Chuck Dewar miró por encima del hombro del teniente Bob Strong, uno de los criptoanalistas. Algunos eran caóticos y desordenados, pero Strong era de los prolijos, y en su escritorio no había nada más que una hoja de papel en la que había escrito unas sílabas:
YO–LO–KU–TA–WA–NA
—No lo entiendo —dijo Strong, frustrado—. Si lo hemos descifrado bien, dice que han atacado yolokutawana. Pero eso no quiere decir nada. Esa palabra no existe.
Chuck miró fijamente aquellas seis sílabas japonesas. Estaba seguro de que tenían que significar algo para él, aunque tan solo contaba con unas nociones del idioma. Sin embargo, al ver que no sacaba nada en claro, siguió con su trabajo.
El ambiente en el Viejo Edificio de la Administración era lúgubre.
Durante semanas después del bombardeo, Chuck y Eddie habían visto emerger desde los barcos hundidos cuerpos abotargados que luego flotaban en la aceitosa superficie del agua de Pearl Harbor. Al mismo tiempo, la información que les llegaba hablaba de más ataques devastadores por parte de los japoneses. Solo tres días después de Pearl Harbor, los aviones enemigos se habían lanzado contra la base estadounidense de Luzón, en las Filipinas, y habían destruido todo el arsenal de torpedos de la flota del Pacífico. Ese mismo día, en el mar de la China Meridional, hundieron dos acorazados británicos, el Repulse y el Prince of Wales, con lo que habían dejado a los británicos indefensos en el Extremo Oriente.
Parecía que nada podía pararlos. No hacían más que llegar malas noticias. Durante los primeros meses del nuevo año, Japón había derrotado a los estadounidenses en las Filipinas y había vencido a los británicos en Hong Kong, Singapur y Rangún, la capital de Birmania.
Muchos de los nombres de aquellos lugares resultaban extraños incluso para marinos como Chuck y Eddie. Al público norteamericano le sonaban igual que lejanos planetas de una novela de ciencia ficción: Guam, Wake, Bataán. Lo que sí conocía todo el mundo era el significado de retirada, sometimiento y rendición.
Chuck estaba perplejo. ¿De verdad conseguiría Japón derrotar a Estados Unidos? No se lo podía creer.
Allá por el mes de mayo, los japoneses ya habían conseguido lo que querían: un imperio que les proporcionaba caucho, estaño y —lo más importante— petróleo. Las filtraciones de información indicaban que gobernaban sus dominios con una brutalidad tal que habría hecho sonrojar a Stalin.
Solo una cosa les aguaba la fiesta: la armada de Estados Unidos. Saber eso llenaba a Chuck de orgullo. Los japoneses habían esperado destruir Pearl Harbor por completo y hacerse con el control total del océano Pacífico, pero no lo habían logrado. Los portaaviones y los cruceros pesados estadounidenses seguían a flote. Todas las informaciones conseguidas hacían pensar que a los comandantes japoneses les enfurecía que los norteamericanos no se dejasen aniquilar. Después de las bajas sufridas en Pearl Harbor, las fuerzas de Estados Unidos estaban en inferioridad numérica y armamentística, pero no habían huido corriendo a esconderse. Al contrario, habían contraatacado lanzando bombardeos relámpago contra buques japoneses. Con ello no habían producido daños graves, pero sí habían conseguido levantar la moral de sus hombres y hacerles llegar a los japoneses el contundente mensaje de que todavía no habían vencido.
Más adelante, el 25 de abril, unos bombarderos que habían despegado desde un portaaviones atacaron el centro de Tokio y abrieron una herida terrible en el orgullo del ejército japonés. En Hawai, las celebraciones fueron eufóricas. Chuck y Eddie se emborracharon esa noche.
Sin embargo, el siguiente enfrentamiento era inminente. Todos los hombres con los que hablaba Chuck en el Viejo Edificio de la Administración decían que los japoneses lanzarían un ataque de primera magnitud a principios de verano para conseguir que la flota estadounidense realizara un gran despliegue, preparándose para la batalla definitiva. Los japoneses tenían la esperanza de que la superioridad de fuerzas de su armada resultara decisiva y, así, aniquilar por completo la flota del Pacífico de los norteamericanos. Si Estados Unidos quería vencer, la única forma de hacerlo era estar mejor preparado y mejor informado, moverse más deprisa y ser más listo.
Durante esos meses, la Estación HYPO había trabajado día y noche para descifrar el JN-25b, el nuevo código de la Armada Imperial Japonesa. Llegado mayo, habían hecho ya algún progreso.
La armada de Estados Unidos tenía estaciones de interceptación de señales de radio por toda la costa del Pacífico, desde Seattle hasta Australia. Allí, unos hombres conocidos como la «Cuadrilla del Tejado» se sentaban con sus receptores de radio y los auriculares puestos a escuchar el tráfico radiofónico japonés. Rastreaban las ondas y anotaban todo lo que oían en blocs de notas.
Los mensajes se transmitían en código morse, pero los puntos y las rayas de las señales navales se traducían en grupos numéricos de cinco dígitos, y cada uno de ellos representaba una letra, una palabra o una frase de un libro de códigos. Los números aparentemente aleatorios eran redirigidos mediante señales de radio seguras a unos teletipos que estaban en el sótano del Viejo Edificio de la Administración. Entonces comenzaba lo difícil: descifrar el código.
Siempre se empezaba por las cosas pequeñas. La última palabra de cualquier mensaje solía ser OWARI, que significaba «fin». El criptoanalista buscaba otras incidencias de ese grupo numérico en el mismo mensaje, y escribía «FIN?» encima de todas las que encontraba.
Los japoneses ayudaron cometiendo un error por descuido, algo inusitado en ellos.
La entrega de los nuevos libros de códigos para el JN-25b se retrasó en algunas unidades que estaban muy alejadas, así que durante unas semanas fatídicas el alto mando japonés envió algunos mensajes cifrados no en uno, sino en ambos códigos. Puesto que los norteamericanos ya habían descifrado gran parte del JN-25 original, fueron capaces de traducir el mensaje en código antiguo, alinear el texto descifrado con el nuevo código y, así, descubrir el significado de los grupos de cinco dígitos del nuevo. Durante un tiempo progresaron a pasos agigantados.
A los ocho criptoanalistas que había en un principio se unieron, después de Pearl Harbor, algunos de los músicos de la banda del acorazado California, que había sido hundido. Por motivos que nadie alcanzaba a comprender, a los músicos se les daba bien descifrar códigos.
Todas las señales interceptadas se guardaban y todos los mensajes descifrados se archivaban. Comparar unos con otros era fundamental para el trabajo. Un analista podía pedir todas las señales de un día en concreto, o todas las señales dirigidas a un mismo barco, o todas las señales en las que se mencionara Hawai. Chuck y el resto de personal administrativo habían desarrollado sistemas cada vez más complejos de indexación con referencias cruzadas para ayudar a los analistas a encontrar cualquier cosa que necesitaran.
La unidad predijo que durante la primera semana de mayo los japoneses atacarían Port Moresby, la base que los Aliados tenían en Papúa. Acertaron, y la armada de Estados Unidos interceptó la flota de invasión en el mar del Coral. Ambos bandos se declararon victoriosos, pero los japoneses no tomaron Port Moresby. Después de eso, el almirante Nimitz, comandante en jefe del Pacífico, empezó a confiar en sus «descifradores».
Los japoneses no utilizaban nombres comunes para las distintas ubicaciones del océano Pacífico. Cada lugar importante tenía una denominación que consistía en dos letras: de hecho, dos caracteres o kanas del alfabeto japonés, aunque los descifradores solían utilizar el alfabeto latino, de la A a la Z. Los hombres del sótano se esforzaban al máximo para descubrir el significado de cada una de esas denominaciones de dos kanas, pero progresaban de forma muy lenta. MO era Port Moresby, AH era Oahu, pero seguían sin tener muchas otras.
A lo largo de mayo empezaron a acumularse pruebas de que se estaba preparando un importante ataque japonés en una ubicación a la que llamaban AF.
La suposición más fundamentada de la unidad era que ese AF significaba Midway, el atolón que quedaba en el extremo occidental de la cadena de islas que empezaba en Hawai y se extendía a lo largo de 2.500 kilómetros. Midway quedaba a medio camino entre Los Ángeles y Tokio.
Con una suposición no bastaba, desde luego. Dada la superioridad numérica de la marina de guerra japonesa, el almirante Nimitz tenía que saberlo a ciencia cierta.
Día a día, los hombres con quienes trabajaba Chuck iban dibujando un agorero retrato del orden de batalla japonés. Sus portaaviones recibían nuevos aviones de combate, habían hecho embarcar a una «fuerza de ocupación»… Los japoneses tenían pensado aferrarse a todo territorio que conquistaran.
Parecía que aquella vez iba en serio, pero ¿dónde se produciría el ataque?
Los hombres del sótano estaban especialmente orgullosos de haber descodificado un mensaje de la flota japonesa que apelaba a Tokio: «Acelerar envío mangas repostaje». Estaban encantados, en parte por el lenguaje especializado, pero sobre todo porque esa señal demostraba la existencia de una maniobra oceánica de largo alcance inminente.
Sin embargo, el alto mando norteamericano pensaba que el ataque podía producirse en Hawai, y el ejército temía una invasión de la costa Oeste de Estados Unidos. Incluso el equipo de Pearl Harbor tenía la inquietante sospecha de que podía tratarse de la isla de Johnston, una pista de aterrizaje que quedaba a unos 1.700 kilómetros al sur de Midway.
Tenían que estar seguros al cien por cien.
A Chuck se le había ocurrido una idea para corroborarlo, pero dudaba de si decir algo. Los criptoanalistas eran muy inteligentes; él, en cambio, no. Nunca había sacado buenas notas en el colegio. Cuando iba a tercero, un compañero de clase lo llamó Chucky el Chusco y él se había echado a llorar, con lo que solo había conseguido que se le quedara el mote. Aún pensaba en sí mismo como Chucky el Chusco.
A la hora de comer, Eddie y él fueron a la cantina a por unos sándwiches y unos cafés, y luego se sentaron junto a los muelles, mirando a las aguas del puerto. El paisaje iba recuperando la normalidad. Gran parte de la gasolina había desaparecido, y también habían retirado muchos de los restos de los buques.
Mientras comían, un portaaviones tocado apareció por Hospital Point y se dispuso a entrar lentamente en el puerto dejando tras de sí una mancha de petróleo que se extendía hasta mar abierto. Chuck reconoció la nave: era el Yorktown. Tenía el casco ennegrecido a causa del hollín y presentaba un enorme boquete en la cubierta de vuelo, era de suponer que abierto por una bomba japonesa en la batalla del mar del Coral. Sirenas y bocinas empezaron a sonar como una fanfarria de bienvenida a medida que la embarcación se acercaba al Astillero Naval, y los remolcadores se reunieron para hacerla entrar por las compuertas abiertas del Dique Seco N.º 1.
—He oído decir que tiene trabajo para tres meses —comentó Eddie. Estaba destinado en el mismo edificio que Chuck, pero en la oficina de los servicios secretos navales, en el piso de arriba, así que se enteraba de más chismes—. Pero se hará otra vez a la mar dentro de tres días.
—¿Cómo van a conseguirlo?
—Ya han empezado. El jefe de mecánicos se trasladó en avión hasta el portaaviones… ya está a bordo, con un equipo. Y mira el dique seco.
Chuck vio que en el dique vacío se estaban reuniendo hombres y maquinaria a toda velocidad: no era capaz de contar la cantidad de sopletes que esperaban ya en el muelle.
—De todas formas solo le harán un apaño —explicó Eddie—. Repararán la cubierta y se asegurarán de que pueda navegar, todo lo demás tendrá que esperar.
El nombre de aquel barco tenía algo que inquietaba a Chuck. No se quitaba de encima esa sensación de comezón. ¿Qué significaba Yorktown? El sitio de Yorktown había sido la última gran batalla de la guerra de la Independencia de Estados Unidos. ¿Era eso significativo por alguna razón?
—Vosotros dos, mariposones, volved al trabajo —soltó el capitán Vandermeier, que pasaba por allí.
—Un día de estos le voy a dar una paliza —dijo Eddie a media voz.
—Cuando acabe la guerra, Eddie —repuso Chuck.
Al regresar al sótano y ver a Bob Strong en su escritorio, Chuck se dio cuenta de que había solucionado el problema del teniente.
Volvió a mirar por encima del hombro del criptoanalista y vio la misma hoja de papel con las mismas seis sílabas japonesas:
YO–LO–KU–TA–WA–NA
Tuvo la delicadeza de hacer que pareciera que lo había resuelto el propio Strong.
—¡Pero si ya lo tiene, teniente! —exclamó.
Strong reaccionó con desconcierto.
—¿Ah, sí?
—Es un nombre inglés, así que los japoneses lo han deletreado fonéticamente.
—¿Yolokutawana es un nombre inglés?
—Sí, señor. Así es como pronuncian Yorktown los japoneses.
—¿Qué? —Strong parecía perplejo.
Durante un angustioso momento, Chucky el Chusco se preguntó si no se habría equivocado por completo.
—¡Dios mío, tiene usted razón! —exclamó Strong entonces—. Yolokutawana… Yorktown, ¡con acento japonés! —Se echó a reír, encantado—. ¡Gracias! —le dijo, entusiasmado—. ¡Buen trabajo!
Chuck dudó un instante. Tenía otra idea. ¿Debía comentar lo que le rondaba por la cabeza? Descifrar códigos no era trabajo suyo, pero Estados Unidos estaba al borde de la derrota. Quizá sí debiera arriesgarse.
—¿Puedo hacer otra sugerencia?
—Dispare.
—Es sobre esa denominación de AF. Necesitamos la confirmación definitiva de que se trata de Midway, ¿verdad?
—Pues sí.
—¿No podríamos escribir un mensaje sobre Midway que los japoneses quisieran retransmitir en su propio código? Así, cuando interceptáramos esa retransmisión, podríamos descubrir cómo han cifrado el nombre.
Strong se quedó pensativo.
—Tal vez —dijo—. Quizá debiéramos enviar nuestro mensaje en abierto, para asegurarnos de que lo entienden.
—Podríamos hacerlo así, pero entonces tendría que ser algo no demasiado confidencial… Quizá: «Brote de enfermedades venéreas en Midway, envíen medicamentos, por favor», o algo por el estilo.
—Pero ¿por qué querrían retransmitir algo así los japoneses?
—Cierto, de modo que tiene que ser algo con relevancia militar, pero no alto secreto. Como las condiciones climatológicas.
—Hasta los partes meteorológicos son secretos, en la actualidad.
—¿Y algo sobre la escasez de agua? —sugirió el criptoanalista del escritorio contiguo—. Si están pensando en una ocupación, esa información será importante para ellos.
—Maldita sea, sí que podría funcionar. —Strong se iba entusiasmando por momentos—. Supongamos que Midway envía un mensaje en abierto a Hawai, diciendo que se les ha averiado la planta de desalinización.
—Y Hawai responde, diciendo que envían un cargamento de agua —añadió Chuck.
—Seguro que los japoneses retransmitirán el mensaje, si están planeando atacar el atolón. Tendrán que hacer planes para enviar agua potable.
—Y cifrarán el mensaje para evitar alertarnos de su interés por Midway.
Strong se puso en pie.
—Venga conmigo —le dijo a Chuck—. Vamos a planteárselo al jefe, a ver qué le parece a él la idea.
Los mensajes se enviaron ese mismo día.
Al día siguiente, un mensaje de radio japonés informaba de la escasez de agua potable en AF.
El objetivo era Midway.
El almirante Nimitz se dispuso a tender una trampa.