La enfermera Carla von Ulrich entró con un carrito al cuarto donde guardaban el material médico y cerró la puerta tras de sí.
Tenía que darse prisa. Si la pillaban, la enviarían a un campo de concentración por lo que estaba a punto de hacer.
Cogió de un armario unos cuantos apósitos de distintas clases, un rollo de venda y un tarro de pomada antiséptica. Luego abrió el armario de los medicamentos, guardados bajo llave. Cogió morfina para aliviar el dolor, sulfamida para las infecciones y aspirina para la fiebre. También cogió una jeringuilla hipodérmica nueva, todavía en su estuche.
Durante varias semanas había falseado el registro para que pareciera que se había hecho un uso legítimo de lo que estaba robando. Había preferido alterarlo de antemano, de forma que si se llevaba a cabo alguna comprobación sobrase material, lo que indicaría un mero descuido, en lugar de que faltase, lo que revelaría que lo habían robado.
Había hecho eso mismo dos veces con anterioridad pero no por ello estaba menos asustada.
Salió con el carrito del cuarto del material esperando presentar un aspecto inocente: el de una enfermera que llevaba suministros de primera necesidad a un enfermo en cama.
Entró en la sala de pacientes y, consternada, vio que el doctor Ernst estaba sentado junto a uno de ellos, tomándole el pulso.
Se suponía que todos los médicos estaban comiendo.
Sin embargo, era demasiado tarde para cambiar de opinión. Trató de adoptar una actitud confiada, justo al contrario de como se sentía, y para ello mantuvo la cabeza bien alta mientras cruzaba la sala empujando el carrito.
El doctor Ernst la miró y le sonrió.
Berthold Ernst era el hombre con quien soñaban todas las enfermeras. Era un hábil cirujano con un talante afable para tratar a los pacientes, alto, guapo y soltero. Había tenido escarceos amorosos con la mayoría de las enfermeras atractivas, y con muchas había llegado a acostarse, si se daba crédito a los rumores que corrían por el hospital.
Ella lo saludó con la cabeza y pasó de largo sin entretenerse.
Salió con el carrito de la sala y torció de inmediato para entrar en el vestuario de las enfermeras.
Tenía el impermeable en el perchero. Junto a este había una cesta de la compra de mimbre que contenía un viejo fular de seda, una col y un paquete de compresas higiénicas dentro de una bolsa de papel marrón. Carla vació la cesta y, rápidamente, sacó el material médico del carrito y lo trasladó allí. Luego lo tapó con el fular, un modelo con dibujos geométricos azules y dorados que su madre debía de haber comprado en los años veinte. Depositó encima la col y las compresas higiénicas, colgó la cesta en el perchero y dispuso su abrigo de modo que la cubriera.
«Lo he logrado», se dijo. Reparó en que estaba temblando un poco. Respiró hondo, recobró el control, abrió la puerta… y vio al doctor Ernst plantado delante.
¿La había seguido? ¿Iba a acusarla de robo? No tenía aspecto de enfadado; de hecho, su expresión era amigable. Tal vez lo hubiera logrado, después de todo.
—Buenas tardes, doctor —saludó—. ¿En qué puedo ayudarlo?
Él le sonrió.
—¿Cómo está, enfermera? ¿Va todo bien?
—Estupendamente, creo. —El sentimiento de culpa hizo que prosiguiera en tono obsequioso—. Claro que es usted, doctor, quien debe decir si las cosas van bien o no.
—Ah, no tengo ninguna queja —dijo él con indiferencia.
«¿De qué va todo esto? —pensó Carla—. ¿Está jugando conmigo, demorando con sadismo el momento de acusarme?»
No dijo nada, pero se mantuvo a la espera, tratando de que el nerviosismo no la hiciera temblar.
Él miró el carrito.
—¿Por qué ha entrado con eso en el vestuario?
—Necesitaba una cosa —respondió, improvisando de forma desesperada—. Una cosa del impermeable. —La voz le temblaba de miedo y trató de disimularlo—. Un pañuelo que llevaba en el bolsillo.
«Deja de atropellarte —se dijo—. Es médico, no un agente de la Gestapo.» Aun así, le imponía el mismo respeto.
Él parecía divertido, como si se regocijase con su nerviosismo.
—¿Y el carrito?
—Voy a devolverlo a su sitio.
—El orden es esencial. Es una enfermera muy buena… fräulein Von Ulrich… ¿O debo llamarla «frau»?
—Fräulein.
—Deberíamos hablar más.
La forma en que la miraba le decía que aquella situación no tenía nada que ver con el material robado. Estaba a punto de pedirle que saliera con él. Si aceptaba, se convertiría en la envidia de decenas de enfermeras.
Sin embargo, no sentía ningún interés por él. Tal vez fuera porque ya había amado a un apuesto don Juan, Werner Franck, y este había resultado ser un cobarde egocéntrico. Supuso que Berthold Ernst también lo era.
Con todo, no quería arriesgarse a llevarle la contraria, así que se limitó a sonreír sin decir nada.
—¿Le gusta Wagner? —preguntó.
Ella ya veía por dónde iba la cosa.
—No tengo tiempo de escuchar música —respondió con determinación—. Mi madre es anciana, y debo cuidarla. —En realidad, Maud tenía cincuenta y un años y disfrutaba de una salud de hierro.
—Tengo dos entradas para asistir a un concierto mañana por la noche. Interpretan el Idilio de Sigfrido.
—¡Una pieza de cámara! —exclamó ella—. Es poco habitual. —La mayoría de las obras de Wagner eran de gran formato.
Él parecía complacido.
—Veo que entiende de música.
Carla deseó no haberlo dicho; solo había servido para animarlo.
—Mi familia sabe música; mi madre da clases de piano.
—Entonces tiene que acompañarme. Estoy seguro de que encontrará a alguien que se ocupe de su madre por una noche.
—Es imposible, de veras —replicó Carla—. Pero muchas gracias por la invitación. —Observó la airada expresión de sus ojos: no estaba acostumbrado a que lo rechazasen. No obstante, dio media vuelta y se dispuso a seguir empujando el carrito.
—¿Tal vez en otra ocasión? —gritó él a su espalda.
—Es muy amable —respondió ella sin aminorar la marcha.
Tenía miedo de que la siguiera, pero la ambigua respuesta a su última pregunta parecía haberlo aplacado. Cuando volvió la cabeza, él ya no estaba. Devolvió el carrito a su sitio y respiró más tranquila.
Luego retomó sus tareas. Comprobó el estado de todos los pacientes de su sala y redactó los informes pertinentes. Era hora de dar paso al turno de noche.
Se puso el impermeable y se colgó la cesta del brazo. Había llegado el momento de salir del edificio con el material robado, y el miedo volvió a invadirla.
Frieda Franck también se marchaba y salieron juntas. Frieda no tenía ni idea de que Carla ocultase material robado. Caminaron bajo el sol de junio hasta la parada del tranvía. Carla llevaba puesto el impermeable, más que nada para que no se le manchara el uniforme. Creía que presentaba un aspecto de absoluta normalidad hasta que Frieda preguntó:
—¿Te preocupa algo?
—No, ¿por qué?
—Se te ve nerviosa.
—Estoy bien. —Para cambiar de tema, señaló un cartel—. Mira eso.
El gobierno había inaugurado una exposición en el Lustgarten de Berlín, el parque que quedaba frente a la catedral. «El paraíso soviético» era el irónico nombre de una muestra sobre la vida bajo el régimen comunista que presentaba el bolchevismo como una falacia de los judíos y a los soviéticos como eslavos infrahumanos. Sin embargo, ni siquiera en los tiempos que corrían los nazis lo tenían todo a su favor, y alguien se había dedicado a recorrer Berlín fijando carteles que parodiaban los de la muestra y rezaban:
Exposición permanente
EL PARAÍSO NAZI
Guerra, hambre, mentiras, Gestapo
¿Cuánto durará?
En la marquesina de la parada del tranvía había uno de esos carteles, y Carla se animó.
—¿Quién se dedica a poner esas cosas? —comentó.
Frieda se encogió de hombros.
—Quienquiera que sea, tiene mucho valor. Si lo pillan, lo matarán. —Entonces recordó lo que llevaba en la cesta. A ella también la matarían si la pillaban.
—Eso seguro —se limitó a responder Frieda.
Ahora era Frieda quien parecía un poco nerviosa. ¿Sería una de las encargadas de colgar los carteles? Probablemente no. Tal vez fuera cosa de su novio, Heinrich, un tipo vehemente y moralizador capaz de hacer una cosa así.
—¿Cómo está Heinrich? —preguntó Carla.
—Quiere que nos casemos.
—¿Y tú no?
Frieda bajó la voz.
—No quiero tener hijos. —Era un comentario subversivo: las mujeres jóvenes debían mostrarse encantadas de tener hijos para el Führer. Frieda señaló con la cabeza el cartel ilegal—. No quiero traer hijos a este paraíso.
—Supongo que yo tampoco —dijo Carla. Tal vez fuera por eso por lo que había rechazado al doctor Ernst.
Llegó un tranvía y se subieron. Carla depositó la cesta en el regazo con aire despreocupado, como si no contuviera nada más importante que la col. Observó a los demás pasajeros y la alivió no ver ningún uniforme.
—Ven a mi casa esta noche —la invitó Frieda—. Escucharemos jazz. Podemos poner los discos de Werner.
—Me encantaría, pero no puedo —se disculpó Carla—. Tengo que hacer una llamada. ¿Te acuerdas de la familia Rothmann?
Frieda miró alrededor con cautela. No era seguro que Rothmann fuera un nombre judío, pero podría serlo. Por suerte, no había nadie lo bastante cerca para oírlas.
—Claro, el padre era nuestro médico de cabecera.
—En teoría ya no ejerce. Eva Rothmann se marchó a Londres antes de la guerra y se casó con un soldado escocés. Pero los padres no pueden salir de Alemania, claro. Su hijo, Rudi, fabricaba violines y al parecer se le daba muy bien. Pero perdió el trabajo y ahora se dedica a reparar instrumentos y a afinar pianos. —Cuatro veces al año acudía a casa de los Von Ulrich para afinar el piano de cola Steinway—. La cuestión es que esta noche me había comprometido a pasar a verlos.
—Oh —exclamó Frieda. Fue la prolongada exclamación propia de quien acaba de reparar en algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carla.
—Ahora entiendo por qué aferras ese capazo como si contuviera el Santo Grial.
Carla se quedó sin habla. ¡Frieda había descubierto el secreto!
—¿Cómo lo has adivinado?
—Has dicho que «en teoría ya no ejerce», lo cual indica que en la práctica sí que lo hace.
Carla se dio cuenta de que acababa de traicionar al doctor Rothmann. Debería haber dicho que no ejercía porque lo tenía prohibido. Por suerte, solo lo había delatado ante Frieda.
—¿Qué otra cosa puede hacer? Los enfermos se presentan en su casa y le piden de rodillas que los cure. ¡No puede echarlos! Ni siquiera gana dinero; todos sus pacientes son judíos y otras pobres gentes que le pagan con cuatro patatas o un huevo.
—Por mí no hace falta que lo justifiques —dijo Frieda—. Me parece muy valiente. Y tú eres toda una heroína por robar material del hospital y llevárselo. ¿Es la primera vez?
Carla negó con la cabeza.
—La tercera. Pero me siento muy estúpida por haber permitido que lo descubras.
—No eres ninguna estúpida. Lo que ocurre es que te conozco demasiado bien.
El tranvía estaba llegando a la parada de Carla.
—Deséame suerte —dijo, y se apeó.
Cuando entró en casa, oyó las vacilantes notas del piano procedentes del piso de arriba. Maud estaba con un alumno, y Carla se alegró de ello, pues así su madre se animaría y, de paso, ganaría un poco de dinero.
Se despojó del impermeable, entró en la cocina y saludó a Ada. Cuando Maud había anunciado a Ada que no podía seguir pagándole, esta le preguntó si podía quedarse a vivir allí de todas formas. Ahora trabajaba de noche limpiando una oficina, y de día limpiaba la casa de los Von Ulrich a cambio de la comida y el alojamiento.
Carla arrojó los zapatos debajo de la mesa y se frotó un pie con el otro para aliviar el dolor. Ada le preparó una taza de sucedáneo de café.
Maud entró en la cocina con ojos centelleantes.
—¡Tengo un alumno nuevo! —dijo, y mostró a Carla un fajo de billetes—. ¡Y quiere que le dé clases todos los días! —Lo había dejado practicando escalas, y el sonido de fondo de su inexperta pulsación recordaba al de un gato paseándose por encima del teclado.
—Estupendo —dijo Carla—. ¿Quién es?
—Un nazi, por supuesto, pero necesitamos el dinero.
—¿Cómo se llama?
—Joachim Koch. Es bastante joven y tímido. Si te lo encuentras, por lo que más quieras, muérdete la lengua y sé amable.
—Claro.
Maud desapareció.
Carla sorbió el café con gusto. Se había acostumbrado al sabor de las bellotas tostadas, como casi todo el mundo.
Charló unos minutos con Ada. En otro tiempo la mujer había sido rellenita, pero ahora estaba delgada. En la Alemania actual había poca gente metida en carnes; sin embargo, en el caso de Ada ocurría algo más. La muerte de su hijo discapacitado, Kurt, había supuesto un duro golpe. Se la veía apática. Cumplía bien con su trabajo, pero luego se pasaba horas sentada frente a la ventana con expresión ausente. Carla le tenía cariño, y se compadecía de ella, pero no sabía qué hacer para ayudarla.
El sonido del piano cesó y, unos instantes después, Carla oyó dos voces en el recibidor, la de su madre y la de un hombre. Supuso que Maud estaba despidiéndose de herr Koch; pero al cabo de unos instantes se horrorizó cuando su madre entró en la cocina seguida de cerca por un hombre ataviado con un inmaculado uniforme de teniente.
—Esta es mi hija —dijo Maud en tono alegre—. Carla, este es el teniente Koch, un alumno nuevo.
Koch era un hombre atractivo y de aspecto tímido que rondaba los veinte años. Llevaba un bigote rubio, y a Carla le recordó a las fotografías de cuando su padre era joven.
A Carla se le aceleró el corazón por el miedo. La cesta con el material médico robado se encontraba en la silla de la cocina que tenía justo al lado. ¿Se delataría ante el teniente Koch por accidente tal como había hecho con Frieda?
Apenas podía hablar.
—En… en… encantada de conocerlo —farfulló.
Maud la observó con curiosidad, sorprendida de su nerviosismo. Todo cuanto Maud deseaba era que Carla se mostrase amable con el nuevo alumno para que este no abandonase las clases. No veía nada de malo en invitar a entrar a la cocina a un oficial del ejército; no tenía ni idea de que Carla ocultase material robado en la cesta de la compra.
Koch efectuó una formal reverencia.
—El placer es mío —dijo.
—Y Ada es la criada.
Ada lo obsequió con una mirada hostil pero él no se percató: nunca prestaba atención al servicio. Apoyó todo el peso en una pierna y permaneció inclinado; trataba de adoptar una actitud relajada pero daba justo la impresión contraria.
Su comportamiento era más infantil que su apariencia. En él se adivinaba una inocencia que hacía pensar que de niño lo habían protegido en exceso. De todos modos, seguía siendo un peligro.
Cambió de postura y posó las manos sobre el respaldo del asiento que ocupaba la cesta de Carla.
—Veo que es enfermera —observó.
—Sí. —Carla trató de pensar con claridad. ¿Tenía idea Koch de quiénes eran los Von Ulrich? Parecía demasiado joven para saber qué era un socialdemócrata puesto que hacía nueve años que habían ilegalizado el partido. Tal vez la infamia de la familia Von Ulrich se hubiera desvanecido con la muerte de Walter. En cualquier caso, daba la impresión de que Koch los tomaba por una respetable familia alemana que, simplemente, era pobre porque había perdido al cabeza de familia, una situación en la que se veían muchas mujeres de buena cuna.
No había razón para que mirase dentro de la cesta.
Carla se esforzó por hablarle en tono amable.
—¿Qué tal le va con el piano?
—¡Me parece que estoy progresando muy rápido! —Miró a Maud—. Por lo menos, es lo que dice la profesora.
—Tiene talento, se le nota a pesar de que acaba de empezar —dijo Maud. Siempre decía lo mismo para animar a los alumnos a seguir con las clases; sin embargo, a Carla le pareció que en esa ocasión se estaba comportando con mayor afabilidad de la habitual. Tenía derecho a flirtear, por supuesto; hacía más de un año que era viuda. Pero no era posible que albergase sentimientos románticos hacia alguien a quien doblaba la edad.
—No obstante, tengo pensado no contarles nada a mis amigos hasta que domine el instrumento —añadió Koch—. Así los asombraré con mi arte.
—Será divertido —observó Maud—. Por favor, teniente, siéntese, si es que dispone de unos minutos. —Señaló la silla donde reposaba la cesta de Carla.
Carla se dispuso a retirarla, pero Koch se le adelantó.
—Permítame —dijo, retirando la cesta. Miró dentro—. Imagino que es para la cena —observó al ver la col.
—Sí —respondió Carla con la voz quebrada.
Él se sentó en la silla y depositó la cesta en el suelo, junto a los pies, en el lado opuesto a Carla.
—Siempre he creído que tenía aptitudes para la música, y ha llegado el momento de comprobarlo.
Cruzó las piernas y las descruzó.
Carla se preguntaba por qué se mostraba tan inquieto; él no tenía nada que temer. Por un instante, se le ocurrió pensar que tal vez su incomodidad se debiera a una cuestión sexual. Se encontraba a solas con tres mujeres. ¿Qué ideas debían de estarle pasando por la mente?
Ada le puso una taza de café enfrente y él sacó un paquete de cigarrillos. Fumaba igual que un adolescente, como si fuera inexperto. Ada le acercó un cenicero.
—El teniente Koch trabaja en el Ministerio de Guerra, en Bendlerstrasse —informó Maud.
—¿En serio? —Era el Cuartel General Supremo. Menos mal que Koch no pensaba revelar a nadie que estaba estudiando piano. Los mayores secretos del ejército alemán se guardaban en aquel edificio, y aunque Koch no lo supiera, era posible que algunos de sus compañeros se acordasen de que Walter von Ulrich estaba en contra del nazismo. Y eso sería el final de las clases con frau Von Ulrich.
—Es un gran privilegio trabajar allí —añadió Koch.
—Mi hijo está en Rusia —dijo Maud—. Estoy muy preocupada por él.
—Es natural, tratándose de su madre —observó Koch—. ¡Pero no sea pesimista, por favor! La reciente contraofensiva de Rusia se ha rechazado con contundencia.
Menudo cuento. La maquinaria propagandística no podía ocultar el hecho de que los soviéticos habían ganado la batalla de Moscú y habían hecho retroceder ciento cincuenta kilómetros a los alemanes.
—Ahora estamos en una posición que nos permitirá volver a emprender el avance —prosiguió Koch.
—¿Está seguro? —Maud parecía nerviosa, y Carla se sentía igual. A las dos las atenazaba el miedo de lo que pudiera sucederle a Erik.
Koch adoptó una sonrisa de superioridad.
—Créame, frau Von Ulrich, estoy seguro. Claro que no puedo contarle todo lo que sé. No obstante, le aseguro que se está planeando una nueva operación muy agresiva.
—Estoy segura de que nuestras tropas disponen de todo lo necesario; comida suficiente y demás. —Posó una mano en el brazo de Koch—. Aun así, estoy preocupada. No debería decir eso, lo sé, pero tengo la impresión de que puedo confiar en usted, teniente.
—Por supuesto.
—Hace meses que no tengo noticias de mi hijo, no sé si está vivo o muerto.
Koch se llevó la mano al bolsillo y sacó un lápiz y un pequeño cuaderno.
—Lo averiguaré —dijo.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Maud, con los ojos desorbitados.
Carla pensó que tal vez ese fuera el motivo por el que flirteaba con él.
—Claro que sí —respondió Koch—. Estoy en el Cuerpo de Estado Mayor, ya sabe… Aunque tengo un cargo muy bajo. —Trató de aparentar modestia—. Puedo preguntar por…
—Erik.
—Erik von Ulrich.
—Eso sería fantástico. Es camillero; estudiaba medicina, pero estaba impaciente por combatir para el Führer.
Decía la verdad. Erik era un exaltado nazi; aunque en sus últimas cartas dejaba entrever una actitud más moderada.
Koch anotó el nombre.
—Es usted maravilloso, teniente Koch —lo alabó Maud.
—No tiene importancia.
—Me alegro mucho de que estemos a punto de contraatacar en el frente oriental. Pero no debe decirme cuándo se iniciará la ofensiva, a pesar de que me muero de ganas de saberlo.
Maud estaba intentando sonsacarlo. Carla no veía qué razones podía tener para hacerlo, esa información no le servía de nada.
Koch bajó la voz, como si frente a la ventana abierta de la cocina pudiera haber un espía.
—Será muy pronto —confesó, y miró a las tres mujeres.
Carla reparó en que estaba intentando captar su atención. Tal vez no estuviera acostumbrado a tener a varias mujeres pendientes de sus palabras. Prolongó un poco el momento.
—La Operación Azul empezará muy pronto —dijo al fin.
Maud lo miró con ojos centelleantes.
—La Operación Azul; ¡es emocionantísimo! —Lo dijo en el mismo tono con que habría respondido a una invitación para pasar una semana en el hotel Ritz de París.
—El 28 de junio —susurró él.
Maud se llevó la mano al corazón.
—¡Qué pronto! Es una noticia excelente.
—No tendría que haber dicho nada.
Maud posó la mano sobre la de él.
—Pues me alegro mucho de que lo haya hecho. Hace que me sienta mucho mejor.
Él le miró la mano. Carla se dio cuenta de que no estaba acostumbrado a que una mujer lo tocase. Alzó la vista hasta mirar a Maud a los ojos. Ella esbozó una cálida sonrisa, tan cálida que a Carla le costaba creer que fuera del todo falsa.
Maud retiró la mano. Koch apagó el cigarrillo y se puso en pie.
—Debo marcharme —dijo.
«Gracias a Dios», pensó Carla.
Él le hizo una reverencia.
—Ha sido un placer conocerla, fräulein.
—Adiós, teniente —respondió ella en tono neutro.
Maud lo acompañó a la puerta.
—Así, hasta mañana a la misma hora —dijo.
Regresó a la cocina.
—Menudo hallazgo; ¡un tontito que trabaja en el Cuerpo de Estado Mayor!
—No comprendo por qué estás tan emocionada —dijo Carla.
—Es muy guapo —terció Ada.
—¡Nos ha revelado información secreta! —exclamó Maud.
—¿Y de qué nos sirve eso? —preguntó Maud—. No somos espías.
—Sabemos la fecha de la siguiente ofensiva; encontraremos alguna manera de informar a los rusos.
—Pues no sé cómo.
—Se supone que vivimos rodeados de espías.
—Eso no es más que propaganda. Cuando algo sale mal, los nazis siempre culpan a los agentes secretos de los judíos bolcheviques en lugar de aceptar que han metido la pata.
—Da igual, seguro que tiene que haber espías.
—¿Y cómo nos pondremos en contacto con ellos?
Su madre parecía estar reflexionando.
—Hablaré con Frieda —decidió.
—¿Por qué dices eso?
—Por intuición.
Carla recordó la situación de la parada del tranvía, cuando había preguntado en voz alta quién podía haber colgado aquellos carteles antinazis y Frieda había guardado silencio. La intuición de Carla coincidía con la de su madre.
Pero ese no era el único problema.
—Aunque pudiéramos hacerlo, ¿por qué íbamos a traicionar a nuestro país?
—Tenemos que derrotar a los nazis —afirmó Maud en tono categórico.
—Odio a los nazis más que nadie, pero sigo siendo alemana.
—Comprendo lo que quieres decir. No me gusta la idea de convertirme en una traidora, a pesar de que nací en Inglaterra. Pero no nos libraremos de los nazis si no perdemos la guerra.
—De todos modos, imagina que pasamos información a los rusos y eso hace que perdamos una batalla. ¡Erik podría morir en esa batalla! Es tu hijo… ¡y mi hermano! Podría morir por nuestra culpa.
Maud abrió la boca para responder, pero no podía hablar. En lugar de eso, se echó a llorar. Carla se puso en pie y la abrazó.
—Podría morir de todos modos —susurró Maud al cabo de un minuto—. Podría morir luchando por el nazismo. Es mejor que lo maten en una batalla perdida a que la ganen.
Carla no lo veía tan claro.
Se apartó de su madre.
—Sea como sea, te agradecería que me avisases antes de entrar con alguien en la cocina de esa forma. —Recogió la cesta del suelo—. Menos mal que el teniente Koch no ha mirado mejor aquí dentro.
—¿Por qué? ¿Qué llevas ahí?
—Cosas que he robado del hospital para el doctor Rothmann.
Maud sonrió orgullosa, con los ojos llenos de lágrimas.
—Esta es mi hija.
—Casi me da un patatús cuando ha cogido la cesta.
—Lo siento.
—No podías adivinarlo. Pero, ¿sabes qué?, voy a librarme de todo esto ahora mismo.
—Buena idea.
Carla volvió a ponerse el impermeable sobre el uniforme y salió de casa.
Avanzó con rapidez hacia la calle donde vivían los Rothmann. Su casa no era tan grande como la de los Von Ulrich, pero era una vivienda bien distribuida con espacios muy acogedores. No obstante, las ventanas estaban cerradas con tablas y en la puerta principal había una burda placa que rezaba: CONSULTORIO CERRADO.
En otros tiempos la familia había sido próspera. El doctor Rothmann había tenido muchos pacientes adinerados, y también había tratado a pacientes pobres a precios módicos. Ahora solo acudían a su consulta los pobres.
Carla se dirigió a la puerta trasera, como los pacientes.
Enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. La puerta trasera estaba abierta, y cuando entró en la cocina vio una guitarra con el mástil roto tirada en el suelo embaldosado. Allí no había nadie, pero oyó voces procedentes de algún otro punto de la casa.
Cruzó la cocina y entró en el recibidor. En la planta baja había dos habitaciones principales que antes eran la consulta y la sala de espera. Ahora la sala de espera hacía las veces de sala de estar, y la consulta se había convertido en el taller de Rudi, con un banco de trabajo y herramientas para trabajar la madera, y también solía haber media docena de mandolinas, violines y violoncelos en diversos estados de reparación. Todo el instrumental médico quedaba fuera de la vista, cerrado bajo llave en los armarios.
Sin embargo, cuando entró vio que ya no era así.
Alguien había abierto los armarios y vaciado su contenido. El suelo estaba tapizado de cristales rotos y píldoras, polvo y líquido de diversas clases. Entre los restos, Carla descubrió un estetoscopio y un aparato para tomar la tensión. Había trozos de instrumental esparcidos por todas partes; era evidente que lo habían arrojado al suelo y luego lo habían pisoteado.
Carla estaba atónita e indignada. ¡Qué despilfarro!
Luego echó un vistazo a la otra habitación. En una esquina yacía Rudi Rothmann. Era un joven de veintidós años, alto y de constitución atlética. Tenía los ojos cerrados y gemía con agonía.
Su madre, Hannelore, estaba arrodillada a su lado. En otro tiempo Hannelore había sido rubia y guapa; ahora, en cambio, tenía el pelo gris y aspecto demacrado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Carla, temiéndose la respuesta.
—La policía —respondió Hannelore—. Acusan a mi marido de tratar a pacientes arios. Se lo han llevado. Rudi ha intentado impedirles que destrozasen la consulta. Le han… —Se le hizo un nudo en la garganta.
Carla dejó la cesta en el suelo y se arrodilló junto a Hannelore.
—¿Qué le han hecho?
Hannelore recobró el habla.
—Le han roto las manos —dijo con un hilo de voz.
Carla se dio cuenta al momento. Rudi tenía las manos rojas y retorcidas de un modo horrible. Al parecer, la policía le había roto los dedos uno a uno; no era de extrañar que gimiera. Aquello era nauseabundo. Claro que, como presenciaba horrores todos los días, sabía reprimir las emociones y prestar la ayuda requerida.
—Necesita morfina —dijo.
Hannelore señaló el revoltijo del suelo.
—Si teníamos, ya no hay.
Un acceso de pura rabia asaltó a Carla. Incluso en los hospitales faltaban medicamentos; y la policía se permitía malgastar fármacos valiosísimos en un arrebato de destrucción.
—Os he traído un poco. —Sacó de la cesta un vial de un líquido transparente y la jeringuilla nueva. Con diligencia, extrajo la jeringuilla de su estuche y la llenó con el fármaco. Luego se lo inyectó a Rudi.
El efecto fue casi instantáneo. Rudi dejó de gemir. Abrió los ojos y miró a Carla.
—Eres tú, preciosa —dijo. Entonces volvió a cerrar los ojos y pareció quedarse dormido.
—Tenemos que intentar ponerle rectos los dedos para que los huesos se suelden bien —explicó Carla. Tocó la mano izquierda de Rudi y él no reaccionó. Entonces la cogió y la levantó. Él siguió sin inmutarse.
—Nunca he enderezado huesos —dijo Hannelore—. Pero he visto hacerlo bastantes veces.
—A mí me pasa igual —confesó Carla—. Pero más nos vale intentarlo. Yo me encargaré de la mano izquierda y tú de la derecha. Tenemos que terminar antes de que se pase el efecto del fármaco. Bien sabe Dios que ya le tocará sufrir bastante.
—De acuerdo —convino Hannelore.
Carla hizo una pausa más larga. Su madre tenía razón. Debían hacer cuanto estuviera en sus manos para parar los pies al régimen nazi, aunque eso significase traicionar a su país. Ya no le cabía ninguna duda.
—Manos a la obra —dijo Carla.
Despacio, con cuidado, las dos mujeres se dispusieron a enderezar los huesos de las manos de Rudi.