III

El domingo, Greg decidió ir a ver a Jacky.

Quería darle la buena noticia. Recordaba la dirección: la única información por la que había pagado nunca a un detective privado. A menos que se hubiese trasladado, vivía justo enfrente de Union Station. Él le había prometido que no iría allí, pero ahora podría explicarle que esa precaución ya no era necesaria.

Fue en taxi. Mientras cruzaba la ciudad, se dijo que le gustaría mucho poner un esperado punto y final a ese asunto de Jacky. Sentía debilidad por su primera amante, pero no quería volver a verse inmiscuido en su vida en ningún sentido. Sería un alivio descargar la conciencia con respecto a ella. Así, la próxima vez que se la encontrara casualmente, la chica no tendría que llevarse un susto de muerte. Podrían decirse hola, charlar un rato y seguir cada uno su camino.

El taxi lo llevó a un barrio pobre de casas de un solo piso con pequeños patios delimitados por vallas de tela metálica no muy altas. Se preguntó cómo viviría Jacky. ¿Qué hacía durante esas noches que tanto insistía en tener para sí? Seguro que iba al cine con sus amigas. ¿Iría a ver los partidos de fútbol de los Washington Redskins o seguiría al equipo de béisbol de los Nats? Cuando le había preguntado por sus novios, la respuesta había sido enigmática. A lo mejor estaba casada y no podía permitirse una alianza. Según sus cálculos, Jacky tenía veinticuatro años. Si buscaba a don perfecto, a esas alturas ya debía de haberlo encontrado. Pero nunca le había hablado de un marido, y el detective tampoco.

Pagó al taxista frente a una casa pequeña y bonita que tenía macetas de flores en un patio de entrada de cemento… más hogareño de lo que había esperado. En cuanto abrió la verja, oyó ladrar a un perro. Le pareció lógico: una mujer que vivía sola podía sentirse más segura con un perro. Se acercó al porche y llamó al timbre. Los ladridos se hicieron más fuertes. Parecía un perro grande, aunque Greg sabía que eso podía engañar.

Nadie le abría la puerta.

Cuando el perro calló para coger aire, Greg oyó el silencio característico de una casa vacía.

Había un banco de madera en la entrada. Se sentó y esperó unos minutos. Allí no llegaba nadie, ningún vecino solícito se le acercó para decirle si Jacky estaría fuera unos minutos, todo el día o dos semanas.

Caminó varias manzanas, compró la edición del domingo de The Washington Post y regresó al banco a leerla. El perro seguía ladrando de vez en cuando porque sabía que él seguía allí. Era 1 de noviembre, y se alegró de haberse puesto la gorra y el sobretodo verde oliva de su uniforme: se había levantado viento. Las elecciones de mitad de mandato se celebrarían el martes, y el Post predecía que los demócratas se llevarían un varapalo por culpa de Pearl Harbor. Ese incidente había transformado al país, y a Greg le sorprendió darse cuenta de que había sucedido hacía menos de un año. Aquellos días, compatriotas de su edad estaban muriendo en una isla de la que nadie había oído hablar, Guadalcanal.

Oyó que se abría la verja y levantó la mirada.

Al principio Jacky no se fijó en que estaba allí, así que él tuvo un momento para mirarla bien. Tenía un aspecto modestamente respetable con su abrigo oscuro y su sencillo sombrero de fieltro, y llevaba un libro de tapas negras en la mano. Si no la conociera mejor, Greg habría pensado que venía de la iglesia.

Con ella iba un niño. El pequeño llevaba un abrigo de tweed y una gorra, y le daba la mano.

El niño fue el primero en ver a Greg.

—¡Mira, mamá, hay un soldado! —exclamó.

Jacky miró a Greg y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo.

Greg se levantó mientras ellos subían los escalones de la entrada. ¡Un niño! Sí que se lo tenía callado… Eso explicaba por qué tenía que estar en casa por las noches. Nunca se le había ocurrido.

—Te dije que no vinieras por aquí —le recriminó Jacky mientras metía la llave en la cerradura.

—Quería decirte que ya no tienes por qué tener miedo de mi padre. No sabía que tenías un hijo.

El niño y ella entraron en la casa. Greg se quedó en la puerta, esperando. Un pastor alemán le gruñó y luego miró a Jacky para saber qué tenía que hacer. Ella fulminó a Greg con la mirada, estaba claro que pensaba cerrarle la puerta en las narices… pero un momento después soltó un suspiro de exasperación y dio media vuelta, dejándola abierta.

Greg entró y le ofreció el puño izquierdo al perro, que lo olfateó con cautela y le concedió una aprobación provisional. Greg siguió a Jacky hasta una cocina pequeña.

—Hoy es Todos los Santos —dijo. Él no era religioso, pero en el internado le habían obligado a aprenderse las festividades cristianas—. ¿Por eso has ido a la iglesia?

—Vamos todos los domingos —respondió ella.

—Hoy es un día lleno de sorpresas —murmuró Greg.

Jacky le quitó el abrigo al niño, lo sentó a la mesa y le dio una taza de zumo de naranja. Greg se sentó frente a él y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Georgy. —Lo dijo en voz baja pero con seguridad: no era tímido.

Greg lo miró con detenimiento. Era tan guapo como su madre, con la misma boca en forma de lazo, pero tenía la piel más clara que ella, de un tono más café con leche, y tenía los ojos verdes, algo inusitado en un rostro negro. A Greg le recordó un poco a su hermanastra, Daisy. Mientras tanto, Georgy clavaba en Greg una mirada tan intensa que casi resultaba intimidante.

—¿Cuántos años tienes, Georgy? —preguntó Greg.

El niño miró a su madre en busca de ayuda. Jacky miró a Greg con una expresión extraña y dijo:

—Tiene seis años.

—¡Seis! Eres un chico muy mayor, ¿verdad? Caray…

Una idea descabellada cruzó por su mente, y entonces se quedó callado. Georgy había nacido hacía seis años. Greg y Jacky habían sido amantes hacía siete. Sintió que le fallaba el corazón.

Miró a Jacky fijamente.

—No puede ser.

Ella asintió con la cabeza.

—Nació en 1936 —dijo Greg.

—En mayo —añadió Jacky—. Ocho meses y medio después de que me fuera de aquel apartamento de Buffalo.

—¿Mi padre lo sabe?

—No, ni hablar. Eso le habría dado aún más poder sobre mí.

Su hostilidad había desaparecido, de pronto parecía simplemente vulnerable. En su mirada, Greg vio una súplica, aunque no estaba muy seguro de qué era lo que le suplicaba.

Miró a Georgy con otros ojos: la piel clara, los ojos verdes, ese ligero parecido con Daisy. «¿Eres hijo mío? —pensó—. ¿Puede ser cierto?»

Pero sabía que sí.

Un extraño sentimiento le invadió el corazón. De repente, Georgy parecía terriblemente frágil, un niñito indefenso en un mundo cruel, y Greg sintió la necesidad de ocuparse de él, de asegurarse de que nadie le hiciera daño. Tuvo el impulso de estrecharlo entre sus brazos, pero se dio cuenta de que a lo mejor lo asustaba, así que se contuvo.

Georgy dejó su zumo de naranja. Bajó de la silla y rodeó la mesa hasta colocarse al lado de Greg.

—¿Tú quién eres? —dijo, mirándolo de una forma asombrosamente directa.

«Tenía que ser un niño el que te hiciera la pregunta más difícil de todas», pensó Greg. ¿Qué narices iba a decirle? La verdad era demasiado para que un chaval de seis años pudiera asimilarla. «No soy más que un viejo amigo de tu madre. Pasaba por aquí y he pensado en venir a saludar. No soy nadie especial. A lo mejor volvemos a vernos algún día, pero lo más probable es que no.»

Miró a Jacky y vio cómo se intensificaba esa expresión de súplica. Se dio cuenta de lo que estaba pensando: sentía un miedo atroz a que rechazara a Georgy.

—¿Por qué no hacemos una cosa? —dijo Greg, y se subió a Georgy a las rodillas—. ¿Por qué no me llamas tío Greg?