III

Moscú en junio era cálido y soleado. A la hora de comer, Volodia esperaba a Zoya junto a una fuente de los jardines Alexander, detrás del Kremlin. Había cientos de personas paseando, la mayoría en pareja, aprovechando que hacía buen día. Corrían tiempos difíciles y habían cortado el suministro de agua de la fuente para ahorrar energía, pero el cielo era azul, los árboles estaban poblados de hojas y el ejército alemán se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

Volodia se henchía de orgullo cada vez que recordaba la batalla de Moscú. El temible ejército alemán, experto en la guerra relámpago, había llegado hasta las puertas de la ciudad; pero lo habían rechazado. Los soldados soviéticos habían luchado como leones para salvar su capital.

Por desgracia, en marzo el contraataque soviético había llegado a un punto muerto. Habían conseguido reconquistar gran parte del territorio, por lo que los moscovitas se sentían más seguros, pero los alemanes se habían recuperado del golpe y se estaban preparando para volver a intentarlo.

Y Stalin seguía a la cabeza.

Volodia vio a Zoya entre la multitud, dirigiéndose hacia él. Llevaba un vestido a cuadros rojos y blancos. Caminaba con brío y su pelo rubio claro parecía botar al compás de sus pasos. Todos los hombres la miraban.

Volodia había tenido unas cuantas novias guapas, pero se le hacía raro estar saliendo con Zoya. Durante años, ella lo había tratado con fría indiferencia y no le hablaba de nada que no fuese física nuclear. De repente, un día, para su gran asombro, le preguntó si quería acompañarla al cine.

Ocurrió poco después del motín en el que asesinaron al general Bobrov. Aquel día había cambiado de actitud con respecto a él, y Volodia no estaba seguro de comprender por qué. De algún modo, la experiencia compartida había creado un clima de intimidad entre los dos. La cuestión era que habían ido juntos a ver George’s Dinky Jazz Band, una astracanada protagonizada por un inglés que tocaba el banjo y se llamaba George Formby. La película se había hecho muy popular, y en Moscú estuvo en cartelera durante meses. El argumento era de lo más surrealista: George ignoraba que su instrumento enviaba mensajes a los U-Boot alemanes. Era tan tonto que los dos se habían reído a mandíbula batiente.

Desde aquel día, salían de forma habitual.

Hoy iban a comer con el padre de él. Volodia había quedado en esperarla antes junto a la fuente para disponer de unos minutos a solas.

Zoya lo obsequió con su sonrisa de mil vatios y se puso de puntillas para besarlo. Era alta, pero él lo era más. Volodia se deleitó con el beso, notando sus labios suaves y húmedos, pero terminó demasiado rápido.

Él todavía no tenía plena confianza en la relación. Estaban en la fase de cortejo, tal como lo llamaba la generación anterior. Se besaban a menudo, pero aún no se habían acostado. No es que fueran demasiado jóvenes: él tenía veintisiete años y ella, veintiocho. Con todo, Volodia intuía que Zoya no se acostaría con él hasta que no estuviera preparada.

Una parte de su ser se resistía a creer que acabase pasando una sola noche con esa muchacha de ensueño. Le parecía demasiado rubia, demasiado inteligente, demasiado alta, demasiado segura de sí misma, demasiado sensual para entregarse a un hombre. Probablemente, nunca tendría la oportunidad de ver cómo se quitaba la ropa, de contemplarla desnuda, de acariciarle todo el cuerpo, de tumbarse sobre ella…

Caminaron por el parque estrecho y alargado. A un lado había una calle muy transitada. A lo largo del otro, las torres del Kremlin se cernían por encima de un alto muro.

—Mirando eso parece que los ciudadanos rusos tengan prisioneros a los dirigentes —dijo Volodia.

—Sí —convino Zoya—. En vez de lo contrario.

Él se volvió a mirar atrás, pero no los había oído nadie. Aun así, era una imprudencia hablar de ese modo.

—No me extraña que mi padre te considere un peligro.

—Antes creía que tú eras igual que tu padre.

—Ojalá. Mi padre es un héroe. ¡Asaltó el Palacio de Invierno! No creo que yo llegue nunca a cambiar el curso de la historia.

—Ah, ya, pero él tiene una mentalidad cerrada y conservadora. Tú no eres así.

Volodia pensó que sí que era como su padre, pero no pensaba discutir.

—¿Estás libre esta noche? —preguntó ella—. Me gustaría cocinar para ti.

—¡Por supuesto!

Era la primera vez que lo invitaba a su casa.

—Tengo carne de ternera.

—¡Genial! —La ternera de calidad era un lujo incluso en el privilegiado hogar de Volodia.

—Y los Kovalev han salido de viaje.

Esa noticia era aún mejor. Como muchos moscovitas, Zoya vivía en un piso con otra familia. Disponía de dos habitaciones para su uso, y compartía la cocina y el baño con otro científico, el doctor Kovalev, además de su esposa y su hijo. Pero los Kovalev no estaban, así que Zoya y Volodia tendrían el piso para ellos solos. Se le aceleró el pulso.

—¿Me llevo el cepillo de dientes? —preguntó.

Ella le dirigió una sonrisa enigmática y no respondió a la pregunta.

Salieron del parque y cruzaron la calle en dirección a un restaurante. Muchos habían cerrado, pero el centro de la ciudad estaba lleno de despachos cuyos ocupantes tenían que comer en algún sitio, por lo que unos cuantos bares y cafés habían sobrevivido.

Grigori Peshkov ocupaba una mesa en la terraza. Dentro del Kremlin había mejores restaurantes, pero le gustaba dejarse ver en lugares frecuentados por los ciudadanos de a pie; quería demostrar que por el hecho de llevar un uniforme de general no estaba por encima de los soviéticos corrientes. Con todo, había elegido una mesa bastante apartada del resto para que nadie oyera su conversación.

Desaprobaba la actitud de Zoya, pero no era invulnerable a sus encantos. Se puso en pie y la besó en ambas mejillas.

Pidieron tortitas de patata y cerveza. La única otra opción eran arenques en vinagre y vodka.

—Hoy no voy a hablarle de física nuclear, general —empezó Zoya—. Sin embargo, puedes dar por sentado que sigo creyendo en todo lo que te expliqué la última vez que tratamos del tema.

—Es un alivio —dijo él.

Ella se echó a reír, mostrando los blancos dientes.

—En vez de eso, me gustaría saber cuánto tiempo durará la guerra.

Volodia sacudió la cabeza fingiendo exasperarse. Zoya siempre tenía que provocar a su padre. Si no hubiera sido una mujer joven y guapa, hacía tiempo que Grigori la habría encarcelado.

—Los nazis están acabados, pero no lo reconocerán —dijo Grigori.

—En Moscú, todo el mundo se pregunta qué ocurrirá este verano; claro que seguramente vosotros dos lo sabéis.

—Te aseguro que aunque lo supiera, no se lo contaría a mi novia; por muy loco que esté por ella —dijo Volodia. «Sobre todo porque podrían pegarle un tiro», pensó; pero eso no lo confesó.

Llegaron las tortitas de patata y empezaron a comer. Como siempre, Zoya devoró su parte. A Volodia le encantaba la avidez con que atacaba la comida. A él, sin embargo, no le gustaron mucho las tortitas.

—Estas patatas saben sospechosamente a nabo —protestó.

Su padre le lanzó una mirada de desaprobación.

—No me estoy quejando —se apresuró a añadir.

Cuando hubieron terminado, Zoya fue al servicio. Cuando se hubo alejado lo suficiente para que no pudiera oírlo, Volodia dijo:

—Creemos que la ofensiva alemana es inminente.

—Opino lo mismo —convino su padre.

—¿Estamos preparados?

—Claro que sí —aseguró Grigori, pero se le veía nervioso.

—Atacarán por el sur. Quieren hacerse con los yacimientos de petróleo del Cáucaso.

Grigori sacudió la cabeza.

—Volverán a Moscú. Es lo único que importa.

—Stalingrado también es todo un símbolo. Lleva el nombre de nuestro dirigente.

—A la mierda los símbolos. Si conquistan Moscú, se acabó la guerra. Si no, no habrán ganado, da igual los sitios que invadan.

—Estás haciendo conjeturas —repuso Volodia con irritación.

—Tú también.

—Al contrario, yo tengo pruebas. —Miró alrededor, pero no había nadie cerca—. La ofensiva se conoce con el nombre en clave de Operación Azul. Empezará el 28 de junio. —Había obtenido la información de la red de espías que Werner Franck tenía en Berlín—. Encontramos parte de la información en el maletín de un oficial alemán que durante un reconocimiento aéreo tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia cerca de Járkov.

—Los jefes de reconocimiento no andan con los planes de combate en el maletín —dijo Grigori—. El camarada Stalin cree que es una treta para engañarnos, y yo estoy de acuerdo. Los alemanes quieren debilitar nuestro frente central haciendo que enviemos fuerzas al sur para enfrentarse a lo que no resultará ser más que una distracción.

Ese era el problema de la información secreta, pensó Volodia, contrariado. Incluso cuando se disponía de ella, los viejos cabezotas seguían creyendo lo que les daba la gana.

Vio que Zoya regresaba, todos los ojos se posaron en ella cuando cruzó la terraza.

—¿Qué necesitas para convencerte? —preguntó a su padre antes de que ella llegase.

—Más pruebas.

—¿Por ejemplo?

Grigori se quedó pensativo un momento; se había tomado en serio la pregunta.

—Muéstrame el plan de combate.

Volodia suspiró. Werner Franck todavía no había obtenido el documento.

—Si lo consigo, ¿Stalin lo pensará mejor?

—Si lo consigues, le pediré que lo haga.

—Un trato es un trato —dijo Volodia.

Se estaba precipitando. No tenía ni idea de cómo iba a conseguir el plan. Werner, Heinrich, Lili y los demás ya habían corrido unos riesgos terribles. Ahora tendría que presionarlos todavía más.

Zoya llegó a la mesa y Grigori se puso en pie. Los tres iban a tomar caminos distintos, así que se despidieron.

—Hasta esta noche —dijo Zoya a Volodia.

Él la besó.

—Llegaré a las siete.

—Trae el cepillo de dientes —dijo ella.

Él se marchó sintiéndose un hombre afortunado.