El primer día de 1942, Daisy recibió una carta de su antiguo prometido, Charlie Farquharson.
La abrió sentada a la mesa del desayuno en la casa de Mayfair, sola salvo por el anciano mayordomo que le sirvió el café y la criada de quince años que le llevó la tostada caliente de la cocina.
Charlie no escribía desde Buffalo, sino desde Duxford, una base aérea de la RAF que quedaba en el este de Inglaterra. Daisy había oído hablar de aquel lugar: estaba cerca de Cambridge, donde había conocido tanto a su marido, Boy Fitzherbert, como al hombre al que amaba, Lloyd Williams.
Le alegró tener noticias de Charlie. La había dejado plantada, no cabía duda, y en aquel entonces lo había odiado por ello, pero ya había pasado mucho tiempo. Daisy sentía que era una persona diferente. En 1935 había sido una heredera norteamericana, la señorita Peshkov; en 1942 era la vizcondesa de Aberowen, una aristócrata inglesa. Fuera como fuese, le gustó saber que Charlie se acordaba de ella. Una mujer siempre prefería ser recordada a caer en el olvido.
Charlie escribía con una pesada pluma negra. Su caligrafía resultaba desaliñada, las letras eran grandes e irregulares. Daisy leyó:
Antes que nada, claro está, necesito disculparme por la forma en que te traté cuando aún vivías en Buffalo. Me estremezco de vergüenza cada vez que lo recuerdo.
«Madre mía —pensó Daisy—, parece que ha madurado».
Qué esnobs éramos todos, y qué débil fui yo al permitir que mi difunta madre me presionara para que me portara tan mal contigo.
«Ah —pensó—, su “difunta” madre. O sea que la vieja arpía ha muerto. Eso podría explicar el cambio».
Me he unido al 133.º Escuadrón Eagle. Volamos con aviones Hurricane, pero cualquier día de estos nos traerán los Spitfire.
Había tres escuadrones Eagle, unidades de la Royal Air Force tripuladas por voluntarios norteamericanos. Daisy se sorprendió: no había pensado que Charlie pudiera presentarse voluntario para ir a luchar. Cuando ella frecuentaba su compañía, lo único que le interesaba eran los perros y los caballos. Sí que había madurado.
Si encuentras en tu corazón la fuerza para perdonarme, o al menos para dejar atrás el pasado, me encantará verte y conocer a tu marido.
Supuso que la mención a un marido era una forma educada de decir que no tenía intenciones románticas.
La semana que viene estaré en Londres, de permiso. ¿Dejarías que os invitara a los dos a cenar? Acepta, por favor.
Con mis mejores deseos,
CHARLES H. B. FARQUHARSON
Boy no estaba en casa ese fin de semana, pero Daisy aceptó aunque tuviera que acudir ella sola. Echaba en falta la compañía de un hombre, igual que muchas mujeres en el Londres de la guerra. Lloyd se había ido a España y había desaparecido. Antes de marchar le había dicho que ocuparía un puesto de agregado militar en la embajada británica de Madrid, y Daisy deseó que fuera cierto que tuviera un trabajo tan seguro, aunque no le creyó. Cuando le preguntó por qué enviaba el gobierno a un joven oficial tan capaz a hacer un trabajo de despacho en un país neutral, él le había explicado lo importante que era conseguir que España no entrara en la contienda para ponerse del lado de los fascistas. Pero se lo dijo con una sonrisa compungida que a ella le confirmó claramente que no podía engañarla. Daisy temía que en realidad hubiese cruzado la frontera en secreto para unirse a la Resistencia francesa, y tenía pesadillas en las que lo capturaban y lo torturaban.
Hacía más de un año que no lo veía. Su ausencia era como una amputación: la sentía todas las horas del día. Sin embargo, se alegró de tener la oportunidad de salir fuera una noche acompañada por un hombre, aunque ese hombre fuera Charlie Farquharson, con su torpeza, su absoluta falta de glamour y su sobrepeso.
Charlie había reservado una mesa en el restaurante asador del hotel Savoy.
En el vestíbulo, mientras un camarero la ayudaba a quitarse el abrigo de visón, se le acercó un hombre alto con un esmoquin de buena hechura que le resultó vagamente conocido.
—Hola, Daisy —dijo con timidez tras tenderle una mano—. Es un placer verte después de tantos años.
Al oír su voz se dio cuenta de que era Charlie.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Cómo has cambiado!
—He perdido algo de peso —admitió él.
—Desde luego. —Unos veinte o veintidós kilos, calculó ella. Estaba más guapo. Parecía un hombre de rasgos duros, en lugar de poco agraciado.
—Pero tú no has cambiado nada de nada —comentó él, mirándola de arriba abajo.
Daisy se había esforzado por estar radiante. La sobriedad de la guerra le había impedido comprarse nada nuevo desde hacía años, pero para esa noche había rescatado un vestido de seda, de color azul zafiro y con los hombros descubiertos, que había adquirido en su último viaje a París, antes de que estallara el conflicto.
—Dentro de un par de meses cumpliré veintiséis años —dijo—. No puedo creer que esté igual que cuando tenía dieciocho.
—Créeme que sí —repuso él tras mirarle el escote y sonrojarse.
Entraron en el restaurante y tomaron asiento.
—Tenía miedo de que no vinieras —confesó Charlie.
—Se me había parado el reloj. Siento haber llegado tarde.
—Solo han sido veinte minutos. Habría esperado una hora entera.
Un camarero les preguntó si querían tomar una copa.
—Este es uno de los pocos sitios de Inglaterra donde sirven un martini decente.
—Dos martinis, por favor —pidió Charlie.
—A mí me gusta sin hielo y con aceituna.
—Igual que a mí.
Se lo quedó mirando, intrigada por lo mucho que se había transformado. Su antigua torpeza se había suavizado y se había convertido en una timidez encantadora, aunque todavía era difícil imaginarlo pilotando un caza y derribando aviones alemanes. Bueno, de todas formas el Blitz sobre Londres había terminado hacía medio año y ya no se libraban batallas aéreas en los cielos del sur de Inglaterra.
—¿Qué clase de vuelos realizas? —preguntó.
—Sobre todo operaciones circus diurnas en el norte de Francia.
—¿Qué es una operación circus?
—Un ataque de bombarderos con una abundante escolta de cazas. Su objetivo principal consiste en atraer al enemigo para provocar una batalla aérea en la que están en inferioridad numérica.
—Detesto los bombarderos —comentó Daisy—. Tuve que vivir el Blitz.
Él pareció sorprenderse.
—Habría dicho que te gustaría ver a los alemanes tragando un poco de su propia medicina.
—Ni mucho menos. —Daisy lo había pensado en numerosas ocasiones—. Podría echarme a llorar solo con pensar en todas las mujeres y los niños inocentes que murieron quemados o quedaron mutilados en Londres… Y saber que hay mujeres y niños alemanes sufriendo lo mismo no ayuda en nada.
—Nunca lo había considerado así.
Pidieron la cena. Las disposiciones especiales para tiempos de guerra la restringían a tres platos, y la comida no podía costarles más de cinco chelines. En la carta había platos nuevos por motivos de austeridad, como el «Sucedáneo de pato» (hecho de salchichas de cerdo) o el «Pastel de carne Woolton», que no contenía ni una pizca de carne.
—Soy incapaz de expresar lo mucho que me alegra oír a una chica hablar americano de verdad —dijo Charlie—. Me gustan las inglesas, e incluso he salido con una, pero echo de menos las voces de Estados Unidos.
—A mí me pasa lo mismo —repuso ella—. Esto se ha convertido en mi hogar y no creo que regrese nunca a Norteamérica, pero sé cómo te sientes.
—Lamento no haber podido conocer al vizconde de Aberowen.
—Está en la fuerza aérea, como tú. Es instructor de pilotos. Viene a casa de vez en cuando… pero este fin de semana no está.
Daisy había vuelto a dormir con Boy en sus ocasionales visitas. Después de sorprenderlo con esas espantosas mujeres de Aldgate, había jurado que jamás volvería a acostarse con él, pero Boy la había presionado diciéndole que los hombres que luchaban en la guerra necesitaban consuelo al regresar a casa. Además, le había prometido que nunca volvería a relacionarse con prostitutas. No es que Daisy creyera en sus promesas, pero cedió de todas formas, aun en contra de sus propios deseos. «A fin de cuentas —se dijo—, me casé con él para lo bueno y para lo malo.»
Sin embargo, por desgracia ya ni siquiera disfrutaba del sexo cuando estaba con su marido. Podía irse a la cama con Boy, pero no podía volver a enamorarse de él. Tenía que utilizar crema para lubricarse. Había intentado revivir aquellos sentimientos de cariño que una vez sintiera por él, cuando lo veía como un aristócrata joven y apasionante, con el mundo a sus pies, todo diversión, capaz de disfrutar de la vida al máximo. Pero en realidad se había dado cuenta de que no era apasionante ni mucho menos: Boy no era más que un hombre egoísta y bastante limitado con un título nobiliario. Cuando estaba encima de ella, lo único en lo que podía pensar Daisy era que a lo mejor le contagiaba una infección repugnante.
—Seguro que no te apetecerá demasiado hablar sobre la familia Rouzrokh… —comentó Charlie con cautela.
—No.
—… pero ¿te enteraste de que Joanne murió?
—¡No! —Daisy quedó sobrecogida—. ¿Cómo?
—En Pearl Harbor. Estaba prometida con Woody Dewar, y había ido con él a visitar a su hermano, Chuck, que está destinado allí. Iban en un coche que fue alcanzado por un Zero, un cazabombardero japonés, y murió.
—Lo siento muchísimo. Pobre Joanne. Pobre Woody.
Llegó entonces la cena, junto con una botella de vino. Comieron en silencio durante un rato, y Daisy descubrió que el sucedáneo de pato no sabía mucho a pato.
—Joanne fue una de las dos mil cuatrocientas personas que murieron en Pearl Harbor —dijo Charlie—. Perdimos ocho buques acorazados y otras diez embarcaciones. Malditos japoneses canallas.
—Aunque nadie lo diga, aquí la gente está contenta porque ahora Estados Unidos ha entrado en la contienda. Solo Dios sabrá por qué fue Hitler tan tonto como para declararle la guerra a Estados Unidos, pero los británicos creen que ahora, con los rusos y nosotros de su lado, por fin tienen posibilidades de ganar.
—El pueblo norteamericano está furioso por lo de Pearl Harbor.
—Aquí la gente no lo entiende.
—Los japoneses siguieron negociando hasta el último minuto… hasta mucho después de tener tomada la decisión. ¡Eso es engañar!
Daisy arrugó la frente.
—A mí me parece que es normal. Si se hubiera llegado a un acuerdo en el último momento, habrían podido abortar el ataque.
—¡Pero no declararon la guerra!
—¿Qué habría cambiado eso? Lo que esperábamos era que atacaran las Filipinas. Pearl Harbor nos habría pillado por sorpresa aun con una declaración de guerra.
Charlie extendió las manos en un gesto de desconcierto.
—Pero ¿por qué tenían que atacarnos a nosotros?
—Les robamos su dinero.
—Paralizamos sus activos.
—Ellos no ven ninguna diferencia. Además, también les cortamos el suministro de petróleo. Los teníamos entre la espada y la pared. Estaban al borde de la ruina. ¿Qué iban a hacer?
—Tendrían que haberse rendido y accedido a retirarse de China.
—Sí, es cierto. Pero si fuera Estados Unidos quien se viera acosado y otro país le ordenara qué hacer, ¿querrías tú que nos rindiéramos?
—Puede que no. —Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Charlie—. Antes he dicho que no habías cambiado nada. Ahora me gustaría retirarlo.
—¿Por qué?
—Antes nunca hablabas así. En los viejos tiempos nunca tenías conversaciones sobre política.
—Si uno no se implica, lo que suceda es culpa suya.
—Supongo que eso es lo que hemos aprendido todos.
Pidieron los postres.
—¿Qué va a suceder con el mundo, Charlie? —preguntó Daisy—. Europa entera se ha rendido al fascismo. Los alemanes han conquistado gran parte de Rusia. Estados Unidos es un águila con un ala rota. A veces me alegro de no haber tenido hijos.
—No subestimes a Estados Unidos. Estamos heridos, no derrotados. Japón se cree ahora el amo del mundo, pero llegará el día en que el pueblo nipón derrame amargas lágrimas de arrepentimiento por Pearl Harbor.
—Espero que tengas razón.
—Tampoco a los alemanes les sale todo como ellos querrían. No han conseguido tomar Moscú y ahora se baten en retirada. ¿Te das cuenta de que la batalla de Moscú ha sido la primera derrota real de Hitler?
—¿Es una derrota, o solo un revés?
—Sea lo uno o lo otro, se trata del peor resultado militar que ha tenido jamás. Los bolcheviques les han dado una buena paliza a esos nazis.
Charlie había descubierto el oporto de reserva, un gusto muy británico. En Londres, los hombres lo bebían después de que las damas se retiraran de la mesa, una práctica tediosa que Daisy intentaba abolir en su propia casa sin demasiado éxito. Bebieron una copa cada uno. Después del martini y del vino, el oporto consiguió que Daisy se sintiera algo achispada y contenta.
Los dos recordaron su adolescencia en Buffalo y se rieron de las tonterías que habían hecho ellos y otros.
—Nos dijiste a todos que te ibas a Londres a bailar con el rey —rememoró Charlie—. ¡Y eso hiciste!
—Espero que se murieran de envidia.
—¡Y de qué manera! A Dot Renshaw le dio un soponcio.
Daisy se echó a reír con alegría.
—Qué contento estoy de que nos hayamos visto —dijo Charlie—. Me gusta mucho tu compañía.
—Yo también me alegro.
Salieron del restaurante y se pusieron los abrigos. El portero les pidió un taxi.
—Te acompaño a casa —se ofreció Charlie.
Mientras avanzaban por Strand, él la rodeó con un brazo. Daisy estuvo a punto de protestar, pero pensó: «¡Qué demonios!», y se acurrucó junto a él.
—Soy un tonto —comentó Charlie—. Ojalá me hubiera casado contigo cuando tuve la oportunidad.
—Habrías sido mejor marido que Boy Fitzherbert —repuso ella, pero entonces nunca habría conocido a Lloyd.
Se dio cuenta de que no le había hablado a Charlie de él.
Cuando torcieron por su calle, Charlie la besó.
Resultaba agradable sentirse protegida por el abrazo de un hombre y besar sus labios, pero Daisy sabía que era el alcohol lo que la hacía sentirse así, y que en realidad el único hombre al que quería besar era a Lloyd. Aun así, no apartó a Charlie hasta que el taxi se detuvo.
—¿Quieres que nos tomemos la última? —propuso él.
Por un momento, Daisy se sintió tentada. Hacía mucho que no tocaba el firme cuerpo de un hombre, pero en realidad no era a Charlie a quien deseaba.
—No —dijo—. Lo siento, Charlie, pero estoy enamorada de otro.
—No tenemos que acostarnos juntos —le susurró él—. Pero si pudiéramos, no sé, estar un rato acaramelados…
Daisy abrió la puerta y bajó del coche. Se sentía como una sinvergüenza. Él arriesgaba su vida por ella cada día, y ella no era capaz de darle ni un mínimo gusto.
—Buenas noches, Charlie, y buena suerte —dijo. Antes de poder cambiar de opinión, cerró la portezuela del coche y entró en su casa.
Subió directa arriba. Unos minutos después, sola en la cama, se sintió profundamente desdichada. Había traicionado a dos hombres: a Lloyd, porque había besado a Charlie, y a Charlie, porque lo había dejado insatisfecho.
Pasó casi todo el domingo en la cama con resaca.
El lunes por la noche recibió una llamada telefónica.
—Soy Hank Bartlett —dijo una joven voz norteamericana—. Amigo de Charlie Farquharson, de Duxford. Me había hablado de usted y he encontrado el número en su agenda.
A Daisy se le paró el corazón.
—¿Por qué llama?
—Me temo que son malas noticias —respondió él—. Charlie ha muerto hoy, lo han derribado cuando sobrevolaba Abbeville.
—¡No!
—Era su primera misión con el nuevo Spitfire.
—Me habló de ello —repuso Daisy, aturdida.
—Pensé que le gustaría saberlo.
—Gracias, sí —susurró ella.
—Él creía que era usted el no va más.
—¿Ah, sí?
—Tendría que haberlo oído hablar sin parar de lo estupenda que es.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho. —Entonces ya no pudo seguir hablando y colgó el auricular.