IV

Greg estaba temblando de frío en la tribuna de espectadores de una pista de squash sin calefacción. Allí, bajo la grada oeste del estadio en desuso, al final del campus de la Universidad de Chicago, Fermi y Szilárd habían construido su pila atómica. Greg estaba impresionado y asustado.

La pila era un cubo de bloques grises que llegaban hasta el techo de la pista, a poquísima distancia de la pared del fondo, que todavía tenía las marcas de topos de las pelotas de squash. La pila había costado un millón de dólares y podía hacer volar la ciudad entera por los aires.

El grafito era el mismo material del que se hacían las minas de los lápices y despedía un polvillo sucio que cubría el suelo y las paredes. Todo el que pasaba un rato en esa sala acababa con la cara tan negra como la de un minero. Nadie llevaba la bata de laboratorio limpia.

El grafito no era el material explosivo; al contrario, estaba allí para suprimir la radiactividad. Sin embargo, algunos de los bloques de la construcción estaban taladrados por unos orificios estrechos que habían rellenado con óxido de uranio, y ese sí era el material que emitía los neutrones. La pila estaba perforada por diez canales en los que se insertaban las barras de control. Estas consistían en unas varas de cuatro metros hechas de cadmio, un metal que absorbía los neutrones con una voracidad aún mayor que la del grafito. En ese preciso instante, las barras lo mantenían todo en calma. Cuando las retiraran de la pila, empezaría la diversión.

El uranio ya estaba emitiendo su radiación mortal, pero el grafito y el cadmio la retenían toda. La radiación se medía con unos contadores que soltaban unos chasquidos amenazadores y con un registrador de trazo, un rollo de papel continuo compasivamente silencioso. El despliegue de controles y medidores que había junto a Greg, en la tribuna, era lo único que despedía calor en aquel lugar.

Su visita tenía lugar el miércoles 2 de diciembre, un día de viento y frío glacial en Chicago. El día en que la pila debía llegar por primera vez a niveles críticos. Greg estaba allí para asistir al experimento en representación de su jefe, el general Groves; a todo el mundo le había soltado la jovial indirecta de que Groves temía una explosión y que por eso había delegado en Greg para que se arriesgara por él. En realidad tenía una misión más siniestra. Iba a realizar una valoración inicial de los científicos con vistas a decidir quién podía suponer un peligro para la seguridad.

La seguridad del proyecto Manhattan era una pesadilla. Los científicos de élite eran extranjeros, y la mayoría del resto de colaboradores eran de izquierdas, o bien directamente comunistas, o liberales que tenían amigos comunistas. Si hubiesen despedido a todos los que eran sospechosos, apenas habría quedado nadie. Así que Greg estaba intentando averiguar quiénes de ellos suponían un riesgo mayor.

Enrico Fermi tenía unos cuarenta años. Era un hombre pequeño, con una calva incipiente y la nariz larga, y sonreía con gran encanto mientras supervisaba el aterrador experimento. Vestía un traje elegante y chaleco. A media mañana ordenó el comienzo de la prueba.

Le indicó a un técnico que extrajera todas las barras de control de la pila menos una.

—¿Qué? ¿Todas a la vez? —preguntó Greg. Aquello le parecía terroríficamente precipitado.

El científico que estaba a su lado, Barney McHugh, se lo explicó.

—Anoche llegamos hasta ese mismo punto. Funcionó bien.

—Me alegro de oírlo —repuso Greg.

McHugh, un hombre con barba y gordinflón, ocupaba los últimos lugares en la lista de sospechosos de Greg. Era estadounidense y sin intereses políticos. La única tacha en su expediente era que tenía una mujer extranjera: británica, lo cual nunca era buena señal, pero tampoco constituía una prueba de alta traición.

Greg había supuesto que contarían con algún mecanismo sofisticado para retirar e insertar las barras, pero era mucho más simple. El técnico acercaba una escalera a la pila, subía hasta la mitad de los peldaños y sacaba las barras a mano.

—En un principio íbamos a hacer esto en el bosque de Argonne —comentó McHugh como si nada.

—¿Dónde está eso?

—A unos treinta kilómetros al sudeste de Chicago. Queda bastante aislado. Menos peligro de bajas.

Greg se estremeció.

—¿Y por qué cambiasteis de opinión y decidisteis hacerlo aquí, en plena calle Cincuenta y siete?

—Los constructores que contratamos se declararon en huelga, así que tuvimos que fabricar este maldito trasto nosotros mismos, y no podíamos alejarnos tanto de los laboratorios.

—O sea que decidisteis arriesgaros a aniquilar a todo Chicago.

—No creemos que eso vaya a suceder.

Tampoco Greg lo había creído hasta ese momento, pero de pronto, allí de pie, a tan solo unos metros de la pila, ya no lo tenía tan claro.

Fermi estaba comprobando los monitores y comparando los datos con una predicción que había preparado de los niveles de radiación en cada fase del experimento. Por lo visto, la fase inicial se desarrollaba según lo previsto, porque entonces ordenó que extrajeran la última barra hasta la mitad.

Había algunas medidas de seguridad. Una barra lastrada colgaba de tal manera que podía dejarse caer automáticamente en el interior de la pila si la radiación aumentaba demasiado. En caso de que eso no funcionara, había una barra similar atada con una cuerda a la barandilla de la tribuna, y un joven físico, con pinta de sentirse un poco tonto, estaba allí al lado con un hacha, preparado para cortar la cuerda en caso de emergencia. Por último, otros tres científicos a los que llamaban el «pelotón suicida» estaban situados cerca del techo, sobre la plataforma del ascensor que habían utilizado durante la construcción, sosteniendo grandes jarras de solución de sulfato de cadmio, que verterían sobre la pila como quien sofoca una hoguera.

Greg sabía que la generación de neutrones se multiplicaba en milésimas de segundo. No obstante, Fermi argumentaba que algunos neutrones tardaban más, puede que hasta varios segundos. Si Fermi tenía razón, no habría ningún problema. Pero si se equivocaba, el pelotón de las jarras y el físico del hacha quedarían fulminados antes de pestañear siquiera.

Oyó entonces que los chasquidos se aceleraban. Miró a Fermi con inquietud, pero él seguía haciendo números con una regla de cálculo. Fermi parecía encantado. «De todas formas —pensó Greg—, si algo sale mal seguramente todo irá tan deprisa que no nos daremos ni cuenta.»

El ritmo de los chasquidos se estabilizó. Fermi sonrió y dio orden de que extrajeran la barra otros quince centímetros.

Cada vez llegaban más científicos que subían las escaleras de la tribuna con las gruesas ropas que exigía el invierno de Chicago: abrigos, sombreros, bufandas, guantes. Greg estaba horrorizado por la falta de seguridad. Nadie comprobaba las credenciales, cualquiera de aquellos hombres podía ser un espía de los japoneses.

Entre ellos, Greg reconoció al gran Szilárd, alto y grueso, con una cara redonda y el pelo rizado y abundante. Leó Szilárd era un idealista que había imaginado que la energía nuclear liberaría a la humanidad del trabajo. Si se había unido al equipo que diseñaba la bomba atómica, lo había hecho con gran pesadumbre.

Otros quince centímetros más, otro aumento en el ritmo de los chasquidos.

Greg consultó su reloj. Las once y media.

De pronto se oyó un fuerte estrépito. Todo el mundo se sobresaltó.

—Joder —dijo McHugh.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Greg.

—Ah, ya lo veo —repuso McHugh—. El nivel de radiación ha activado el mecanismo de seguridad y ha soltado la barra de control de emergencia, nada más.

—Tengo hambre —anunció Fermi—. Andiamo a comere —añadió, mezclando su italiano materno.

¿Cómo podían pensar en comida? Sin embargo, nadie puso ninguna objeción.

—Nunca se sabe cuánto va a durar un experimento —explicó McHugh—. Podría alargarse todo el día. Es mejor comer cuando se puede.

Greg sintió ganas de gritar.

Las barras de control volvieron a insertarse en la pila y quedaron aseguradas en su posición. Luego, todo el mundo salió de allí.

La mayoría de ellos se dirigieron al comedor del campus. Greg pidió un sándwich caliente de queso y se sentó junto a un solemne físico que se llamaba Wilhelm Frunze. Casi todos los científicos vestían mal, pero lo de Frunze era exagerado. Llevaba un traje verde que tenía todos los ribetes en ante color tostado: los ojales, el revestimiento del cuello, las coderas, las solapas de los bolsillos. Ese tipo ocupaba los primeros puestos de la lista de sospechosos de Greg. Era alemán, aunque había abandonado el país a mediados de la década de 1930 y se había ido a Londres. Era antinazi, pero no comunista: su inclinaciones políticas se decantaban más hacia la socialdemocracia. Estaba casado con una chica norteamericana, una artista. Charlando con él durante la comida, Greg no encontró ningún motivo de sospecha; parecía que le encantaba vivir en Estados Unidos y que le interesaban pocas cosas aparte de su trabajo. Sin embargo, con los extranjeros nunca sabía uno de qué lado recaía su verdadera lealtad.

Después de comer, Greg se quedó un rato en el estadio abandonado. Mientras contemplaba las miles de gradas vacías, pensó en Georgy. No le había contado a nadie que tenía un hijo —ni siquiera a Margaret Cowdry, con quien ya estaba disfrutando de unas deliciosas relaciones carnales—, pero deseaba decírselo a su madre. Estaba orgulloso, aunque sin motivo: lo único que había hecho para contribuir a traer a Georgy al mundo había sido acostarse con Jacky, seguramente lo más fácil que había hecho en la vida. Sobre todo estaba entusiasmado. Sentía que se encontraba al principio de una especie de aventura. Georgy iba a crecer, a aprender y a cambiar, y un día se convertiría en un hombre; y Greg estaría allí, contemplándolo maravillado.

Los científicos volvieron a reunirse a las dos de la tarde. Esta vez había unas cuarenta personas en la tribuna, junto al equipo de control. El experimento se llevó cuidadosamente hasta el mismo punto en que lo habían dejado, y Fermi no paraba de comprobar sus instrumentos ni un segundo.

—Esta vez retiren la barra treinta centímetros —dijo entonces.

Los chasquidos se aceleraron. Greg esperó que el aumento se estabilizara como lo había hecho antes, pero no ocurrió así. Al contrario, los chasquidos eran cada vez más rápidos, hasta que se convirtieron en un rugido constante.

Al ver que todo el mundo centraba su atención en el registrador de trazo, Greg se dio cuenta de que el nivel de radiación estaba por encima del máximo marcado en los contadores. El registrador tenía una escala regulable. A medida que el nivel subía, la escala cambiaba, y así otra vez, y otra.

Fermi levantó una mano. Todos guardaron silencio.

—La pila ha alcanzado el nivel crítico —dijo. Sonrió… y no hizo nada.

Greg quería gritar: «¡Pues apague el puto aparato!», pero Fermi seguía callado e inmóvil, consultando el registrador, y su autoridad era tal que nadie se atrevió a desafiarlo. La reacción en cadena se estaba produciendo pero de manera controlada. Dejó que prosiguiera durante un minuto, luego otro más.

—Por Dios bendito —murmuró McHugh.

Greg no quería morir. Quería llegar a senador. Quería volver a acostarse con Margaret Cowdry. Quería ver a Georgy en la universidad. «Todavía no he llegado ni a la mitad de mi vida», pensó.

Por fin Fermi ordenó que recolocaran las barras de control.

El ruido de los contadores remitió hasta convertirse en un lento tictac que finalmente se detuvo.

Greg volvió a respirar con normalidad.

—¡Lo hemos demostrado! —McHugh estaba exultante—. ¡La reacción en cadena es una realidad!

—Y es controlable, lo que resulta más importante —añadió Greg.

—Sí, supongo que eso es más importante desde un punto de vista práctico.

Greg sonrió. Así eran los científicos, lo sabía desde Harvard: para ellos, la teoría era la realidad y el mundo, un modelo bastante impreciso.

Alguien sacó una botella de vino italiano que venía dentro de una cestita de mimbre y varios vasos de papel. Todos los científicos bebieron lo poco que les tocó. Esa era otra razón por la que Greg no era científico: no tenían ni idea de cómo celebrar una fiesta.

Alguien le pidió a Fermi que firmara la cestita y, después de él, todos los demás firmaron también.

Los técnicos apagaron los monitores. Todo el mundo se marchaba ya, pero Greg se quedó a observar. Al cabo de un rato, se encontró a solas con Fermi y Szilárd en la tribuna y vio cómo los dos gigantes intelectuales se daban la mano. Szilárd era un hombre grande y de cara redonda; Fermi era menudo y delicado. Por un momento, Greg tuvo la inadecuada ocurrencia de pensar en Laurel y Hardy.

Entonces oyó hablar a Szilárd.

—Amigo —dijo—, me parece que el día de hoy pasará a la historia de la humanidad como un día aciago.

«¿Qué puñetas ha querido decir con eso?», pensó Greg.