraban a acusar de conspiración a los judíos bolcheviques. Sin embargo, en esa ocasión tenían razón. Al parecer, el Ejército Rojo conocía de antemano todos los detalles del plan de combate. Y eso, según el superintendente Kringelein, era culpa de Thomas Macke, porque era el jefe de contraespionaje en la ciudad de Berlín. Su carrera estaba en juego. Se enfrentaba a un posible despido, y a cosas peores.
Ahora su única esperanza era dar un golpe formidable, una redada masiva para acorralar a todos los espías que estaban socavando los esfuerzos bélicos de Alemania. Para ello, esa noche había tendido una trampa a Werner Franck.
Si Franck resultaba ser inocente, no sabía lo que haría.
En el asiento delantero del coche, se oyó crepitar un walkie-talkie. A Macke se le aceleró el pulso. El conductor descolgó el auricular.
—Wagner al habla. —Puso en funcionamiento el motor—. Estamos de camino. Cambio y corto.
La cosa estaba en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Macke.
—A Kreuzberg. —Se trataba de un barrio humilde y muy poblado del sur del centro de la ciudad.
Justo cuando arrancaban, sonó la sirena que anunciaba un ataque aéreo.
Era una complicación inoportuna. Macke miró por la ventanilla. Se encendieron los reflectores y los focos luminosos empezaron a oscilar de un lado a otro como batutas gigantes. Macke suponía que a veces servían para detectar los aviones, pero nunca había sido testigo de ello. Cuando las sirenas cesaron de aullar, oyó la estridencia de los bomberos aproximándose. En los primeros años de la guerra, en las misiones de bombardeo británicas participaban pocas decenas de aviones, y aun así resultaban nefastas. Ahora, sin embargo, acudían a cientos. El ruido resultaba aterrador incluso antes de que lanzaran las bombas.
—Imagino que es mejor suspender la misión de esta noche —aventuró Werner.
—No, diantres —repuso Macke.
El rugido de los aviones aumentó.
Cuando el coche se acercó a Kreuzberg, empezaron a caer bengalas y pequeñas bombas incendiarias. El barrio era un objetivo clásico según la actual estrategia de la RAF, consistente en matar el máximo número posible de obreros de las fábricas. Con una hipocresía pasmosa, Churchill y Attlee afirmaban que tan solo atacaban objetivos militares y que las muertes de civiles eran un daño colateral lamentable. Sin embargo, los berlineses sabían que no era cierto.
Wagner avanzó lo más rápido posible por las calles iluminadas de modo irregular por las llamas. No había nadie a la vista a excepción de los oficiales del cuerpo de defensa antiaérea: todos los demás ciudadanos estaban obligados por ley a permanecer bajo cubierto. Los únicos vehículos que circulaban eran ambulancias y coches de bomberos y de policía.
Macke escrutó a Werner con disimulo. El muchacho tenía los nervios a flor de piel, no paraba quieto y miraba por la ventanilla preocupado mientras, inconscientemente, daba golpes con el pie a causa de la tensión.
Macke solo había compartido sus sospechas con su equipo habitual. Iba a pasarlo mal si tenía que confesar que había desvelado las operaciones de la Gestapo a alguien a quien ahora creía un espía. Podría acabar teniendo que someterse a un interrogatorio en su propia cámara de torturas, así que no pensaba decir nada hasta que no estuviera seguro. La única forma de salir airoso era planteárselo a sus superiores demostrándoles al mismo tiempo que había capturado a un espía.
Con todo, si sus sospechas resultaban ser ciertas, no solo le echaría el guante a Werner sino también a su familia y sus amigos, y eso supondría la destrucción de una gran red de espionaje. El resultado sería muy distinto. Tal vez lo ascendieran, incluso.
Mientras el ataque aéreo proseguía, el tipo de bombas cambió, y Macke oyó el sonido grave y ensordecedor de los explosivos de alta potencia. Una vez iluminado el objetivo, la RAF era partidaria de arrojar una combinación de grandes bombas incendiarias para iniciar el fuego y explosivos de alta potencia para avivar las llamas y dificultar las tareas de los servicios de emergencia. Era un procedimiento cruel, pero Macke sabía que el de la Luftwaffe era similar.
Macke empezó a oír los sonidos en el auricular mientras avanzaban con cautela por una calle de edificios de cinco plantas. La zona estaba sufriendo un ataque terrible y se estaban derrumbando varios edificios.
—Estamos en pleno centro del objetivo, por el amor de Dios —dijo Werner con voz temblorosa.
A Macke le daba igual; para él lo que ocurriera esa noche era una cuestión de vida o muerte.
—Mejor que mejor —dijo—. Gracias al bombardeo, el pianista creerá que no tiene que preocuparse por la Gestapo.
Wagner detuvo el coche junto a una iglesia en llamas y señaló una calle lateral.
—Por ahí —dijo.
Macke y Werner saltaron del vehículo.
Macke avanzó deprisa por la calle con Werner a su lado y Wagner detrás.
—¿Está seguro de que se trata de un espía? —preguntó Werner—. ¿No podría ser otra cosa?
—¿Otra cosa, una transmisión por radio? —soltó Macke—. ¿Qué quiere que sea?
Macke seguía oyendo los sonidos en el auricular, pero muy débiles, pues el ataque aéreo era una pura algarabía: los aviones, las bombas, los cañonazos antiaéreos, el estruendo de los edificios derrumbándose y el rugido de las tremendas llamas.
Pasaron junto a un establo donde los caballos relinchaban de terror. La señal era cada vez más fuerte. Werner miraba a un lado y al otro, nervioso. Si era un espía, debía de temer que la Gestapo estuviera a punto de detener a alguno de sus compinches, y de preguntarse qué narices podía hacer para evitarlo. ¿Repetiría el truco de la última vez o se le habría ocurrido alguna otra forma de ponerlos sobre aviso? Por otra parte, si no lo era, toda aquella farsa era una auténtica pérdida de tiempo.
Macke se retiró el auricular del oído y se lo entregó a Werner.
—Escuche —dijo sin dejar de caminar.
Werner asintió.
—Es cada vez más fuerte —observó. La expresión de sus ojos era casi desesperada. Devolvió el auricular a Macke.
«Me parece que ya te tengo», pensó Macke, triunfal.
Se oyó un estruendo ensordecedor cuando una bomba aterrizó en el edificio que acababan de dejar atrás. Se volvieron y vieron que las llamas lamían ya el interior del escaparate hecho añicos de una panadería.
—Dios, qué cerca —exclamó Wagner.
Llegaron a una escuela, un edificio bajo de obra vista construido en un solar asfaltado.
—Me parece que es ahí —dijo Macke.
Los tres hombres subieron el pequeño tramo de escalones de piedra de la entrada. La puerta no estaba cerrada con llave. La cruzaron.
Se encontraron al principio de un pasillo ancho. En el otro extremo había una gran puerta que probablemente daba al vestíbulo de la escuela.
—Vamos allá —ordenó Macke.
Sacó el arma, una pistola Luger de 9 mm.
Werner iba desarmado.
Se oyó un estrépito, un golpe sordo y el rugido de una explosión, todo terriblemente cerca. Todas las ventanas del pasillo estallaron y una lluvia de cristales rotos tapizó el suelo embaldosado. Debía de haber caído una bomba en el patio.
—¡Fuera todo el mundo! —gritó Werner—. ¡El edificio se derrumbará de un momento a otro!
Macke se dio cuenta de que no había peligro de que el edificio se viniera abajo. Era una estratagema para alertar al pianista.
Werner echó a correr, pero en lugar de salir por donde habían entrado, avanzó por el pasillo hacia el vestíbulo.
Para avisar a sus compinches, pensó Macke.
Wagner sacó la pistola, pero Macke lo atajó.
—¡No! ¡No dispares! —gritó.
Werner llegó al final del pasillo y abrió de golpe la puerta del vestíbulo.
—¡Corred todos! —gritó. De repente, se calló y se quedó quieto.
Quien había en el vestíbulo era Mann, el ingeniero eléctrico del equipo de Macke, y transmitía mensajes sin sentido con una radio portátil.
Tras él estaban Schneider y Richter, ambos empuñando sus pistolas.
Macke sonrió con aire triunfal. Werner había caído en la trampa.
Wagner fue directo hacia él y lo apuntó con la pistola en la cabeza.
—Estás detenido, escoria bolchevique —le espetó Macke.
Werner actuó con rapidez. Con un movimiento brusco, apartó su cabeza de la pistola de Wagner, se la arrebató y lo atrajo hacia sí mientras entraba en el vestíbulo. Durante unos instantes, Wagner le sirvió de escudo contra las armas que lo apuntaban desde allí. Luego le dio un empujón, y él tropezó y se cayó. Al cabo de un instante había salido del vestíbulo y había cerrado la puerta de golpe.
Durante unos segundos, Macke y Werner se quedaron solos en el pasillo.
Werner se dirigió hacia Macke.
Este lo apuntó con la Luger.
—Quieto, o disparo.
—No, no dispararás. —Werner se acercó más—. Tienes que interrogarme para averiguar quiénes son los demás.
Macke apuntó a las piernas de Werner.
—Pero puedo interrogarte con una bala en la rodilla —dijo, y disparó.
Había fallado.
Werner arremetió contra Macke y le golpeó la mano con que sostenía la pistola, obligándolo a soltar el arma. Cuando se agachó para recuperarla, Werner lo adelantó.
Macke recogió la pistola.
Werner llegó a la puerta de la escuela. Macke apuntó con precisión a las piernas y disparó.
Los primeros tres disparos no alcanzaron a Werner, que pudo salir del edificio.
Macke efectuó otro disparo a través de la puerta, todavía abierta, y Werner soltó un grito y cayó al suelo.
Macke corrió por el pasillo. Oyó tras de sí a sus compañeros, que habían salido del vestíbulo.
Entonces el techo se derrumbó con gran estruendo, se oyó otro ruido, como un golpe sordo, y una ola de fuego los engulló. Macke chilló de terror y, a continuación, de agonía cuando la ropa se le prendió. Cayó al suelo. Se hizo el silencio. Luego, la oscuridad.