I

El coronel Albert Beck recibió un balazo ruso en el pulmón derecho en Járkov en marzo de 1943. Tuvo suerte: un cirujano del campamento le practicó un drenaje en el pecho y volvió a inflarle el pulmón, lo que le permitió salvarle la vida por los pelos. Debilitado por la pérdida de sangre y por la infección casi inevitable, Beck fue trasladado a su país en tren y acabó en el hospital de Berlín donde trabajaba Carla.

Era un hombre fuerte y fibroso de cuarenta y pocos años, con calvicie prematura y una mandíbula prominente similar a la proa de un barco vikingo. La primera vez que habló con Carla estaba bajo los efectos de la medicación y tenía fiebre, por lo que fue muy indiscreto.

—Estamos perdiendo la guerra —dijo.

Ella prestó atención de inmediato. Un oficial descontento era una fuente potencial de información.

—Los periódicos dicen que estamos reduciendo la línea de batalla en el frente oriental —respondió ella sin darle demasiada importancia.

Él rió con desdén.

—Eso significa que nos estamos retirando.

Carla siguió sonsacándole información.

—Y en Italia la cosa pinta mal. —El dictador italiano Benito Mussolini, el mayor aliado de Hitler, había sido derrocado.

—¿Se acuerda de 1939 y 1940? —preguntó Beck con nostalgia—. Una brillante victoria relámpago tras otra. Eso sí que eran buenos tiempos.

Saltaba a la vista que no se movía por ninguna ideología, tal vez ni siquiera le interesara la política. Era un militar patriota normal y corriente que había dejado de engañarse a sí mismo.

Carla le siguió la corriente.

—No es posible que, como dicen, el ejército ande escaso de todo, desde balas hasta calzoncillos. —Últimamente, no era raro oír en Berlín conversaciones de ese tipo, más bien arriesgadas.

—Claro que sí. —Beck estaba desinhibido por completo pero conservaba bastante la capacidad de articular—. Alemania no puede de ninguna manera fabricar tantos fusiles y tanques como la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos juntos, sobre todo porque no paran de bombardearnos. Y no importa a cuántos rusos matemos, el Ejército Rojo parece disponer de una fuente inagotable de reclutas.

—¿Qué cree que ocurrirá?

—Los nazis no admitirán nunca la derrota, por supuesto, o sea que no parará de morir gente. Morirán a millones, y todo porque los nazis son demasiado orgullosos para dar su brazo a torcer. Qué locura. Qué locura. —Se quedó dormido.

Tenía que estar muy enfermo, o muy desquiciado, para pronunciar semejantes pensamientos en voz alta, pero Carla creía que cada vez había más gente que opinaba igual. A pesar de la constante propaganda del gobierno, era evidente que Hitler estaba perdiendo la guerra.

No se había abierto ninguna investigación policial por la muerte de Joachim Koch. Los periódicos lo presentaron como un atropello. Carla había superado la conmoción inicial, pero de vez en cuando la asaltaba la conciencia de que había asesinado a un hombre y revivía mentalmente su muerte, y entonces le flaqueaban las fuerzas y tenía que sentarse. Por suerte, solo le había ocurrido una vez mientras estaba trabajando y le quitó importancia aduciendo un desmayo debido al hambre, lo cual era perfectamente verosímil en el Berlín de los tiempos de la guerra. Su madre lo llevaba peor. Resultaba curioso que Maud amara a Joachim, con lo blando y tontito que era; pero nada podía justificar el amor. Carla también había sufrido un completo desengaño con Werner Franck al creerlo fuerte y valiente y luego descubrir que era débil y egoísta.

Habló mucho con Beck antes de que le dieran el alta, tratando de averiguar qué clase de persona era. Una vez recuperado, jamás volvió a tratar cuestiones bélicas con indiscreción. Descubrió que era militar de carrera, que su esposa había muerto y que su hija estaba casada y vivía en Buenos Aires. Su padre había sido concejal en el ayuntamiento de Berlín; no le había explicado a qué partido pertenecía, o sea que seguro que no era de los nazis ni de ninguno de sus aliados. Nunca decía nada malo de Hitler, aunque tampoco nada bueno, ni hablaba con desdén de los judíos o los comunistas; ni siquiera lo hizo en los días que rozó la insubordinación.

El pulmón se le curó, pero nunca volvería a gozar de la fortaleza suficiente para la vida militar activa, por lo cual iban a destinarlo al Cuerpo de Estado Mayor. Era una auténtica mina de información secreta de vital importancia. Carla se jugaba la vida si trataba de reclutarlo; pero tenía que intentarlo.

Sabía que el hombre no recordaba su primera conversación.

—Habló con mucha franqueza —dijo Carla en voz baja. No había nadie cerca—. Dijo que estábamos perdiendo la guerra.

A él le centellearon los ojos de miedo. Ya no era un paciente adormilado vestido con la bata del hospital y con barba incipiente. Iba aseado y afeitado, se sentaba muy derecho y lucía un pijama azul marino abotonado hasta el cuello.

—Supongo que me denunciará a la Gestapo —dijo—. No creo que deba tenerse en cuenta lo que dice un hombre enfermo y delirante.

—No deliraba —repuso ella—. Hablaba muy claro. Pero no pienso denunciarlo a nadie.

—¿No?

—No, porque tiene razón.

Él se sorprendió.

—Ahora soy yo quien debería denunciarla.

—Si lo hace, contaré que en su desvarío insultó a Hitler, y que cuando le amenacé con denunciarlo se inventó una historia para exculparse.

—Si yo la denuncio, usted me denuncia a mí. Estamos en tablas.

—Pero usted no me denunciará —dijo—. Lo sé porque lo conozco. Lo he cuidado mientras estaba enfermo y sé que es una buena persona. Se alistó en el ejército por amor a su país, pero odia la guerra y a los nazis. —Estaba prácticamente convencida de que era así.

—Es muy peligroso hablar de ese modo.

—Ya lo sé.

—O sea que no se trata de una conversación casual.

—Exacto. Dijo que millones de personas morirán por culpa de que los nazis son demasiado orgullosos para rendirse.

—¿Eso dije?

—Ahora puede ayudar a que algunas de esas personas se salven.

—¿Cómo?

Carla hizo una pausa. Ese era el momento en que iba a jugarse la vida.

—Yo puedo hacer llegar al destino apropiado cualquier información de que disponga. —Contuvo la respiración. Si estaba equivocada con respecto a Beck, era mujer muerta.

Captó el asombro en su mirada. Apenas le cabía en la cabeza que esa enfermera joven y eficiente fuera una espía. Sin embargo, la creía; Carla también captó eso.

—Creo que la comprendo —dijo.

Ella le tendió una carpeta verde del hospital, vacía, y él la cogió.

—¿Para qué es? —preguntó.

—Es militar, sabe lo que significa «camuflaje».

Él asintió.

—Se está jugando la vida —dijo, y Carla observó en sus ojos algo parecido a un destello de admiración.

—Ahora usted también.

—Sí —respondió el coronel Beck—. Pero yo estoy acostumbrado.