VI

El día en que Joachim Koch había prometido mostrarles el plan de combate, Carla no fue a trabajar.

Probablemente, le habría dado tiempo de cubrir el habitual turno de mañana y regresar a casa a tiempo; pero con la probabilidad no bastaba. Siempre corría el riesgo de que un incendio importante o un accidente de tráfico la obligase a alargar el turno para encargarse de la avalancha de heridos. Por eso se quedó en casa todo el día.

Al final, Maud no tuvo que pedirle a Joachim que les mostrase el documento. Él se había excusado diciendo que ese día no podría asistir a la clase. Luego, incapaz de resistir la tentación de presumir, les había explicado que debía cruzar la ciudad para entregar una copia del plan de combate.

—Pues párese a medio camino para la clase —lo incitó Maud, y él dijo que sí.

La hora de la comida fue muy tensa. Carla y Maud tomaron una sopa ligera hecha con hueso de jamón y guisantes desecados. Carla no preguntó a Maud qué había hecho, o prometido hacer, para persuadir a Koch. A lo mejor le había dicho que estaba haciendo maravillosos progresos con el piano pero que no podía permitirse perder una clase. Tal vez lo hubiera provocado preguntándole si tan poca responsabilidad tenía como para que lo controlasen continuamente; un comentario así le habría dolido, porque siempre aparentaba ser más importante de lo que en realidad era, y quizá lo habría empujado a presentarse con el plan de combate, tan solo para demostrarle que estaba equivocada. Sin embargo, el ardid que más probabilidades tenía de haber triunfado era el que Carla no quería plantearse: el sexo. Su madre coqueteaba con Koch de un modo escandaloso, y él respondía con ciega devoción. Carla sospechaba que esa era la irresistible tentación que había hecho que Joachim no hiciese caso de la voz que en su conciencia decía: «No seas tan estúpido, por Dios».

O no. Tal vez hubiera primado el sentido común. Tal vez esa tarde se presentase, pero no con una copia de papel carbón en el petate sino con una brigada de la Gestapo y esposas para todos.

Carla colocó un carrete en la cámara Minox. Luego guardó la cámara y los dos carretes de recambio en el cajón superior de un armario bajo de la cocina, oculto por unos paños. El armario se encontraba junto a la ventana, donde había mucha luz. Decidió que fotografiaría el documento encima del armario.

No sabía cómo lo harían para enviar las fotografías reveladas a Moscú, pero Frieda le había asegurado que llegarían, y Carla imaginó a algún viajante de comercio (tal vez de productos farmacéuticos, o de Biblias en alemán) con permiso para vender la mercancía en Suiza entregando discretamente el carrete a alguien de la embajada soviética de Berna.

La tarde era larga. Maud fue a descansar a su dormitorio. Ada hizo la colada. Carla se sentó en el comedor, apenas en uso últimamente, y trató de leer, pero no podía concentrarse. En el periódico solo publicaban mentiras. Debía estudiar para los próximos exámenes de enfermería, pero los términos médicos del libro de texto bailaban ante sus ojos. Estaba leyendo un viejo ejemplar de Sin novedad en el frente, una novela alemana sobre la Primera Guerra Mundial que había sido todo un éxito de ventas pero que ahora estaba prohibida porque narraba con demasiada crudeza el sufrimiento de los soldados; sin embargo, se encontró con que tenía el libro en las manos mientras contemplaba por la ventana cómo el sol de junio azotaba la ciudad polvorienta.

Por fin llegó. Carla oyó pasos en el camino de entrada y se levantó de inmediato para asomarse. No vio a ninguna brigada de la Gestapo, solo a Joachim Koch con el uniforme planchado y las botas lustrosas. Su rostro de estrella de cine revelaba tanta expectación como el de un niño que acudiera a una fiesta de cumpleaños. Llevaba el petate al hombro, como siempre. ¿Habría cumplido su promesa? ¿Había en esa bolsa una copia del plan de la Operación Azul?

Llamó al timbre.

Carla y Maud habían proyectado todos los detalles a partir de ese momento. Según el plan, Carla no acudiría a abrir. Al cabo de unos instantes, vio a su madre cruzar el recibidor con un salto de cama de seda púrpura y unas zapatillas de tacón alto. «Parece una prostituta», pensó Carla con vergüenza e incomodidad. La oyó abrir la puerta de entrada y luego cerrarla. Procedente del recibidor, oyó el frufrú de la seda y unos susurros cariñosos, prueba de que le estaba dando un abrazo. Luego la prenda púrpura y el uniforme caqui pasaron por delante de la puerta del comedor y desaparecieron hacia el piso de arriba.

La prioridad de Maud era asegurarse de que llevaba encima el documento. Tenía que contemplarlo, hacer algún comentario admirativo y volver a guardarlo. Luego llevaría a Joachim junto al piano, y buscaría alguna excusa (Carla prefería no pensar cuál) para cruzar con él la doble puerta que separaba el salón del estudio contiguo, una habitación más pequeña y más íntima con cortinas de terciopelo rojo y un sofá amplio y mullido. Cuando estuvieran allí, Maud daría la señal.

Como resultaba difícil prever de antemano la secuencia exacta de sus movimientos, habían pensado en varias señales posibles, con el mismo significado. La más simple consistía en cerrar la puerta lo bastante fuerte para que se oyera por toda la casa. Otra era pulsar el timbre situado junto a la chimenea, que sonaba en la cocina; uno de los mecanismos en desuso para llamar al servicio. Si no, había decidido que cualquier otro ruido serviría: en la desesperación, arrojaría al suelo el busto de mármol de Goethe, o rompería un jarrón «por accidente».

Carla salió del comedor y permaneció de pie en el recibidor, de cara a las escaleras. No se oía ningún ruido.

Se asomó a la cocina. Ada estaba fregando la cazuela de hierro donde había preparado la sopa, frotándola con una energía que, sin duda, era producto del nerviosismo. Carla le dirigió lo que pretendía que fuera una sonrisa alentadora. Carla y Maud habrían preferido mantener a Ada al margen de todo aquel asunto secreto, no porque no confiasen en ella (al contrario, su aversión hacia los nazis era extrema) sino porque el hecho de saberlo la convertía en cómplice de traición, lo cual podía desembocar en una condena de pena capital. Sin embargo, vivían demasiado cerca para tener secretos; o sea que Ada lo sabía todo.

Carla oyó a Maud soltar una risita cantarina. Conocía ese sonido, tenía un deje artificial e indicaba que estaba llevando su poder de seducción al límite.

¿Tenía Joachim el documento, o no?

Al cabo de unos instantes, Carla oyó el piano. No cabía duda de que quien tocaba era Joachim. La melodía correspondía a una sencilla tonada infantil sobre un gato en la nieve: «A.B.C., Die Katze lief im Schnee». El padre de Carla se la había cantado cientos de veces. Al pensarlo, se le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo se atrevían los nazis a tocar esas canciones después de haber dejado huérfanos a tantos niños?

El sonido cesó de golpe a media canción. Algo había ocurrido. Carla se esforzó por oír algo: voces, pasos, lo que fuera; pero no oyó nada.

Transcurrió un instante, y otro.

Algo había salido mal, pero ¿qué?

Miró a Ada en la cocina, y esta dejó de frotar la cazuela y extendió las manos en un gesto que significaba: «No tengo ni idea».

Carla tenía que averiguarlo.

Se dirigió en silencio al piso de arriba, pisando con cuidado la alfombra raída.

Se detuvo frente al salón. Seguía sin oír nada: ni el piano, ni movimientos, ni voces.

Abrió la puerta con el mayor sigilo.

Se asomó. No veía a nadie. Entró y miró alrededor. El salón estaba desierto.

No había rastro del petate de Joachim.

Se volvió hacia la doble puerta que daba al estudio. Una de las dos hojas estaba entreabierta.

Carla cruzó la habitación de puntillas. Allí no había alfombra, solo las tablas de madera pulida, y sus pasos no resultaban completamente silenciosos; pero tenía que correr ese riesgo.

Al acercarse, oyó susurros.

Llegó a la puerta. Se pegó a la pared y se arriesgó a echar un vistazo dentro.

Estaban de pie, abrazados, besándose. Joachim se encontraba de espaldas a la puerta y, por tanto, a Carla; sin duda, Maud se había cuidado de situarlo en esa posición. Mientras los observaba, Maud interrumpió el beso, miró por encima del hombro de él y cruzó una mirada con Carla. Apartó la mano del cuello de Joachim y le hizo una señal apremiante.

Carla vio el petate encima de una silla.

Comprendió de inmediato lo que había ocurrido. Cuando Maud persuadió a Joachim para entrar en el estudio, él no había dejado la bolsa en el salón, tal como esperaban, sino que, presa del nerviosismo, la había llevado consigo.

Ahora Carla tenía que recuperarla.

Entró en la habitación. El pulso le palpitaba con fuerza en las sienes.

—Oh, sí, cariño, sigue así —musitó Maud.

—Te quiero, amor mío —gimió Joachim.

Carla avanzó dos pasos, cogió el petate, se dio media vuelta y salió en silencio de la habitación.

No pesaba nada.

Cruzó rápidamente el salón y corrió escaleras abajo, con la respiración agitada.

Una vez en la cocina, depositó el petate sobre la mesa y desató los cordones. Dentro había un ejemplar del día del periódico berlinés Der Angriff, un paquete de cigarrillos Kamel sin estrenar y una sencilla carpeta de cartón de color beige. Con las manos temblorosas, sacó la carpeta de la bolsa y la abrió. Dentro había una copia de papel carbón de un documento.

La primera hoja tenía un título:

DIRECTIVA N.º 41

En la última página había una línea de puntos para incluir la firma. No aparecía ninguna rúbrica, sin duda porque se trataba de una copia, pero el nombre mecanografiado junto a la línea de puntos era Adolf Hitler.

Entre ambas cosas se detallaba el plan de la Operación Azul.

Su corazón se llenó de júbilo, mezclado con la tensión que todavía sentía y el tremendo temor a que la descubrieran.

Colocó el documento encima del armario bajo cercano a la ventana de la cocina. Rápidamente, abrió el cajón y sacó la cámara Minox y los dos carretes de recambio. Situó bien el documento y empezó a fotografiarlo página por página.

No le llevó mucho tiempo, solo tenía diez páginas. Ni siquiera le hizo falta cambiar el carrete. Lo había hecho; había robado el plan de combate.

«Va por ti, papá.»

Volvió a guardar la cámara en el cajón, lo cerró, guardó el documento en la carpeta de cartón, metió la carpeta en el petate y cerró este tirando de los cordones.

Con todo el sigilo de que fue capaz, regresó con el petate a la planta superior.

Cuando entró en el salón oyó la voz de su madre. Maud estaba hablando con claridad y gran énfasis, expresamente para que ella la oyera, y Carla captó la advertencia de inmediato.

—Por favor, no te preocupes —decía—. Es porque estabas muy excitado. Los dos estábamos muy excitados.

Joachim respondió con un hilo de voz, en tono incómodo.

—Me siento como un tonto —dijo—. No has hecho más que tocarme, y se acabó.

Carla imaginó qué había sucedido. No tenía experiencia, pero las muchachas contaban cosas, y las conversaciones de las enfermeras contenían todo tipo de detalles. Joachim debía de haber tenido una eyaculación precoz. Frieda le había explicado que las primeras veces a Heinrich le había pasado lo mismo, y que se moría de la vergüenza, aunque pronto lo superó. Era debido al nerviosismo, le dijo ella.

El hecho de que las caricias de Maud y Joachim hubieran terminado tan pronto, creaba una dificultad añadida a Carla. Joachim se daría más cuenta de todo, ya no estaría ciego y sordo a lo que sucedía a su alrededor.

Con todo, Maud debía de estar haciendo todo lo posible para mantenerlo de espaldas a la puerta. Si Carla conseguía colarse un momento en la habitación y volver a dejar el petate en la silla sin que Joachim la viera, tal vez lo lograsen.

Carla cruzó el salón y se detuvo frente a la puerta abierta. El corazón le latía desbocado.

Maud hablaba en tono tranquilizador:

—Ocurre muchas veces; el cuerpo no puede esperar. No pasa nada.

Carla asomó la cabeza por la puerta.

Los dos seguían de pie en el mismo sitio, todavía muy cerca el uno del otro. Maud miró por detrás de Joachim y vio a Carla. Entonces posó la mano en la mejilla de él para evitar que la viera.

—Bésame otra vez, y dime que no me odias por ese pequeño accidente —dijo.

Carla puso un pie en la habitación.

—Necesito un cigarrillo —dijo Joachim.

Carla vio que se daba la vuelta y retrocedió.

Aguardó junto a la puerta. ¿Llevaba tabaco en el bolsillo o iría a por el paquete que guardaba en el petate?

Obtuvo la respuesta al cabo de un segundo.

—¿Dónde está mi petate? —preguntó.

A Carla se le paró el corazón.

—Lo has dejado en el salón —dijo Maud con voz clara.

—No, no lo he dejado en el salón.

Carla cruzó la estancia, dejó la bolsa en una silla y salió a las escaleras. Se detuvo en el rellano para escuchar.

Los oyó trasladarse del estudio al salón.

—Ahí está, ya te lo decía yo.

—Yo no lo he dejado ahí —repuso él con obstinación—. Me había propuesto no perderlo de vista. Pero, sí que lo he hecho… cuando te he besado.

—Cariño, estás disgustado por lo que nos ha ocurrido. Intenta relajarte.

—Alguien debe de haber entrado en el estudio mientras estaba distraído…

—Qué tontería.

—A mí no me lo parece.

—Vamos al piano, nos sentaremos juntos, como a ti te gusta —dijo, pero empezaba a notarse que estaba desesperada.

—¿Quién más hay en esta casa?

Carla imaginó qué ocurriría a continuación y bajó corriendo a la cocina. Ada la miró con expresión alarmada, pero no tenía tiempo de explicárselo.

Oyó las pisadas de las botas de Joachim en las escaleras.

Al cabo de un instante, apareció en la puerta de la cocina. Llevaba el petate en la mano y tenía el semblante furioso. Miró a Carla y a Ada.

—¡Una de vosotras ha registrado mi bolsa! —bramó.

Carla habló con tanta serenidad como fue capaz.

—No sé qué le hace pensar eso, Joachim —respondió.

Maud apareció por detrás de Joachim y entró a la cocina.

—Prepara café, por favor, Ada —dijo en tono alegre—. Joachim, siéntate, por favor.

Él no le hizo caso y registró la cocina. Posó la mirada en la superficie del armario bajo cercano a la ventana. Entonces Carla reparó horrorizada en que, aunque había guardado la cámara, había dejado a la vista los dos carretes de recambio.

—Eso son cintas de ocho milímetros, ¿no? —adivinó Joachim—. ¿Tenéis una minicámara?

De repente, no parecía tan ingenuo.

—¿Para eso sirven las cintas? —dijo Maud—. Me lo estaba preguntando. Se las ha dejado otro alumno, agente de la Gestapo, por cierto.

Era una improvisación brillante, pero Joachim no se lo tragó.

—Y también se ha dejado esta cámara, ¿no? —dijo. Había abierto el cajón.

Allí estaba la pequeña y pulcra cámara de acero inoxidable, encima de un paño blanco, más evidente que un charco de sangre.

Joachim parecía consternado. Quizá no creyera en serio que estaba siendo víctima de una traición; tal vez solo se estuviera desahogando por el percance sexual y ahora se viera enfrentado por primera vez a la realidad. Fuera cual fuese el motivo, permaneció aturdido unos momentos. Sin soltar el tirador del cajón, miraba la cámara como si estuviera hipnotizado. En ese breve instante, Carla se dio cuenta de que acababa de hacerse añicos el sueño romántico de un joven, y de que su furia sería terrible.

Al final levantó la cabeza. Miró a las tres mujeres a su alrededor y posó los ojos en Maud.

—Has sido tú —dijo—. Me has tendido una trampa. Pero recibirás tu castigo. —Cogió la cámara y los carretes y se los guardó en el bolsillo—. Está detenida, frau Von Ulrich. —Dio un paso adelante y la agarró del brazo—. Voy a llevarla al cuartel general de la Gestapo.

Maud se soltó de un tirón y retrocedió un paso.

Entonces Joachim estiró el brazo hacia atrás y la golpeó con toda su alma. Era alto, fuerte y joven. El puñetazo le alcanzó la cara y la tiró al suelo.

Joachim se situó encima de ella.

—¡Me has tomado por un estúpido! —aulló—. ¡Me has mentido, y yo te he creído! —Estaba histérico—. ¡La Gestapo nos torturará a los dos, y los dos nos lo merecemos! —Empezó a darle patadas en el suelo. Ella trató de apartarse rodando, pero topó con la cocina. Joachim levantó el pie derecho y le dio una patada en las costillas, el muslo, el vientre.

Ada corrió hacia él y le clavó las uñas en la cara, pero él la apartó de un manotazo. Entonces golpeó a Maud en la cabeza.

Carla se puso en movimiento.

Sabía que la gente se recuperaba de todo tipo de traumatismos en el cuerpo, pero los golpes en la cabeza a menudo causaban daños irreparables. Con todo, apenas lo pensó de forma consciente, actuó sin haberlo premeditado. Cogió de la mesa de la cocina la cazuela de hierro que Ada había estado fregando con tanto brío. La sujetó por el largo mango, la levantó en el aire y luego la estampó con todas sus fuerzas en la cabeza de Joachim.

Él se tambaleó, aturdido.

Ella volvió a golpearlo, más fuerte.

El chico se desplomó, inconsciente. Maud se incorporó antes de que cayera y se sentó contra la pared, llevándose las manos al pecho.

Carla volvió a levantar la cazuela.

—¡No! ¡Para! —gritó Maud.

Carla volvió a dejar la cazuela sobre la mesa de la cocina.

Joachim hizo un movimiento, trataba de levantarse.

Entonces Ada cogió la cazuela y lo golpeó con furia. Carla trató de sujetarle el brazo, pero la mujer estaba ciega de cólera. Aporreó la cabeza del hombre una y otra vez, hasta quedar agotada, y luego soltó la cazuela y esta cayó al suelo con un ruido metálico.

Maud se esforzó por ponerse en pie y se quedó mirando a Joachim. Tenía los ojos muy abiertos y la nariz torcida. El cráneo parecía deformado y le salía sangre de un oído. Parecía que no respiraba.

Carla se arrodilló a su lado, le puso los dedos en el cuello y buscó el pulso. No lo encontró.

—Está muerto —anunció—. Lo hemos matado. Dios mío.

—Pobre muchacho estúpido —dijo Maud. Y se echó a llorar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ada, jadeando por el esfuerzo.

Carla reparó en que tenían que deshacerse del cadáver.

Maud trató de ponerse en pie, pero le costaba. Tenía hinchada la mitad izquierda de la cara.

—Santo Dios, cómo duele —se quejó sujetándose el costado. Carla supuso que tenía alguna costilla rota.

—Podemos esconderlo en el desván —dijo Ada mirando a Joachim.

—Eso, hasta que los vecinos empiecen a quejarse del olor —repuso Carla.

—Pues entonces lo enterraremos en el jardín trasero.

—¿Y qué creerá la gente cuando vean a tres mujeres cavando un hoyo de un metro ochenta en el patio de una casa de Berlín? ¿Que estamos buscando oro?

—Podemos cavar de noche.

—¿Levantaremos menos sospechas?

Ada se rascó la cabeza.

—Tenemos que sacar de aquí el cadáver y arrojarlo en algún sitio —resolvió Carla—. En un parque, o un canal.

—¿Y cómo lo llevaremos? —preguntó Ada.

—No pesa mucho —observó Maud con tristeza—. Tan delgado y tan fuerte.

—El problema no es el peso —terció Carla—. Podemos llevarlo entre Ada y yo. Pero tenemos que hacerlo de modo que la gente no sospeche.

—Ojalá tuviéramos coche —dijo Maud.

Carla sacudió la cabeza.

—Nadie puede comprar gasolina.

Guardaron silencio. Estaba empezando a anochecer. Ada cogió un paño y envolvió con él la cabeza de Joachim para que la sangre no manchase el suelo. Maud lloraba en silencio, las lágrimas rodaban por su rostro demudado por la angustia. A Carla le habría gustado poder compadecerse del joven, pero antes tenía que resolver el problema.

—Podemos meterlo en una caja —propuso.

—Las únicas cajas de esa medida son los ataúdes.

—¿Y si lo metemos en un mueble? ¿Un aparador?

—Pesa demasiado. —Ada estaba meditando—. Pero el armario de mi dormitorio es bastante ligero.

Carla asintió. Se daba por sentado que una criada no necesitaba mucha ropa y, por tanto, tampoco muebles de caoba, pensó avergonzada. Por eso en la habitación de Ada solo había un ropero estrecho de madera de pino.

—Vamos a bajarlo —dijo.

Antes Ada dormía en el sótano, pero ahora estaba habilitado como refugio antiaéreo y tenía la habitación arriba. Carla la acompañó. Ada abrió el armario y sacó todas las prendas. No contenía mucha ropa: dos uniformes, unos cuantos vestidos y un abrigo de invierno, todo viejo. Lo depositó con cuidado encima de la cama individual.

Carla inclinó el armario y se lo cargó encima mientras que Ada lo levantó por el otro extremo. No pesaba mucho pero era aparatoso y tardaron un rato en hacerlo pasar por la puerta y bajarlo por las escaleras.

Al final lo dejaron tumbado en el recibidor. Carla abrió la puerta. Parecía un ataúd con la tapa de bisagras.

Carla regresó a la cocina y se inclinó sobre el cadáver. Sacó la cámara y los carretes de fotos del bolsillo de Joachim y volvió a guardarlos en el cajón.

Luego lo levantó por los brazos mientras Ada hacía lo propio por las piernas. Lo llevaron al recibidor y lo metieron en el ropero. Ada le colocó bien el paño de la cabeza, aunque había dejado de sangrar.

¿Deberían quitarle el uniforme?, se preguntó Carla. Eso haría que el cadáver resultase más difícil de identificar; pero tendrían que ocultar dos cosas en vez de una. Decidió que no era necesario.

Abrió el petate y lo arrojó en el armario, junto con el cadáver.

Cerró la puerta y dio la vuelta a la llave para asegurarse de que no se abriría de forma accidental. Se guardó la llave en el bolsillo del vestido.

Entró en el comedor y se asomó a la ventana.

—Está oscureciendo —dijo—. Menos mal.

—¿Qué pensará la gente? —preguntó Maud.

—Que nos estamos deshaciendo de un mueble. Que queremos venderlo, tal vez, para poder comprar comida.

—¿Es normal que dos mujeres acarreen un armario?

—Muchas mujeres tienen que hacer cosas así continuamente, ahora que tantos hombres están en el ejército o han muerto. Ya no se alquilan furgonetas para trasladar muebles; no hay gasolina.

—¿Y si os preguntan por qué lo hacéis de noche?

Carla dio rienda suelta a su frustración.

—No lo sé, mamá. Si me lo preguntan, ya me inventaré algo. La cuestión es que el cadáver no puede quedarse aquí.

—En cuanto lo encuentren sabrán que lo han asesinado. Examinarán las heridas.

A Carla también le preocupaba eso.

—No podemos hacer nada más.

—Seguramente querrán investigar adónde ha ido hoy.

—Dijo que no pensaba contarle a nadie lo de las clases de piano, quería asombrar a sus amigos con su arte. Si tenemos suerte, nadie sabrá que ha estado aquí. —«Y si no la tenemos, nos matarán a las tres», pensó Carla.

—¿Cuál creerán que es el móvil del asesinato?

—¿Encontrarán restos de semen en su ropa interior?

Maud volvió la cabeza, avergonzada.

—Sí.

—Entonces pensarán que ha mantenido relaciones sexuales con alguien, tal vez con otro hombre, y que han acabado peleándose.

—Ojalá tengas razón.

Carla no se sentía nada segura, pero no se le ocurría qué otra cosa podían hacer.

—Lo arrojaremos al canal —resolvió. El cadáver flotaría, y antes o después lo encontrarían; y se abriría una investigación por asesinato. Solo podían esperar que no descubrieran nada que lo relacionase con ellas.

Carla abrió la puerta principal.

Se situó delante del ropero, a la izquierda, y Ada se colocó detrás, a la derecha. Las dos se agacharon a la vez.

—Inclínalo y pon las manos debajo —dijo Ada, que sin duda tenía más experiencia en llevar peso que sus patronas.

Carla hizo lo que le aconsejaba.

—Ahora levántalo un poco.

Carla siguió las instrucciones.

Ada también colocó las manos debajo de su extremo.

—Agáchate doblando las rodillas, asegúrate de que controlas el peso y luego levántate.

Alzaron el armario hasta las caderas. Entonces Ada se agachó y se lo cargó a hombros. Carla hizo lo propio.

Las dos se irguieron.

El peso hizo que Carla se tambalease cuando bajaron los escalones de la entrada, pero podía soportarlo. Cuando llegaron a la calle, torció hacia el canal, que se encontraba a pocas manzanas de distancia.

Se había hecho de noche y no había luna, tan solo unas cuantas estrellas que proyectaban una luz tenue. Con la ciudad a oscuras, tenían bastantes posibilidades de que nadie las viera arrojando el armario al agua. Lo malo era que Carla no veía muy bien por dónde iba, tenía miedo de tropezar y caerse, y de que entonces el ropero se hiciera añicos y dejase al descubierto a la víctima.

Pasó una ambulancia con los faros cubiertos por rejillas. Seguramente acudía al lugar de un accidente de tráfico. Como en la ciudad no había luz, ocurrían muchos accidentes. Lo cual significaba que debía de haber coches de policía en las inmediaciones.

Carla recordó un asesinato espectacular que tuvo lugar al poco tiempo de decretarse la alerta antiaérea: un hombre había asesinado a su esposa, había embutido el cadáver en una caja de cartón y había cruzado de noche la ciudad con él en bicicleta para arrojarlo al río Havel. ¿Recordaría el caso la policía y sospecharía de cualquiera que transportase un bulto grande?

Mientras pensaba en eso, pasó un coche de policía. Un agente se fijó en las dos mujeres que acarreaban un armario, pero el coche no se detuvo.

Aquello cada vez pesaba más. La noche era cálida, y pronto Carla empezó a sudar. La madera se le clavaba en el hombro. Pensó que ojalá se le hubiera ocurrido ponerse un pañuelo doblado por dentro de la blusa.

Giraron en una esquina y se toparon con el accidente.

Un camión articulado de cuatro ejes que transportaba maderos había chocado de frente con un turismo de la marca Mercedes y lo había aplastado. El coche de policía y la ambulancia alumbraban el accidente con los faros. Alrededor del coche había unos cuantos hombres, agrupados bajo un débil foco de luz. La colisión debía de haber ocurrido hacía pocos minutos, pues los ocupantes seguían dentro del vehículo. Un auxiliar de la ambulancia estaba inclinado ante la puerta trasera, probablemente examinando a los heridos para determinar si podían moverlos.

El terror se apoderó de Carla. El sentimiento de culpa la paralizaba y frenó en seco, pero nadie reparó en Ada y ella acarreando el ropero, por lo que al cabo de unos instantes se dio cuenta de que lo que tenían que hacer era retroceder con sigilo, volver sobre sus pasos y tomar otro camino hasta el canal.

Se dispuso a darse media vuelta; pero justo en ese momento un atento policía las enfocó con la linterna.

Carla estuvo tentada de soltar el ropero y echar a correr, pero se reprimió.

—¿Qué están haciendo? —preguntó el policía.

—Estamos trasladando un armario, agente —respondió. Recobró el aplomo y fingió sentir una enorme curiosidad para ocultar la culpabilidad y el nerviosismo—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó, y, por si no era suficiente, añadió—: ¿Hay algún muerto?

Sabía que los profesionales que asistían a las víctimas detestaban esa forma de alimentarse de las desgracias ajenas; no en vano era uno de ellos. Tal como esperaba, el policía reaccionó quitándosela de encima.

—No es asunto suyo —respondió—. Márchense de aquí. —Se dio media vuelta y volvió a enfocar el coche accidentado.

A ese lado de la calle no había nadie más. Carla tomó una decisión repentina y siguió caminando en línea recta. Ada y ella se acercaron al lugar del accidente con el armario que contenía el cadáver.

Mantuvo la vista fija en el personal de emergencia reunido bajo el tenue foco de luz. Estaban completamente enfrascados en su tarea y ninguno levantó la cabeza cuando Carla pasó por su lado.

Parecía que no iban a lograr dejar atrás el camión de cuatro ejes. Entonces, cuando casi había alcanzado el extremo posterior, tuvo un ramalazo de inspiración.

Se detuvo.

—¿Qué pasa? —susurró Ada.

—Ven por aquí. —Carla se situó en la calzada, detrás del camión—. Baja el armario —musitó—. No hagas ruido.

Depositaron el ropero en el suelo con cuidado.

—¿Piensas dejarlo aquí? —preguntó Ada en voz baja.

Carla se sacó la llave del bolsillo y la colocó en la cerradura del ropero. Levantó la cabeza; por lo que veía, los hombres seguían apiñados al otro lado del coche, a seis metros de distancia.

Abrió la puerta del ropero.

Joachim Koch apareció con la mirada vacía y la cabeza envuelta en el paño ensangrentado.

—Inclínalo para que caiga al suelo —ordenó Carla—. Al lado de las ruedas.

Entre las dos, volcaron el armario, y el cadáver cayó y quedó tumbado junto a las ruedas del camión.

Carla le retiró el paño ensangrentado y lo arrojó dentro del armario. Luego dejó el petate al lado del cadáver, no veía el momento de librarse de él. Cerró con llave la puerta del ropero. Luego volvieron a levantarlo y siguieron su camino.

Ahora pesaba menos.

Cuando se encontraban a unos cincuenta metros, ocultas por la oscuridad, Carla oyó una voz distante.

—Dios mío, hay otra víctima. ¡Parece que han atropellado a un peatón!

Carla y Ada doblaron una esquina, y el alivio invadió a Carla como un maremoto. Se había librado del cadáver. Si lograba regresar a casa sin llamar más la atención, y sin que nadie mirase dentro del ropero y descubriera el paño ensangrentado, estaría a salvo. No abrirían ninguna investigación por asesinato. Ahora Joachim resultaba ser un peatón muerto en un accidente de tráfico provocado por la oscuridad. Si las ruedas del camión lo hubieran arrastrado por el pavimento adoquinado, las heridas sufridas habrían sido similares a las causadas por la dura base de la cazuela de Ada. Claro que un médico forense con experiencia notaría la diferencia; pero nadie consideraría necesaria una autopsia.

Carla pensó en deshacerse del ropero, pero decidió que no lo haría. Aunque sacasen el paño, seguía habiendo manchas de sangre, y solo por eso podría alertar a la policía para que abriera una investigación. Tenían que llevárselo y limpiarlo.

Llegaron a casa sin tropezarse con nadie más.

Dejaron el ropero en el suelo del recibidor. Luego Ada sacó el paño, lo llevó al fregadero de la cocina y abrió el agua fría. A Carla la invadió una mezcla de euforia y tristeza. Había robado el plan de combate de los nazis, pero había matado a un joven que era más insensato que malvado. Tendría que reflexionar durante mucho tiempo, años tal vez, antes de saber cómo se sentía por ello en realidad. De momento, estaba demasiado cansada.

Le contó a su madre lo que habían hecho. Maud tenía la mejilla izquierda tan hinchada que apenas podía abrir el ojo, y se presionaba el costado como para aliviar el dolor. Tenía un aspecto horrible.

—Eres muy valiente, mamá —dijo Carla—. Te admiro muchísimo por lo que has hecho.

—Pues yo no lo encuentro nada admirable —repuso ella—. Estoy muy avergonzada; me desprecio a mí misma.

—¿Porque no lo amabas? —preguntó Carla.

—No —respondió Maud—. Precisamente porque sí que lo amaba.