II

A primera hora de la mañana, Macke llevó al joven Werner Franck a la prisión de Plötzensee, situada en el barrio de Charlottenburg, en el oeste de Berlín.

—Tiene que ver esto —dijo—. Así podrá explicarle al general Dorn lo eficientes que somos.

Aparcó en Königsdamm y guió a Werner hasta la puerta trasera del edificio principal de la prisión. Entraron en una sala de siete metros y medio de largo y aproximadamente la mitad de ancho. Allí aguardaba un hombre ataviado con un frac, una chistera y unos guantes blancos. Werner arrugó la frente ante la peculiar indumentaria.

—Este es herr Reichhart —dijo Macke—. El verdugo.

Werner tragó saliva.

—Así, ¿vamos a presenciar una ejecución?

—Eso es.

—¿Y por qué lleva ese traje tan elegante? —preguntó Werner en un tono despreocupado que bien podía ser fingido.

—Es la tradición —respondió Macke encogiéndose de hombros.

Una cortina negra dividía la sala en dos. Macke la descorrió y reveló ocho ganchos fijados a una viga de hierro que se extendía de lado a lado del techo.

—¿Es para colgarlos? —preguntó Werner.

Macke asintió.

También había un tablero de madera con unas correas para sujetar a una persona. Al final del tablero se veía un dispositivo alto de forma inconfundible y en el suelo, una robusta cesta.

El joven teniente palideció.

—Una guillotina —dijo.

—Exacto —asintió Macke. Miró el reloj—. No tendremos que esperar mucho.

Entraron más hombres. Varios saludaron a Macke con la cabeza de modo familiar. Macke susurró a Werner al oído.

—Las normas obligan a que asistan los jueces, los funcionarios del tribunal, el director de la prisión y el capellán.

Werner tragó saliva. Macke se daba cuenta de que aquello no le gustaba ni un pelo.

De eso se trataba. No lo había llevado allí para impresionar al general Dorn. A Macke le preocupaba Werner. Había algo en él que no le resultaba convincente.

No cabía duda de que trabajaba para Dorn. Lo había acompañado durante una visita al cuartel general de la Gestapo tras la cual Dorn había escrito una nota en la que reconocía el admirable esfuerzo de Berlín por combatir el espionaje, y mencionaba a Macke, a raíz de lo cual este se había paseado durante semanas con un mefítico aire fatuo.

Sin embargo, Macke no podía olvidar el comportamiento de Werner la noche de hacía casi un año que habían estado a punto de atrapar a un espía en una fábrica desmantelada de abrigos de piel cerca de Ostbahnhof. El joven había sufrido un ataque de pánico; ¿o no? Fuese por accidente o por otro motivo, la cuestión era que había puesto sobre aviso al pianista y este había huido. Macke no lograba desechar la sensación de que el ataque de pánico había sido fingido y de que, en realidad, Werner había actuado de modo frío y deliberado para hacer saltar la alarma.

No había tenido agallas de detenerlo y torturarlo. Podría haberlo hecho, por supuesto, pero Dorn habría armado un buen escándalo y eso habría puesto en entredicho a Macke. Su jefe, el superintendente Kringelein, que no le tenía mucho aprecio, le habría preguntado qué pruebas de peso tenía contra Werner; y no tenía ninguna.

Sin embargo, ese método tenía que servir para revelar la verdad.

La puerta volvió a abrirse y dos guardias de la prisión entraron escoltando a una joven llamada Lili Markgraf.

Oyó que Werner ahogaba un grito.

—¿Qué ocurre? —preguntó Macke.

—No me había dicho que fuese una mujer.

—¿La conoce?

—No.

Macke sabía que Lili tenía veintidós años, aunque parecía menor. Esa mañana le habían cortado el pelo rubio, y ahora lo llevaba igual que un hombre. Caminaba cojeando y con el cuerpo doblado hacia delante como si sufriera alguna herida abdominal. Llevaba un sencillo vestido azul de algodón grueso sin cuello, con el escote a caja. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Los guardias la sujetaban con fuerza por los brazos, no pensaban correr riesgos.

—La ha denunciado un familiar que encontró un libro de códigos oculto en su habitación —explicó Macke—. Los códigos rusos de cinco cifras.

—¿Por qué camina de ese modo?

—Por los efectos del interrogatorio. Pero no hemos conseguido sacarle nada.

Werner mantuvo el semblante impasible.

—Qué lástima —dijo—. Podría habernos guiado hasta otros espías.

Macke no observó señales de que estuviera fingiendo.

—Solo conoce a su compinche por el nombre de Heinrich; no sabe cuál es el apellido. Además, podría tratarse de un seudónimo. Nunca obtenemos gran provecho apresando a mujeres; saben demasiado poco.

—Pero al menos tiene el libro de códigos.

—No vale mucho la pena. Suelen cambiar la palabra clave con frecuencia, o sea que sigue suponiendo todo un reto descifrar los mensajes.

—Qué pena.

Uno de los hombres carraspeó y habló lo bastante alto para que todo el mundo lo oyera. Se presentó como el presidente del tribunal, y a continuación pronunció la sentencia de muerte.

Los guardias llevaron a Lili hasta el tablero de madera. Le ofrecieron la oportunidad de tenderse en él de forma voluntaria, pero ella dio un paso atrás y tuvieron que obligarla. No se resistió. La tumbaron boca abajo y la sujetaron con las correas.

El capellán inició una oración.

Lili empezó a suplicar.

—No, no —dijo sin levantar la voz—. No, por favor, soltadme; soltadme. —Hablaba con aplomo, como si tan solo estuviera pidiendo un favor.

El hombre de la chistera miró al presidente, pero este negó con la cabeza.

—Todavía no. El capellán tiene que terminar la oración.

Lili habló en tono más alto y apremiante.

—¡No quiero morir! ¡Me da miedo! ¡No me hagáis esto, por favor!

El verdugo volvió a mirar al presidente del tribunal, que esa vez se limitó a ignorarlo.

Macke escrutó a Werner. Parecía repugnado, pero también lo parecía el resto de los presentes en la sala. La prueba no estaba dando muy buenos resultados; lo único que demostraba la reacción de Werner era que tenía sentimientos, no que fuese un traidor. Tendría que pensar en otra cosa.

Lili empezó a chillar.

Incluso Macke estaba impaciente.

El pastor terminó la oración deprisa y corriendo.

Cuando pronunció «Amén» la chica dejó de chillar, como si supiera que todo había terminado.

El presidente asintió.

El verdugo accionó una palanca y la hoja deslastrada de la guillotina cayó.

Se oyó un siseo cuando la hoja seccionó el pálido cuello de Lili. Su cabeza de pelo corto cayó hacia delante y la sangre brotó a chorro. La cabeza aterrizó en la cesta con un ruido sordo que resonó por toda la sala.

Macke se hizo la absurda pregunta de si la cabeza sentía dolor.