I

Greg Peshkov se graduó en Harvard con la mayor distinción, summa cum laude. Podría haberse decidido sin ninguna dificultad por seguir con un doctorado en Física, su especialización, y así haber evitado el servicio militar. Sin embargo, no quería ser científico. Tenía la ambición de ejercer otra clase de poder y, cuando la guerra terminase, un historial militar sería una enorme ventaja para catapultar a un joven político, así que se alistó en el ejército.

Por otro lado, tampoco quería tener que combatir.

Había seguido la guerra europea con creciente interés y al mismo tiempo había presionado a todos sus contactos de Washington —que eran muchísimos— para que le consiguieran un puesto en la sede del Departamento de Guerra.

La ofensiva alemana de ese verano había dado comienzo el 28 de junio y, puesto que habían encontrado una oposición relativamente débil, enseguida habían avanzado hacia el este hasta llegar a la ciudad de Stalingrado, la antigua Tsaritsin, donde la feroz resistencia rusa les paró los pies. En esos momentos, los alemanes estaban atascados, sus líneas de abastecimiento ya no daban más de sí y cada vez parecía más posible que el Ejército Rojo les hubiera tendido una trampa.

No hacía mucho que Greg estaba realizando la instrucción básica cuando fue convocado al despacho del coronel.

—El Cuerpo de Ingenieros del Ejército necesita a un joven oficial brillante en Washington —le informó este—. Aunque tú has hecho las prácticas en Washington, no habrías sido mi primera elección… Mírate, ni siquiera eres capaz de llevar limpio el maldito uniforme. Sin embargo, es un puesto que requiere conocimientos de física, y las opciones en ese campo son bastante limitadas.

—Gracias, señor —dijo Greg.

—Prueba a dirigirle ese sarcasmo a tu nuevo jefe y lo lamentarás. Vas a ser asistente de un tal coronel Groves. Yo estuve con él en West Point y es el hijo de perra más grande que jamás he conocido, dentro y fuera del ejército. Buena suerte.

Greg llamó a Mike Penfold, de la oficina de prensa del Departamento de Estado, y descubrió que Leslie Groves había sido hasta no hacía mucho jefe de construcciones de todo el ejército de Estados Unidos, y responsable también del nuevo cuartel general del ejército en Washington, ese gigantesco edificio de cinco lados al que ya empezaban a llamar «Pentágono». Sin embargo, hacía poco lo habían asignado a un nuevo proyecto del que nadie sabía demasiado. Algunos comentaban que había ofendido a sus superiores tan a menudo que al final lo habían degradado de facto; otros decían que su nuevo papel era aún más importante, pero alto secreto. Todos coincidían en que era egoísta, arrogante y despiadado.

—Pero ¿es que todo el mundo lo detesta? —preguntó Greg.

—Qué va —contestó Mike—. Solo quienes lo han conocido.

El teniente Greg Peshkov sentía cierto temor cuando llegó al despacho de Groves, en el nuevo e imponente edificio del Departamento de Guerra, un palacio art déco color tostado claro que había en la calle Veintiuno con Virginia Avenue. Lo primero que le dijeron fue que formaría parte de un grupo llamado Distrito de Ingeniería Manhattan. Ese nombre tan deliberadamente ambiguo camuflaba a un equipo que intentaba inventar una nueva clase de bomba que utilizaba el uranio como explosivo.

Greg estaba intrigado. Sabía que la energía que se acumulaba en el isótopo más ligero del uranio, el U-235, era incalculable, y había leído varios artículos sobre el tema en publicaciones científicas. Sin embargo, el flujo de noticias sobre la investigación se había secado hacía un par de años, y al fin Greg sabía por qué.

También se enteró de que el presidente Roosevelt creía que el proyecto avanzaba demasiado despacio, de modo que habían designado a Groves para que sacara el látigo.

Greg llegó seis días después del nombramiento de Groves. Su primer trabajo para el coronel fue el de ayudarlo a colocarse las estrellas en el cuello de la camisa caqui: acababan de ascenderlo a general de brigada.

—Es más que nada para impresionar a todos esos científicos civiles con los que tenemos que trabajar —gruñó Groves—. Tengo una reunión en el despacho del secretario de Guerra dentro de diez minutos. Será mejor que vengas conmigo, te servirá para ponerte al día.

Groves era un hombre enorme. Medía más de metro ochenta y debía de pesar ciento diez kilos, puede que ciento treinta. Llevaba los pantalones del uniforme muy subidos y la barriga se le abultaba tras el cinturón militar. El pelo lo tenía de color avellana, y podría haber sido rizado si lo hubiese dejado crecer lo suficiente. Su frente era estrecha, y las abundantes mejillas rebosaban bajo la línea de su mandíbula. Llevaba un pequeño bigote que era prácticamente invisible. Era un hombre poco atractivo en todos los sentidos, y a Greg no le apetecía demasiado trabajar para él.

Groves y su séquito, incluido Greg, salieron del edificio y caminaron por Virginia Avenue hasta la Explanada Nacional.

—Cuando me dieron este trabajo —le comentó Groves a Greg por el camino—, me dijeron que con él podríamos ganar la guerra. No sé si será verdad, pero tengo pensado actuar como si así fuera. Será mejor que tú hagas lo mismo.

—Sí, señor —repuso Greg.

El secretario de Guerra todavía no se había trasladado al Pentágono, que aún estaba sin acabar, y el cuartel general del Departamento de Guerra seguía ocupando el viejo Edificio de Municiones, una estructura «temporal» alargada, baja, anticuada, que se alzaba en Constitution Avenue.

El secretario de Guerra, Henry Stimson, era republicano y el presidente lo había nombrado para impedir que su partido boicoteara la campaña de guerra poniéndoles pegas en el Congreso. A sus setenta y cinco años de edad, Stimson era un viejo hombre de Estado, un pulcro anciano con bigote blanco pero en cuyos ojos grises seguía brillando la luz de la inteligencia.

La reunión fue todo un acontecimiento, la sala estaba llena de peces gordos, entre ellos el jefe del Estado Mayor del ejército, George Marshall. Greg estaba muy nervioso y se fijó, no sin admiración, en lo sorprendentemente tranquilo que parecía Groves para ser un hombre que hasta el día anterior no había pasado de coronel.

Groves empezó por esbozar la forma en que pretendía imponer el orden entre los cientos de científicos civiles y las decenas de laboratorios de física que participarían en el proyecto Manhattan. En ningún momento intentó mostrarse deferente con aquellos hombres de alto rango que bien podían considerarse quienes estaban al mando. Informó de sus planes sin molestarse en utilizar expresiones conciliadoras como «con su permiso» o «si les parece bien». Greg se preguntó si aquel hombre estaba intentando que lo despidieran.

La reunión le supuso tal aluvión de información nueva que quiso tomar apuntes, pero nadie más lo hacía, así que pensó que no estaría bien visto.

—Tengo entendido que para el proyecto son fundamentales las existencias de uranio —dijo un miembro del grupo cuando Groves hubo terminado—. ¿Tenemos suficientes?

—Hay mil doscientas cincuenta toneladas de pecblenda, el mineral que contiene óxido de uranio, en un almacén de Staten Island.

—Entonces será mejor que adquiramos parte de ella —dijo el que había hecho la pregunta.

—La compré toda el viernes, señor.

—¿El viernes? ¿El día después de su nombramiento?

—Correcto.

El secretario de Guerra reprimió una sonrisa. La sorpresa de Greg ante la arrogancia de Groves empezó a convertirse en admiración por su atrevimiento.

—¿Qué hay del nivel de prioridad del proyecto? —preguntó un hombre vestido con uniforme de almirante—. Tiene que hablar con la Junta de Producción de Guerra para que le despejen el camino.

—Me reuní con Donald Nelson el sábado, señor —informó Groves. Nelson era el jefe civil de la junta—. Solicité que aumentaran nuestro nivel de prioridad.

—¿Cuál fue la respuesta?

—Que no.

—Eso será un problema.

—Ya no lo es. Le dije que me vería obligado a recomendarle al presidente que se abandonara el proyecto Manhattan puesto que la Junta de Producción de Guerra no estaba dispuesta a colaborar. Así que nos ha concedido la triple A.

—Bien —dijo el secretario de Guerra.

Greg volvió a quedar impresionado. Groves era un auténtico hacha.

—Bueno, pues trabajará usted bajo la supervisión de un comité que me informará a mí —anunció Stimson—. Se han propuesto nueve miembros…

—¡Diablos, ni hablar! —exclamó Groves.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó el secretario de Guerra.

«Está claro que esta vez Groves se ha pasado de la raya», pensó Greg.

—No puedo tener a un comité de nueve personas pendiente de mí, señor secretario. Los tendré todo el día encima.

Stimson sonrió. Era un perro viejo y, por lo visto, sabía que no debía ofenderse porque le hablaran así.

—¿Cuántas personas sugiere usted, general? —preguntó con gentileza.

Greg vio que en realidad Groves quería decir que ninguna, pero su respuesta fue:

—Tres serían perfectas.

—De acuerdo —accedió el secretario de Guerra, para asombro de Greg—. ¿Algo más?

—Vamos a necesitar un recinto grande, de unas veinticinco mil hectáreas, para la planta de enriquecimiento de uranio y las instalaciones asociadas. En Oak Ridge, Tennessee, hay una zona que se ajusta a nuestras necesidades. Se trata de un valle escarpado, de modo que en caso de accidente la explosión quedaría contenida.

—¿Accidente? —comentó el almirante—. ¿Es eso probable?

Groves no ocultó que aquella pregunta le parecía estúpida.

—Estamos construyendo una bomba experimental, por el amor de Dios —repuso—. Una bomba tan poderosa que promete arrasar una ciudad de tamaño medio con una sola detonación. Seríamos bastante necios si descartáramos la posibilidad de accidentes, maldita sea.

Parecía que el almirante quería protestar, pero Stimson intervino.

—Prosiga, general.

—En Tennessee la tierra es barata —explicó Groves—. También la electricidad… y nuestra planta consumirá una cantidad descomunal de energía eléctrica.

—De modo que nos propone que compremos esa propiedad.

—Me propongo ir a verla hoy mismo. —Groves consultó su reloj—. De hecho, tengo que salir de inmediato para no perder el tren a Knoxville. —Se levantó—. Con su permiso, caballeros, no quiero desperdiciar ni un minuto.

Los hombres de la sala se quedaron estupefactos. Incluso Stimson parecía atónito. En Washington, ni en sueños se atrevía nadie a salir del despacho de un secretario si no le indicaban que la reunión había terminado. Se trataba de una falta grave de protocolo, pero a Groves no parecía importarle.

No hubo represalias.

—Muy bien —dijo Stimson—. No deje que le entretengamos.

—Gracias, señor —repuso Groves, y salió de la sala.

Greg se apresuró tras él.