IV

Sin embargo, nadie acusó a Eddie Parry de agredir a un oficial.

El capitán Vandermeier apareció a la mañana siguiente en el Viejo Edificio de la Administración con un ojo morado, pero no presentó cargos. Chuck supuso que la carrera del hombre terminaría en cuanto admitiera que se había visto involucrado en una pelea en The Band Round The Hat. Sin embargo, eso no impidió que allí todos comentaran su moratón.

—Vandermeier dice que resbaló por culpa de una mancha de gasolina que había en su garaje y que se dio un golpe en la cara contra el cortacésped, pero yo creo que ese ojo morado se lo ha puesto su mujer. ¿La habéis visto? Se parece a Jack Dempsey, el boxeador.

Ese día, los criptoanalistas del sótano le dijeron al almirante Nimitz que los japoneses atacarían Midway el 4 de junio. En concreto, informaron de que la fuerza japonesa se situaría a 280 kilómetros al norte del atolón a las siete de la mañana.

Estaban casi tan seguros como hacían pensar sus palabras.

Eddie tenía un ánimo sombrío.

—¿Qué posibilidades tenemos? —preguntó cuando Chuck y él se reunieron para comer.

Como también él trabajaba en los servicios secretos de la armada, conocía el potencial de las fuerzas japonesas, según las estimaciones de los descifradores.

—Los japoneses han movilizado doscientos buques, prácticamente la totalidad de su marina de guerra, ¿y cuántos tenemos nosotros? ¡Treinta y cinco!

Chuck no era tan pesimista.

—Pero sus fuerzas de ataque solo ascienden a una cuarta parte de esos efectivos. El resto lo componen las fuerzas de ocupación y de distracción estratégica, y las reservas.

—¿Y qué? ¡Una cuarta parte de sus efectivos sigue siendo más que toda nuestra flota del Pacífico!

—Las fuerzas de ataque japonesas cuentan únicamente con cuatro portaaviones.

—Pero nosotros solo tenemos tres. —Eddie señaló con su sándwich de jamón hacia el portaaviones ennegrecido por el humo que seguía en el dique seco, repleto de obreros haciéndole reparaciones—. Y eso contando el Yorktown, que sigue inutilizado.

—Bueno, pero nosotros sabemos que vienen y ellos no saben que los estamos esperando.

—Espero que eso nos dé tanta ventaja como piensa Nimitz.

—Sí, yo también.

Cuando Chuck regresó al sótano, le dijeron que ya no trabajaba allí. Lo habían trasladado. Al Yorktown.

—Es la forma que tiene Vandermeier de castigarme —dijo Eddie esa noche con lágrimas en los ojos—. Cree que morirás.

—No seas tan pesimista —repuso Chuck—. A lo mejor ganamos la guerra.

Unos días antes del ataque, los japoneses cambiaron sus libros de códigos. Los hombres del sótano suspiraron y empezaron otra vez desde cero, pero obtuvieron muy poca información nueva antes de la batalla. Nimitz tendría que conformarse con lo que tenían y esperar que el enemigo no revisara todo el plan en el último minuto.

Los japoneses esperaban tomar Midway por sorpresa y aplastarlo con facilidad. Tenían la esperanza de que los norteamericanos contraatacaran con todas sus fuerzas, en un intento de recuperar el atolón. En ese momento, la flota de reserva japonesa entraría en acción y arrasaría con toda la flota estadounidense. Japón dominaría el Pacífico.

Y Estados Unidos solicitaría conversaciones de paz.

Nimitz tenía pensado cortar ese plan de raíz tendiendo una emboscada a las fuerzas de ataque antes de que pudieran tomar Midway.

Chuck había pasado a formar parte de esa emboscada.

Se echó el petate al hombro y se despidió de Eddie con un beso, después salieron juntos hacia el muelle.

Allí se toparon con Vandermeier.

—No ha habido tiempo para reparar los compartimentos estancos —les dijo—. Si le abren un agujero, se hundirá como un ataúd de plomo.

Chuck le puso una mano en el hombro a Eddie para contenerlo.

—¿Qué tal ese ojo, capitán? —preguntó.

La boca de Vandermeier se torció en una mueca de maldad.

—Buena suerte, marica. —Y los dejó allí plantados.

Chuck le dio un apretón de manos a Eddie y subió a bordo.

Al instante se olvidó de Vandermeier, porque por fin iba a hacerse a la mar… y en uno de los mayores barcos jamás construidos.

El Yorktown era el primero entre los portaaviones de su clase. Medía más de dos campos de fútbol americano y contaba con una tripulación de más de dos mil hombres. Transportaba noventa aviones: viejos torpederos Douglas Devastator con alas plegables; bombarderos de picado Douglas Dauntless, más nuevos; y cazas Grumman Wildcat para escoltar a los bombarderos.

Casi todo quedaba bajo cubierta, salvo por la estructura del puente, que se alzaba hasta nueve metros por encima de la cubierta de vuelo. Este contenía el centro de mando y comunicaciones del navío, el puente en sí, la sala de radio justo debajo, la sala de mapas y la sala de guardia de pilotos. Detrás de todo ello se levantaba una enorme chimenea que tenía tres tiros dispuestos en fila.

Algunos de los mecánicos seguían a bordo, terminando aún su trabajo, cuando la embarcación dejó el dique seco y salió lentamente de Pearl Harbor. Chuck se emocionó al sentir la vibración de sus descomunales motores mientras se hacía a la mar. Cuando llegaron a aguas profundas y la embarcación empezó a ascender y descender al ritmo del oleaje del océano Pacífico, se sintió como si estuviera bailando.

Habían destinado a Chuck a la sala de radio, una decisión muy sensata, pues allí sacarían partido de su experiencia en señales.

El portaaviones avanzaba a toda máquina hacia su cita al nordeste de Midway; sus parches recién soldados rechinaban como zapatos nuevos. En el barco había una heladería, conocida como el Gedunk, donde servían helados recién hechos. Allí, la primera tarde, Chuck se encontró con Trixie Paxman, al que no había visto desde aquella noche en The Band Round The Hat. Se alegró de contar con un amigo a bordo.

El miércoles 3 de junio, el día antes de la supuesta fecha del ataque, un hidroavión de la armada en misión de reconocimiento al oeste de Midway avistó un convoy de buques de transporte japoneses: se concluyó que debían de transportar las fuerzas de ocupación que se harían con el control del atolón después de la batalla. La noticia fue transmitida a todos los barcos estadounidenses, y Chuck, en la sala de radio del Yorktown, fue de los primeros en saberlo. Se trataba de una confirmación sólida de que sus compañeros del sótano habían acertado y sintió cierto alivio al ver que su suposición quedaba corroborada. Entonces se dio cuenta de lo irónico de la situación: si sus compañeros se hubiesen equivocado y los japoneses estuvieran en otra parte, él no se encontraría en peligro.

Llevaba en la armada un año y medio, pero hasta ese momento nunca había entrado en combate. El Yorktown, reparado con tantas prisas, sería el blanco de las bombas y los torpedos japoneses; avanzaba a toda máquina hacia unos hombres que harían todo cuanto estuviera en sus manos por hundirlo, y hundir a Chuck con él. Era una sensación peculiar. Casi todo el rato sentía una extraña calma, pero de vez en cuando lo invadía el impulso de saltar por la borda y empezar a nadar de vuelta a Hawai.

Esa noche escribió a sus padres. Si moría al día siguiente, seguramente tanto la carta como él se hundirían con el barco, pero la escribió de todas formas. En ella no dijo nada sobre los motivos de su traslado. Se le pasó por la cabeza confesarles que era invertido, pero enseguida cambió de opinión. Les dijo que los quería y que les daba las gracias por todo lo que habían hecho por él. «Si muero luchando por un país democrático en contra de una cruel dictadura militar, no habré perdido la vida en vano», escribió. Al releerlo le pareció un poco presuntuoso, pero lo dejó tal cual.

La noche fue corta. La tripulación aérea oyó el toque de aviso para el desayuno a la una y media de la madrugada. Chuck se acercó a desearle buena suerte a Trixie Paxman. Como recompensa por haberse levantado tan temprano, a los pilotos les sirvieron filete y huevos.

Sacaron los aviones de los hangares que había en una cubierta inferior y los subieron en los enormes montacargas del barco, después los condujeron a mano hasta las plazas que debían ocupar en la cubierta de vuelo, donde repostaban y cargaban municiones. Unos cuantos pilotos despegaron y partieron en busca del enemigo. El resto aguardaba en la sala de instrucciones, ataviados ya con el equipo de vuelo a la espera de cualquier noticia.

Chuck entró de guardia en la sala de radio. Poco antes de las seis de la mañana recibió una comunicación de un hidroavión de reconocimiento:

NUMEROSOS AVIONES ENEMIGOS HACIA MIDWAY

Unos minutos después recibió una señal parcial:

PORTAAVIONES ENEMIGOS

Había empezado.

Cuando llegó el informe completo, un minuto después, supieron que las fuerzas de ataque japonesas se situaban casi exactamente donde habían predicho los criptoanalistas. Chuck estaba orgulloso… y asustado.

Los tres portaaviones norteamericanos —el Yorktown, el Enterprise y el Hornet— seguían un rumbo que dejaría a sus aviones a una distancia desde la que podrían alcanzar a los buques japoneses.

En el puente estaba el almirante Frank Fletcher, un hombre de cincuenta y siete años y con la nariz alargada que había recibido la Cruz de la Armada en la Primera Guerra Mundial. Mientras llevaba un mensaje al puente, Chuck lo oyó decir:

—Todavía no hemos visto ni un avión japonés. Eso quiere decir que aún no saben que estamos aquí.

Chuck era consciente de que lo único que tenían los estadounidenses a su favor era eso: la ventaja de estar mejor informados.

Sin duda, los japoneses esperaban sorprender a Midway en plena siesta y así repetir la escena de Pearl Harbor, pero eso, gracias a los criptoanalistas, no sucedería. Los aviones norteamericanos de Midway no serían blancos fáciles aparcados en las pistas. Cuando los bombarderos japoneses llegaran, todos ellos estarían en el aire buscando pelea.

Mientras escuchaban en tensión el crepitar de las señales de radio que llegaban desde Midway y los buques japoneses, los oficiales y los hombres de la sala de radio del Yorktown no tenían duda alguna de que sobre el diminuto atolón ya estaba teniendo lugar un terrible combate aéreo; lo que no sabían era quién iba ganando.

Poco después, los aviones norteamericanos destinados en Midway se lanzaron al ataque y arremetieron contra los portaaviones japoneses.

En ambas batallas, por lo que pudo colegir Chuck, los cañones antiaéreos habían sido los protagonistas. La base de Midway tan solo había sufrido daños moderados, y casi todas las bombas y los torpedos dirigidos contra la flota japonesa habían errado el tiro; pero en ambos combates se habían derribado muchos aviones.

Parecía que de momento estaban muy igualados… pero eso tenía a Chuck preocupado, porque los japoneses contaban con más reservas.

Justo antes de las siete, el Yorktown, el Enterprise y el Hornet viraron hacia el sudeste. Era un rumbo que, por desgracia, los apartaba del enemigo, pero sus aviones tenían que despegar contra el viento, que soplaba desde esa dirección.

Hasta el último rincón del poderoso Yorktown temblaba bajo el estruendo de los motores de los aviones, que aceleraban al máximo por la cubierta para, uno tras otro, alzar el vuelo. Chuck se fijó en que el Wildcat tenía tendencia a levantar el ala derecha y desviarse un poco a la izquierda cuando aceleraba por la pista, una característica de la que los pilotos no hacían más que quejarse.

A eso de las ocho y media, los tres portaaviones habían lanzado 155 naves estadounidenses contra las fuerzas de ataque del enemigo.

Los primeros aviones llegaron a la zona del objetivo con una precisión milimétrica, justo cuando los japoneses estaban ocupados repostando y recargando de munición los aviones que regresaban de Midway. En las cubiertas de vuelo no había más que cajas de munición esparcidas entre el nido de serpientes de las mangas de repostaje, todo ello casi dispuesto para estallar en cuestión de segundos. Aquello debería haber acabado en una carnicería.

Pero no sucedió.

Casi todos los aviones estadounidenses de la primera partida habían sido destruidos.

Los Devastator estaban obsoletos. Los Wildcat que los escoltaban eran mejores, pero aun así no eran rival para los Zero japoneses, rápidos y maniobrables. Los aviones que habían sobrevivido para descargar su artillería quedaron diezmados por el devastador fuego antiaéreo de los portaaviones enemigos.

Lanzar una bomba desde un avión en movimiento y lograr que impactara contra un barco en movimiento, o dejar caer un torpedo de manera que alcanzara un buque, revestía una dificultad increíble, sobre todo para un piloto al que estaban disparando desde arriba y desde abajo.

La mayoría de los aviadores se dejaron la vida en el intento.

Y ninguno de ellos dio en el blanco.

Ninguna bomba y ningún torpedo estadounidense alcanzó su objetivo. Las tres primeras partidas de aviones atacantes, cada una de ellas despegada desde los tres portaaviones norteamericanos, no hicieron ningún daño a las fuerzas de ataque japonesas. La munición de las cubiertas no estalló y las líneas de combustible no se incendiaron. El enemigo había resultado intacto.

Chuck, que estaba escuchando las comunicaciones por radio, se sintió flaquear.

De nuevo veía ante sí la genialidad del ataque a Pearl Harbor de siete meses atrás. Los barcos norteamericanos allí anclados, un puñado de blancos estáticos, apiñados, relativamente fáciles de alcanzar. Los aviones de combate que podrían haberlos protegido quedaron destruidos en las pistas de despegue. Para cuando los estadounidenses cargaron y desplegaron los cañones antiaéreos, el ataque casi había terminado.

Sin embargo, la batalla de Midway todavía se estaba librando, y no todos los aviones norteamericanos habían llegado aún a la zona del objetivo. Oyó a un oficial de aviación del Enterprise gritar por la radio: «¡Ataquen! ¡Ataquen!», y luego la lacónica respuesta de un piloto: «¡Procedo, en cuanto encuentre a esos malnacidos!».

La buena noticia era que el comandante japonés todavía no había enviado a sus aviones a atacar los portaaviones estadounidenses. Seguía su plan al pie de la letra y no se apartaba de Midway. A esas alturas ya podría haber supuesto que los estaban atacando con aviones despegados desde portaaviones, pero puede que no estuviera seguro de dónde se encontraban las embarcaciones estadounidenses.

A pesar de esa ventaja, los norteamericanos no iban ganando.

Entonces el panorama cambió. Una partida de treinta y siete bombarderos de picado Dauntless del Enterprise avistó a los japoneses. Los Zero que protegían los barcos habían descendido casi hasta el nivel del mar durante su combate aéreo con los atacantes anteriores, así que los bombarderos tuvieron la suerte de encontrarse por encima de los cazas y pudieron lanzarse sobre ellos como salidos directamente del sol. Apenas unos minutos después, otros dieciocho Dauntless del Yorktown alcanzaron la zona del objetivo. Uno de los pilotos era Trixie.

La radio se convirtió en una algarabía de voces exaltadas. Chuck cerró los ojos y se concentró para intentar comprender los sonidos distorsionados. No lograba identificar la voz de Trixie.

Entonces, por detrás de las palabras, empezó a oír el aullido característico de los bombarderos lanzándose en picado. El ataque había empezado.

De pronto, por primera vez, se oyeron gritos triunfales por parte de los pilotos.

—¡Ya te tengo, cabrón!

—¡Joder, cómo he notado esa explosión!

—¡Chupaos esa, hijos de perra!

—¡Le he dado!

—¡Mira cómo arde!

Los hombres de la sala de radio estallaron en gritos de júbilo, aunque no podían saber con exactitud qué estaba ocurriendo.

Todo terminó en cuestión de minutos, pero tardaron muchísimo en conseguir un informe claro de la situación. Con la euforia de la victoria, los pilotos no resultaban muy coherentes. Poco a poco, a medida que se calmaban y regresaban a sus portaaviones, se fue sabiendo qué había sucedido.

Trixie Paxman se contaba entre los supervivientes.

La mayoría de sus bombas habían errado el blanco, igual que antes, pero unas diez habían alcanzado el objetivo y, aunque eran pocas, habían causado unos daños tremendos. Tres imponentes portaaviones japoneses estaban ardiendo sin control: el Kaga, el Soryu y el buque insignia, el Akagi. Al enemigo solo le quedaba uno, el Hiryu.

—¡Tres de los cuatro! —exclamó Chuck, eufórico—. ¡Y ellos ni se han acercado aún a nuestros barcos!

Eso no tardó en cambiar.

El almirante Fletcher envió diez Dauntless a reconocer el terreno y ver en qué estado había quedado el portaaviones japonés superviviente. Sin embargo, fue el radar del Yorktown el que detectó una escuadrilla de aviones, que en teoría habían despegado del Hiryu, a cincuenta millas y acercándose. A mediodía, Fletcher envió doce Wildcat al encuentro de los atacantes. El resto de los aviones también recibieron órdenes de despegar para que no estuvieran en cubierta, en situación vulnerable, cuando se produjera el ataque. Mientras tanto, las líneas de combustible del Yorktown se inundaron con dióxido de carbono como prevención contra incendios.

La escuadrilla atacante estaba compuesta por catorce «Val», bombarderos de picado Aichi D3A, además de los Zero que los acompañaban.

«Aquí está —pensó Chuck—, mi primera acción bélica.» Sintió ganas de vomitar y tragó saliva con fuerza.

Antes de que los atacantes estuvieran a la vista, los artilleros del Yorktown abrieron fuego. El barco tenía cuatro pares de grandes cañones antiaéreos de un calibre de 128 mm que podían lanzar sus proyectiles a varios kilómetros de distancia. Tras determinar la posición del enemigo con la ayuda del radar, los oficiales de artillería lanzaron una salva de gigantescos proyectiles de veinticinco kilos en dirección a los aviones que se acercaban, con los temporizadores preparados para que hicieran explosión al alcanzar el objetivo.

Los Wildcat se colocaron encima de los atacantes y, según las informaciones que transmitían por radio los pilotos, abatieron seis bombarderos y tres cazas.

Chuck corrió al puente del almirante con un mensaje que decía que el resto de la escuadrilla estaba lanzándose al ataque.

—Bueno, ya me he puesto el casco de acero… no puedo hacer nada más —comentó el almirante Fletcher con frialdad.

Chuck miró por la ventanilla y vio los bombarderos de picado lanzando su aullido en el cielo, avanzando hacia él en un ángulo tan vertiginoso que parecían estar cayendo a plomo. Resistió el impulso de lanzarse al suelo.

La embarcación realizó un repentino viraje de timón todo a babor. Merecía la pena intentar cualquier maniobra que pudiera desviar al avión atacante de su curso.

La cubierta del Yorktown también tenía cuatro «pianos de Chicago»: unas baterías antiaéreas más pequeñas y de menor alcance, con cuatro cañones. Estos abrieron fuego en ese momento, igual que los cañones de los cruceros que escoltaban al Yorktown.

Cuando Chuck miró hacia delante desde el puente, aterrorizado e incapaz de hacer nada por defenderse, un artillero de cubierta encontró un Val a tiro y le dio. El avión pareció partirse en tres pedazos. Dos de ellos cayeron al mar y otro se estrelló contra el costado del portaaviones. Otro Val voló entonces en pedazos. Chuck soltó un grito de alegría.

Pero aún quedaban seis.

El Yorktown viró bruscamente a estribor.

Los Val hicieron frente al granizo mortal que habían desatado los cañones de cubierta y fueron tras el portaaviones.

A medida que se acercaban, las ametralladoras de las pasarelas que había a lado y lado de la cubierta de vuelo también comenzaron a abrir fuego. La artillería del Yorktown estaba interpretando una sinfonía letal: el grave estruendo de los cañones de 128 mm, los sonidos de medio alcance de los pianos de Chicago y el imperioso martilleo de las ametralladoras.

Chuck vio la primera bomba.

Muchos proyectiles japoneses tenían mecanismos de acción retardada. En lugar de explotar al hacer impacto, estallaban un segundo o dos después; la idea era que atravesaran la cubierta y no explotaran hasta encontrarse en el interior del barco, donde causaban una devastación mayor.

Esa bomba, no obstante, rodó sobre la cubierta del Yorktown.

Chuck la contempló, paralizado por el horror. Durante unos instantes pareció que no iba a provocar ningún daño, pero después hizo explosión con un estruendo y un fogonazo. Los dos pianos de Chicago de popa quedaron destruidos al instante. Aparecieron pequeños incendios en cubierta y en las torres.

Para asombro de Chuck, los hombres que tenía a su alrededor no perdieron la calma, como si estuvieran presenciando un simulacro de combate en una sala de reuniones. El almirante Fletcher seguía dando órdenes aun tambaleándose por la cubierta del puente, que no dejaba de dar bandazos. Unos momentos después, los equipos de control de daños corrían ya por la cubierta de vuelo con mangueras de incendios, y los camilleros recogían a los heridos y se los llevaban abajo, por empinadas escalerillas, hacia las unidades de curas.

No se produjeron incendios importantes: el dióxido de carbono de las líneas de combustible lo había impedido. Tampoco había aviones cargados con bombas que pudieran explotar en cubierta.

Un momento después, otro Val se precipitó aullando hacia el Yorktown y una bomba alcanzó la chimenea. La explosión sacudió a la poderosa embarcación. Una enorme cortina de un humo negro y oleaginoso empezó a salir de los tiros. Chuck comprendió que la bomba debía de haber dañado los motores, porque el barco perdió velocidad inmediatamente.

Hubo más bombas que erraron el blanco y acabaron en el mar, donde provocaron géiseres que salpicaron la cubierta, y allí el agua salada se mezcló con la sangre de los heridos.

El Yorktown acabó por detenerse. Cuando el barco inutilizado quedó a la deriva, los japoneses lo alcanzaron una tercera vez: una bomba impactó contra el montacargas de proa y explotó en algún punto de las cubiertas inferiores.

Entonces, de repente, todo terminó y los Val supervivientes ascendieron hacia el límpido cielo azul del Pacífico.

«Sigo vivo», pensó Chuck.

No habían perdido el barco. Los equipos de control de incendios habían empezado a trabajar antes aun de que los japoneses desaparecieran. En las profundidades de la embarcación, los ingenieros dijeron que tardarían una hora en poner las calderas en marcha. Las cuadrillas de reparación remendaron el boquete de la cubierta de vuelo con planchas de pino de Oregón de un metro por dos.

Sin embargo, el equipo de radio sí había quedado destruido. El almirante Fletcher estaba sordo y ciego, así que se trasladó con sus asistentes personales al crucero Astoria, y desde allí entregó el mando táctico a Spruance, del Enterprise.

—Que te jodan, Vandermeier… he sobrevivido —dijo Chuck a media voz.

Demasiado pronto había hablado.

Los motores resucitaron vibrando con fuerza. Esta vez bajo el mando del capitán Buckmaster, el Yorktown empezó a surcar de nuevo las olas del Pacífico. Algunos de sus aviones ya se habían refugiado en el Enterprise, pero otros seguían en el aire, así que el portaaviones viró contra el viento y los aparatos fueron aterrizando para repostar. Puesto que la radio no estaba operativa, Chuck y sus compañeros se reconvirtieron en un equipo de código de señales para comunicarse con los demás barcos utilizando las anticuadas banderas.

A las dos y media, el radar de un crucero que escoltaba al Yorktown reveló que unos aviones se acercaban en vuelo rasante desde el oeste: una escuadrilla de ataque del Hiryu, parecía ser. El crucero envió un mensaje para comunicárselo al portaaviones. Buckmaster mandó doce Wildcat para interceptar a los japoneses.

Los Wildcat debieron de verse incapaces de detener el ataque, porque diez aviones torpederos aparecieron casi rozando las olas, directos a por el Yorktown.

Chuck los vio con toda claridad. Eran Nakajima B5N, y los norteamericanos los llamaban «Kate». Cada uno de ellos llevaba sujeto bajo el fuselaje un torpedo que abarcaba casi la mitad de la longitud del avión.

Los cuatro cruceros pesados que escoltaban al portaaviones bombardearon el mar a su alrededor para levantar una pantalla de agua revuelta, pero los pilotos japoneses no se dejaron disuadir tan fácilmente y atravesaron la cortina de espuma.

Chuck vio cómo el primer avión dejaba caer el torpedo. La bomba alargada se zambulló en el agua, apuntando hacia el Yorktown.

El avión pasó volando tan cerca del barco que Chuck vio incluso la cara del piloto. Llevaba una cinta blanca y roja en la frente, además del casco. Agitó un puño triunfal hacia la tripulación de cubierta y enseguida desapareció.

Otros aviones se acercaron rugiendo. Los torpedos eran lentos y a veces las embarcaciones lograban esquivarlos, pero el Yorktown estaba inutilizado y era demasiado pesado para moverse en zigzag. Se produjo entonces una tremenda sacudida que hizo temblar todo el barco: los torpedos eran varias veces más poderosos que las bombas normales. Chuck tuvo la sensación de que los habían alcanzado en la popa, a babor. Poco después se produjo otra explosión, y esta llegó a levantar el barco y a tirar al suelo a la mitad de la tripulación que estaba en cubierta. Acto seguido, los potentes motores fallaron.

Una vez más, las cuadrillas de reparación de daños se pusieron a trabajar antes de que los aviones atacantes hubiesen desaparecido. Chuck se unió a los hombres que se ocupaban de las bombas de agua y vio que el casco de acero del gran barco había quedado abierto como una lata. Una cascada de agua marina entraba por la gran brecha. Al cabo de pocos minutos, Chuck notó que la cubierta se había inclinado. El Yorktown se escoraba hacia babor.

Las bombas no daban abasto para desalojar toda el agua que entraba, sobre todo porque los compartimentos estancos de la nave habían quedado dañados en el mar del Coral y no los habían arreglado en la reparación de urgencia.

¿Cuánto tardarían en volcar?

A las tres en punto, Chuck oyó una orden:

—¡Abandonen el barco!

Los marinos lanzaron cabos por el borde más elevado de la cubierta inclinada. En la cubierta de hangares, los tripulantes tiraron de unas cuerdas para liberar miles de chalecos salvavidas de un compartimento superior que cayeron en cascada. Las embarcaciones que formaban la escolta se acercaron al portaaviones y enviaron sus botes. La tripulación del Yorktown se quitó los zapatos y se reunió a un lado. Por algún motivo, dejaron los zapatos en ordenadas hileras en cubierta, cientos de pares, como si fuera un sacrificio ritual. A los hombres heridos los bajaron en camillas hasta los botes que los estaban esperando. Chuck se encontró de pronto en el agua, nadando todo lo deprisa que podía para alejarse del Yorktown antes de que volcara. Una ola lo pilló desprevenido y se llevó su gorra. Se alegró de estar en el cálido Pacífico; el Atlántico podría haberlo matado de frío mientras esperaba a que lo rescataran.

Lo recogió un bote salvavidas que luego siguió ayudando a más hombres. Decenas de botes hacían lo mismo. Muchos tripulantes se dejaban caer desde la cubierta principal, que estaba más abajo que la cubierta de vuelo. El Yorktown aún conseguía mantenerse a flote.

Cuando todos los hombres estuvieron a salvo, los transportaron hasta las embarcaciones de escolta.

Chuck se quedó de pie en cubierta, contemplando la superficie del agua mientras el sol se ponía por detrás del Yorktown, que zozobraba lentamente. Se le ocurrió pensar que en todo el día no había visto un solo barco japonés. La totalidad de la batalla se había librado en el aire. Se preguntó si sería la primera de un nuevo tipo de batallas navales. En tal caso, los portaaviones serían las embarcaciones fundamentales en el futuro. Ninguna otra cosa servía de mucho.

Trixie Paxman apareció junto a él. Chuck se alegró tanto de verlo vivo que le dio un abrazo.

Trixie le contó que la última escuadrilla de bombarderos de picado Dauntless, despegados desde el Enterprise y el Yorktown, había hecho arder el Hiryu, el único portaaviones japonés que seguía operativo, y lo había destruido.

—O sea que hemos acabado con los cuatro portaaviones japoneses —comentó Chuck.

—Eso es. Les hemos dado a todos, y nosotros solo hemos perdido uno de los nuestros.

—O sea —añadió Chuck— que ¿hemos ganado?

—Sí —confirmó Trixie—. Eso parece.