Carla se topó con el coronel Beck en el pasillo del hospital. Iba uniformado y, de repente, le inspiró miedo. Desde que le dieron el alta, Carla vivía todos los días con el temor de que la delatara y la Gestapo acudiera a detenerla.
Sin embargo, él le sonrió.
—He venido por una visita rutinaria con el doctor Ernst.
¿Eso era todo? ¿Había olvidado la conversación que habían mantenido? ¿Pretendía haberla olvidado? ¿Habría un Mercedes negro de la Gestapo aguardándola en la puerta?
Beck llevaba en la mano una carpeta verde de las que utilizaban en el hospital.
Se acercó un oncólogo ataviado con una bata blanca.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Carla a Beck en tono jovial cuando el especialista pasó por su lado.
—Estoy todo lo bien que puedo estar. No volveré a ponerme al frente de un batallón pero, dejando de lado la actividad física, puedo llevar una vida normal.
—Me alegra oír eso.
No cesaba de pasar gente. Carla temía que Beck no tuviera la oportunidad de hablarle en privado.
El hombre, en cambio, no se inmutó.
—Quería darle las gracias por su amable trato y su profesionalidad.
—No hay de qué.
—Adiós, enfermera.
—Adiós, coronel.
Cuando Beck se marchó, la carpeta había pasado a manos de Carla.
Se dirigió a toda prisa al vestuario de las enfermeras. Estaba desierto. Mantuvo el pie contra la puerta con firmeza para que nadie pudiera entrar.
Dentro de la carpeta había un gran sobre corriente de color beige de los que se usaban en todos los despachos. Carla lo abrió. Contenía varias hojas mecanografiadas. Echó un vistazo a la primera sin sacarla del sobre. El encabezado rezaba:
ORDEN OPERACIONAL N.º 6
OPERACIÓN CIUDADELA
Era el plan de combate para la ofensiva que debía llevarse a cabo en verano en el frente oriental. El corazón se le aceleró. Tenía un auténtico tesoro en las manos.
Debía entregarle el sobre a Frieda. Por desgracia, su amiga no había ido a trabajar; tenía el día libre. Carla se planteó marcharse de inmediato, antes de terminar el turno, y dirigirse a casa de Frieda, pero enseguida descartó la idea. Era mejor comportarse con normalidad para no llamar la atención.
Guardó el sobre en el bolso que tenía colgado junto con el impermeable y lo tapó con el fular de motivos azules y dorados que siempre llevaba para ocultar cosas. Permaneció quieta unos instantes hasta que pudo volver a respirar con normalidad, y regresó junto a los pacientes.
Cubrió el resto del turno lo mejor que pudo. Luego se puso el impermeable, salió del hospital y se dirigió a la estación. Al pasar junto a un edificio bombardeado, vio una pintada en los restos de un muro. Un patriota desafiante había escrito: PUEDEN DESTRUIRNOS LAS CASAS, PERO NO NOS DESTRUIRÁN EL ALMA. Sin embargo, otra persona había citado irónicamente el eslogan utilizado por Hitler en las elecciones de 1933: «Dadme cuatro años y no reconoceréis Alemania».
Compró un billete para la estación de Zoologischer Garten.
En el tren se sentía una extraña. Todos los demás pasajeros eran fieles alemanes y ella llevaba en el bolso secretos para entregar su país a Moscú. No le gustaba esa sensación. Nadie posaba los ojos en ella, pero tenía la impresión de que lo hacían expresamente, para no cruzar las miradas. No veía el momento de entregar el sobre a Frieda.
La estación de Berlin Zoo estaba al otro lado del Tiergarten. Los árboles parecían enanos al lado de la colosal torre antiaérea, una de las tres construidas en la ciudad. El bloque cuadrado de hormigón medía más de treinta metros. En cada una de las cuatro esquinas del tejado había un cañón antiaéreo de 128 mm que pesaba 25 toneladas. La estructura de hormigón visto estaba pintada de verde en un vano intento optimista de evitar que la monstruosa construcción hiriera la sensibilidad de los visitantes del parque.
Sin embargo, a pesar de su fealdad, los berlineses la adoraban. Cuando caían las bombas sobre la ciudad, su atronadora respuesta garantizaba que alguien disparaba en su defensa.
Seguía en un estado de gran tensión. Desde la estación, fue caminando hasta casa de Frieda. Era media tarde, o sea que el matrimonio Franck no debía de encontrarse en casa; Ludi estaría en la fábrica y Monika habría ido a visitar a alguna amiga, posiblemente a la madre de Carla. Vio la motocicleta de Werner aparcada en el camino de entrada.
El criado abrió la puerta.
—La señorita Frieda no está en casa, pero no tardará en volver —anunció—. Ha ido a KaDeWe a comprarse unos guantes. El señor Werner está en la cama con un fuerte resfriado.
—Esperaré a Frieda en su habitación, como siempre.
Carla se quitó el impermeable y se dirigió al piso de arriba con el bolso. Una vez en la habitación de Frieda, se descalzó, se tendió en la cama y se dispuso a leer el plan de combate de la Operación Ciudadela. Estaba más tensa que la cuerda de un arco, pero se sentiría mejor cuando hubiera entregado el documento robado.
Oyó unos sollozos en la habitación contigua, lo cual le sorprendió, puesto que se trataba del dormitorio de Werner. A Carla le costaba imaginar al engolado don Juan llorando.
No obstante, era indudable que se trataba de un hombre, y que intentaba en vano ahuyentar la pena que sentía.
Contra su voluntad, Carla se compadeció de él. Se dijo que alguna muchacha peleona debía de haberle dado calabazas, y, probablemente, con razón. Aun así, no podía evitar responder a aquellas muestras de auténtico dolor.
Saltó de la cama, volvió a guardar el plan de combate en el bolso y salió de la habitación.
Se quedó escuchando junto a la puerta del dormitorio de Werner. Allí los sollozos se oían con mayor claridad. Era demasiado bondadosa para no hacer caso de ellos. Abrió la puerta y entró.
Werner estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Al oír que abrían la puerta, levantó la mirada, sobresaltado. Tenía el rostro enrojecido y húmedo a causa del llanto. Se había aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Miró a Carla con expresión de congoja. Estaba abatido, desolado, y se sentía demasiado infeliz para preocuparle quién lo viera.
Carla no podía fingir que no le importaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No puedo seguir con esto —respondió él.
Ella cerró la puerta tras de sí.
—¿Qué ha ocurrido?
—Le han cortado la cabeza a Lili Markgraf, y yo estaba presente.
Carla se lo quedó mirando boquiabierta.
—¿De qué demonios me estás hablando?
—Tenía veintidós años. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la cara—. Ahora corres peligro, pero si te lo cuento será mucho peor.
Carla estaba perpleja y su cabeza no paraba de hacer conjeturas.
—Me parece que ya sé de qué va, pero cuéntamelo —dijo.
Él asintió.
—De todos modos, lo adivinarías pronto. Lili ayudaba a Heinrich a transmitir mensajes a Moscú. Se va mucho más rápido si alguien te ayuda a leer los códigos, y cuanto más rápido vayas, menos posibilidades hay de que te pillen. Pero la prima de Lili pasó unos cuantos días en su casa y encontró el libro de códigos. Puta nazi.
Esas palabras confirmaban las sospechas que tenían a Carla estupefacta.
—¿Sabes lo de los espías?
Él la miró con una sonrisa irónica.
—Los dirijo yo.
—¡Dios santo!
—Por eso tuve que abandonar el asunto de los niños asesinados. Moscú me lo ordenó. Y tenían razón. Si hubiera perdido el trabajo en el Ministerio del Aire, habría dejado de tener acceso a documentos secretos y a personas que podían pasarme información.
Carla necesitaba sentarse. Se apoyó en el borde de la cama, a su lado.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Damos por sentado que, bajo tortura, todo el mundo acaba confesando. Si no sabes nada, no puedes delatar a los demás. A la pobre Lili la torturaron, pero solo conocía a Volodia, que ha regresado a Moscú, y a Heinrich, y no sabía su apellido ni ninguna otra cosa de él.
Carla se quedó completamente helada. «Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.»
—Siento habértelo contado, pero al verme así lo habrías acabado adivinando de todos modos.
—O sea que me he equivocado de medio a medio contigo.
—No es culpa tuya. Te engañé a propósito.
—Pues me siento igual de tonta. Llevo dos años creyendo que eras un indeseable.
—Y yo me moría de ganas de explicártelo todo.
Ella lo rodeó con el brazo.
Él le tomó la otra mano y la besó.
—¿Podrás perdonarme?
Carla no estaba segura de lo que sentía, pero no quería rechazarlo viéndolo tan afligido.
—Claro —respondió.
—Pobre Lili —dijo él. Hablaba con un hilo de voz—. Le habían dado tal paliza que apenas podía caminar hasta la guillotina. Aun así, estuvo suplicando clemencia hasta el final.
—¿Cómo es que estabas allí?
—Me he hecho amigo de un agente de la Gestapo, el inspector Thomas Macke. Él me llevó.
—¿Macke? Me acuerdo de él; es quien detuvo a mi padre. —Recordaba perfectamente al hombre de rostro abotagado con un pequeño bigote negro, y revivió la rabia que había sentido ante su arrogante demostración de poder cuando se llevó a su padre, y la pesadumbre, cuando este murió debido a las heridas sufridas a manos de Macke.
—Creo que sospecha de mí, y que el hecho de hacerme presenciar la ejecución era una prueba. Tal vez creía que perdería el control y trataría de intervenir. Pero me parece que he superado la prueba.
—Pero si te detienen…
Werner asintió.
—Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.
—Y tú lo sabes todo.
—Conozco a todos los espías, todos los códigos… Lo único que no sé es desde dónde transmiten los mensajes. Dejé que ellos lo decidieran, y no quieren decírmelo.
Guardaron silencio, cogidos de las manos.
—He venido para darle una cosa a Frieda, pero también puedo dártela a ti —dijo Carla al cabo de un rato.
—¿Qué es?
—El plan de combate de la Operación Ciudadela.
Werner se sobresaltó.
—¡Llevo semanas intentando hacerme con él! ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha entregado un oficial del Cuerpo de Estado Mayor. Creo que es mejor que no te diga su nombre.
—De acuerdo, no me lo digas. Pero ¿es auténtico?
—Será mejor que le eches un vistazo. —Fue a la habitación de Frieda y regresó con el sobre beige. No se le había pasado por la cabeza que el documento podía ser falso—. A mí me parece auténtico, pero yo no entiendo de estas cosas.
Werner sacó las hojas mecanografiadas.
—Es el verdadero —dijo al cabo de un minuto—. ¡Fantástico!
—Me alegro mucho.
Él se puso en pie.
—Tengo que llevárselo a Heinrich de inmediato. Tenemos que encriptarlo y transmitirlo esta misma noche.
Carla lamentó que el momento de intimidad terminara tan pronto, aunque no sabía muy bien qué esperaba de él. Lo siguió hasta el pasillo, entró a la habitación de Frieda para recuperar su bolso y bajó. Werner estaba en la puerta principal, a punto de salir.
—Me alegro de que volvamos a ser amigos —dijo.
—Yo también.
—¿Crees que seremos capaces de olvidar que hemos estado distanciados todo este tiempo?
Ella no comprendía qué trataba de decirle Werner. ¿Quería que volvieran a salir juntos o, por el contrario, le estaba diciendo que tal cosa era imposible?
—Creo que lo superaremos —respondió ella sin definirse.
—Estupendo. —Él se inclinó y le dio un fugaz beso en los labios. A continuación abrió la puerta.
Salieron a la vez, pero él se subió a la moto.
Carla recorrió el pequeño camino hasta la calle y se dirigió a la estación. Al cabo de un momento, Werner tocó el claxon y la saludó con la mano al pasar por su lado.
Una vez a solas, Carla pudo empezar a asimilar lo que Werner le había confesado. ¿Cómo se sentía? Llevaba dos años odiándolo, pero en todo ese tiempo no había tenido ninguna relación seria. ¿Acaso seguía enamorada de Werner? Al menos, en el fondo y a pesar de todo, conservaba cierto apego por él. Y hoy, al verlo tan afligido, su hostilidad se había desvanecido. Se sentía rebosante de cariño.
¿Seguía amándolo?
No lo sabía.