IV

El domingo por la mañana, Eddie quiso acompañar a Chuck a recoger a la familia a su hotel.

—No sé, cariño —respondió Chuck—. Se supone que tú y yo somos amigos, no inseparables.

Estaban en la cama de un motel, al amanecer. Debían volver a hurtadillas a los barracones antes de que saliera el sol.

—Te avergüenzas de mí —dijo Eddie.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Si te he llevado a cenar con mi familia!

—Fue idea de tu madre, no tuya. Pero a tu padre le gusté, ¿verdad?

—Todos te adoran. ¿Quién no lo haría? Pero no saben que eres un asqueroso marica.

—No soy un asqueroso marica. Soy un marica muy limpio.

—Es verdad.

—Por favor, llévame contigo. Quiero conocerlos mejor. De verdad que es muy importante para mí.

Chuck suspiró.

—Está bien.

—Gracias. —Eddie le besó—. ¿Tenemos tiempo de…?

Chuck sonrió de oreja a oreja.

—Si lo hacemos deprisa.

Dos horas más tarde se encontraban en la entrada del hotel, subidos en el Packard de la armada. Sus cuatro ocupantes se presentaron a las siete y media. Rosa y Joanne llevaban sombrero y guantes; Gus y Woody, traje de lino blanco. Woody llevaba la cámara.

Woody y Joanne iban cogidos de la mano.

—Mira a mi hermano —murmuró Chuck a Eddie—. ¡Es tan feliz!

—Es una chica preciosa.

Les abrieron las puertas y los Dewar se acomodaron en la parte trasera de la limusina. Woody y Joanne desplegaron los asientos auxiliares. Chuck puso en marcha el coche y se dirigió hacia la base naval.

Era una mañana soleada. La radio, sintonizada en la emisora KGMB, emitía himnos militares. El sol brillaba sobre la laguna y se reflejaba en los ojos de buey y en las pulidas barandillas de latón de cientos de barcos.

—¿Verdad que es una vista preciosa? —preguntó Chuck.

Entraron a la base y condujeron hasta el Astillero Naval, donde se encontraban una docena de barcos en los muelles y en los diques secos para su reparación, mantenimiento y recarga de combustible. Chuck aparcó en la Zona de Desembarco de Oficiales. Bajaron todos y miraron al otro lado de la laguna, a los imponentes barcos de guerra bajo la luz de la mañana. Woody sacó una foto.

Pasaban escasos minutos de las ocho. Chuck oyó el tañido de las campanas de una iglesia situada en la cercana Pearl City. En los barcos, el turno de mañana era llamado a desayunar, y coloridos grupos se reunían para izar las enseñas a las ocho en punto. Una banda de música situada en la cubierta del Nevada estaba tocando «The Star-Spangled Banner».

Se dirigieron al embarcadero, donde estaba esperándoles una lancha amarrada. El bote tenía capacidad para doce personas y un motor dentro de borda, bajo una trampilla de popa. Eddie encendió el motor mientras Chuck ayudaba a subir a los pasajeros. El pequeño motor inició un enérgico borboteo en el agua. Chuck permaneció en la borda mientras Eddie empujaba la lancha para alejarla del muelle y orientarla hacia los buques de guerra. La proa se irguió cuando la lancha tomó velocidad, y levantó dos ondas idénticas de espuma, como las alas de una gaviota.

Chuck oyó un avión y levantó la vista. Procedía del oeste y parecía como si estuviera a punto de chocar. Supuso que aterrizaría en una pista aérea naval de Ford Island.

Woody, sentado junto a Chuck en la borda, frunció el entrecejo.

—¿Qué clase de avión es ese?

Chuck conocía todos los aviones, tanto los del ejército como los de la armada, pero no logró identificar ese.

—Parece un Tipo 97 —dijo. Era el avión torpedero de portaaviones de la Armada Imperial Japonesa.

Woody apuntó con su cámara.

Cuando el avión se aproximó, Chuck divisó dos enormes soles rojos pintados en las alas.

—¡Es un avión japonés! —exclamó.

Eddie, que gobernaba la lancha desde popa, lo oyó.

—Debe de ser un falso avión japonés, para las prácticas —comentó—. Una maniobra sorpresa para estropear la mañana del domingo a todo el mundo.

—Supongo que sí —respondió Chuck.

Y entonces vio un segundo avión detrás del primero.

Y otro más.

—¿Qué demonios pasa aquí? —oyó preguntar a su padre con impaciencia.

Los aviones se lanzaron en picado sobre el Astillero Naval e hicieron un vuelo rasante justo por encima de la lancha; el rugido de sus motores se convirtió en estruendo, como el de las cataratas del Niágara. Chuck vio que eran unos diez; no, veinte; no, más.

Volaban directamente hacia la Fila de Acorazados.

Woody dejó por un instante de sacar fotos.

—No puede ser un ataque real, ¿verdad? —Su voz estaba teñida de miedo y duda.

—¿Cómo van a ser japoneses? —preguntó Chuck con incredulidad—. ¡Japón está a casi seis mil kilómetros y medio! ¡Ningún avión puede recorrer tanta distancia!

Entonces recordó que los portaaviones que transportaban los torpederos japoneses habían mantenido en silencio las comunicaciones por radio. La unidad de Inteligencia de Señales había supuesto que estaban en aguas nacionales, pero no habían podido confirmarlo.

Vio la mirada de su padre y supuso que estaba recordando la misma conversación.

De pronto, todo estuvo claro y la incredulidad se tornó terror.

El avión situado en cabeza se aproximó aún más al Nevada, el abanderado de la Fila de Acorazados. Se oyó la detonación de un cañón. En cubierta, los marinos se desperdigaron y la banda se escabulló entre un entrecortado diminuendo de notas abandonadas.

En el interior de la lancha, Rosa gritó.

—¡Por Dios santo! —chilló Eddie—, ¡es un ataque!

A Chuck se le aceleró el pulso. Los japoneses estaban bombardeando Pearl Harbor, y él estaba en una pequeña embarcación en medio de la laguna. Miró los rostros aterrorizados de los demás: sus padres, su hermano y Eddie, y se dio cuenta de que toda la gente a la que quería estaba en esa lancha con él.

Torpedos alargados empezaron a caer de los vientres abultados de los aviones y a impactar contra las mansas aguas de la laguna.

—¡Da media vuelta, Eddie! —exclamó Chuck. Aunque Eddie ya estaba haciéndolo, describiendo una curva cerrada con la lancha.

Cuando se volvieron, Chuck vio, sobre la base aérea de Hickham, otro grupo de aviones con los discos rojos en las alas. Eran bombarderos de los que se dejaban caer en picado, y se abalanzaban como aves de presa sobre las hileras de aviones estadounidenses alineados perfectamente en las pasarelas de aterrizaje.

Pero ¿cuántos cabrones de esos había? Parecía que la mitad de la fuerza aérea japonesa estaba en el cielo sobre Pearl Harbor.

Woody todavía estaba sacando fotos.

Chuck oyó una detonación grave, como una explosión subterránea, y luego otra, inmediatamente después. Se volvió. Vio el destello de una llamarada en la cubierta del Arizona, y una columna de humo que empezaba a elevarse.

La popa de la lancha se hundió más en el agua cuando Eddie puso el motor a toda potencia.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —ordenó Chuck sin necesidad.

Desde uno de los barcos, Chuck oyó el insistente grito de una sirena del cuartel general, que convocaba a la tripulación a ocupar sus puestos de combate; el joven Dewar fue consciente de que, efectivamente, aquello era una batalla, y su familia estaba justo en medio. Pasado un instante, en Ford Island empezó a sonar la sirena de bombardeo aéreo con su grave gemido que fue identificándose hasta alcanzar una desesperada y aguda nota.

Se produjo una larga serie de explosiones procedentes de la Fila de Acorazados a medida que los aviones torpederos daban en sus blancos.

—¡Mirad el Wee Vee! —Era así como llamaban al West Virginia—. ¡Escora en dirección al puerto! —gritó Eddie.

Chuck se dio cuenta de que tenía razón. El casco del barco había quedado agujereado por el lado más próximo a los aviones atacantes. Millones de toneladas de agua debían de haber entrado en su interior en pocos segundos para que una nave tan gigantesca se ladeara de esa forma.

Junto a ese acorazado, el Oklahoma sufría el mismo destino, y, para su horror, Chuck vio cómo los marinos resbalaban sin poder evitarlo, deslizándose por la cubierta inclinada hasta caer al agua por la borda.

Las olas producidas por la explosión sacudieron la lancha. Todos se aferraron a los bordes.

Chuck vio caer una lluvia de bombas sobre la base de hidroaviones situada en el extremo de Ford Island más próximo a ellos. Los aviones estaban amarrados muy juntos, y la frágil flota quedó hecha añicos, fragmentos de alas y fuselaje salieron volando por los aires como hojas en medio de un huracán.

Chuck, con su mente entrenada para los servicios secretos, intentaba identificar los tipos de avión, y en ese momento distinguió un tercer modelo entre los atacantes japoneses: los letales Mitsubishi «Zero», el mejor caza de portaaviones del mundo. Contaba únicamente con dos bombas de pequeñas dimensiones, pero estaba armado con dos ametralladoras idénticas y un par de cañones de 20 mm. Su misión en ese ataque debía de ser escoltar a los bombarderos, defenderlos de los aviones de combate estadounidenses; aunque todos los cazas estadounidenses seguían en tierra, donde muchos de ellos ya habían sido destruidos. Eso daba vía libre a los Zero para bombardear los edificios, el equipamiento y a las tropas.

O, tal como pensó Chuck, bombardear a una familia que cruzaba la laguna y que intentaba llegar a la orilla por todos los medios.

Por fin Estados Unidos empezó a responder al ataque. En Ford Island, y en las cubiertas de los barcos a los que todavía no habían bombardeado, los cañones antiaéreos cobraron vida y sumaron su estruendo a la algarabía del ruido letal. Los obuses antiaéreos estallaban en el cielo como flores negras abriéndose. De manera casi inmediata, un artillero de ametralladora de la isla hizo impacto directo en un bombardero de los que se lanzaban en picado. La cabina quedó envuelta en llamas y el avión impactó contra el agua con un potente chapuzón. Chuck se dio cuenta de que estaba dando saltos de alegría, agitando un puño en el aire.

El West Virginia, que hasta el momento estaba escorado, volvió a recuperar la posición vertical, pero siguió hundiéndose, y Chuck se percató de que el capitán debía de haber abierto las válvulas de fondo de estribor, para cerciorarse de que la nave permanecía vertical mientras se hundía. De esa forma, la tripulación tenía más oportunidades de sobrevivir. Sin embargo, el Oklahoma no tuvo tanta suerte, y todos contemplaron, aterrorizados, cómo una embarcación tan poderosa empezaba a volcarse.

—¡Oh, Dios mío, mirad la tripulación! —gritó Joanne.

Los marinos intentaban escalar por la cubierta cada vez más empinada y saltar por la borda en un desesperado intento de salvar la vida. Aunque Chuck se dio cuenta de que esos primeros hombres tuvieron suerte, porque, al final, la nave quedó boca abajo como una tortuga, se oyó un terrible crujido y empezó a hundirse, por lo que ¿cuántos centenares de marinos quedarían atrapados bajo las cubiertas?

—¡Agarraos fuerte! —gritó Chuck.

Una inmensa ola provocada por la vuelta de campana del Oklahoma se aproximaba hacia ellos. Su padre agarró a su madre y Woody tomó de la mano a Joanne. La ola llegó hasta ellos y levantó la lancha hasta una altura imposible. Chuck se tambaleó pero siguió aferrado al borde. La lancha permaneció a flote. Le siguieron olas más pequeñas, los hizo balancearse, pero todo el mundo estaba a salvo.

Chuck observó, consternado, que todavía estaban a más de medio kilómetro de la orilla.

Asombrosamente, el Nevada, que había sido bombardeado al principio, empezó a desplazarse. Alguien debió de tener la presencia de ánimo de mandar un mensaje por radar a todos los barcos para que soltaran amarras. Si lograban salir del puerto podrían separarse y convertirse en blancos menos fáciles.

A continuación, desde la Fila de Acorazados llegó una explosión diez veces más intensa que cualquiera de las que se habían oído hasta entonces. El estallido fue tan violento, que Chuck sintió la detonación como un golpe en el pecho, aunque ya casi estaba a un kilómetro de distancia. Salió una llamarada de la torreta del cañón n.º 2 del Arizona. Una décima de segundo después, la mitad frontal del barco estalló. Los restos de la nave salieron volando por los aires, esquirlas de acero retorcido y chapas deformadas se elevaban entre el humo con una lentitud de pesadilla, como tiras de papel calcinado por una hoguera. Las llamas y el humo envolvían la proa del barco. El poderoso mástil se inclinó hacia delante como un tipo borracho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Woody.

—La reserva de munición del barco ha explotado —aclaró Chuck, y sintió un doloroso vuelco en el corazón al darse cuenta de que cientos de sus compañeros de la marina habrían muerto en esa gigantesca explosión.

Una columna de humo rojo oscuro se elevó hacia el cielo, como surgida de una pira funeraria.

Se oyó un impacto y la lancha dio unos bandazos porque algo había chocado con ella. Todos se agacharon. Cayeron de rodillas al suelo; Chuck pensó que debía de ser una bomba, pero luego se dio cuenta de que eso era imposible, porque seguía vivo. Cuando se recuperó, vio que un enorme fragmento de metal había agujereado la cubierta justo encima del motor. Era un milagro que no le hubiera dado a nadie.

Sin embargo, el motor se había parado.

La lancha redujo la marcha hasta quedarse quieta. Se bamboleaba en el oleaje picado mientras los aviones japoneses sembraban de fuego la laguna.

—Chuck, tenemos que salir de aquí ahora mismo —ordenó Gus con rotundidad.

—Ya lo sé. —Chuck y Eddie examinaron los daños. Agarraron el fragmento de metal e intentaron desclavarlo de la cubierta de teca, pero estaba muy encajado en la madera.

—¡No tenemos tiempo para eso! —advirtió Gus.

—De todas formas, el motor ya no sirve para nada, Chuck —terció Woody.

Estaban todavía a medio kilómetro de la costa. Sin embargo, la lancha estaba equipada para emergencias como esa. Chuck desenvolvió un par de remos. Cogió uno y Eddie tomó el otro. La embarcación era muy grande para hacerla avanzar remando y se movían con lentitud.

Por suerte para ellos, se produjo una pausa en el ataque. El cielo ya no estaba plagado de aviones. Gigantescas volutas de humo se elevaban de los barcos destruidos por las bombas, incluyendo una columna de trescientos metros de alto perteneciente al aniquilado Arizona, aunque no se produjeron nuevas explosiones. El Nevada, cuya tripulación demostró un valor increíble, se dirigía hacia la entrada del puerto.

El agua que rodeaba a los barcos estaba llena de botes salvavidas, lanchas motoras y hombres nadando o agarrados a restos flotantes de los acorazados hundidos. Ahogarse no era su único temor: el combustible de los barcos perforados se había derramado por la superficie y estaba ardiendo. Los gritos de auxilio de quienes no podían nadar se mezclaban de forma horrible con los chillidos de los quemados.

Chuck echó una mirada furtiva a su reloj de pulsera. Tenía la sensación de que hubieran pasado varias horas, pero, por increíble que pareciera, habían sido solo treinta minutos.

Justo cuando estaba pensando en eso, empezó la segunda fase del ataque.

En esta ocasión, los aviones provenían del este. Algunos perseguían al Nevada, que intentaba huir; otros apuntaban al Astillero Naval donde los Dewar habían embarcado. De forma casi inmediata, el destructor Shaw, en un muelle flotante, estalló y quedó envuelto por enormes lenguas de fuego y columnas de humo. El combustible se vertió en el agua y empezó a arder. Luego, en el dique seco más grande, el acorazado Pennsylvania recibió un impacto. Dos destructores en el mismo dique seco saltaron por los aires cuando la carga de munición que llevaban hizo ignición.

Chuck y Eddie iban dándole a los remos, sudando como caballos de carreras.

Aparecieron los marines en el Astillero Naval, supuestamente, de los barracones cercanos, y sacaron el equipo contra incendios.

Al final la lancha llegó a la Zona de Desembarco de Oficiales. Chuck bajó de un salto y rápidamente amarró la embarcación mientras Eddie ayudaba a bajar a los ocupantes. Todos corrieron hacia el coche.

Chuck saltó al asiento del conductor y le dio al contacto. La radio del coche se encendió de forma automática y oyeron al locutor de la KGMB decir: «Llamada general a las armas a todos los soldados del ejército, la armada y los marines». Chuck no había tenido la oportunidad de informar a nadie, pero estaba seguro de que habría recibido órdenes de garantizar la seguridad de cuatro civiles a su cuidado, sobre todo, porque dos eran mujeres y uno, senador.

En cuanto todos estuvieron en el coche, salió disparado.

La segunda fase del ataque parecía estar tocando a su fin. Casi todos los aviones japoneses estaban alejándose del puerto. De todas formas, Chuck pisó a fondo el acelerador: podía haber una tercera fase.

La verja principal estaba abierta. De haber estado cerrada, habría sentido el impulso de derribarla.

No había más vehículos en el camino.

Se alejó a toda velocidad del puerto por la carretera de Kamehameha. Supuso que, cuanto más se alejasen de Pearl Harbor, más segura estaría su familia.

Entonces vio un Zero solitario dirigiéndose hacia el coche.

Volaba bajo y seguía la carretera, y, pasados unos minutos, Chuck se dio cuenta de que su coche era el objetivo.

El cañón estaba en las alas, y había muchas posibilidades de que no le diera a un blanco tan estrecho como el coche; pero las ametralladoras estaban juntas, a ambos lados del carenado del motor. Esa era el arma que usaría el piloto si era listo.

Chuck miró desesperado a ambos lados de la carretera. No había lugar donde esconderse, solo cañaverales.

Empezó a zigzaguear. El piloto tuvo el buen juicio de no imitarle. La carretera era ancha y, si Chuck metía el coche en el cañaveral, tendría que reducir la marcha hasta casi detenerse. Pisó a fondo el acelerador, y se dio cuenta de que, cuanto más rápido fuera, más oportunidades tenía de que no le dieran.

Pero entonces fue demasiado tarde para reflexionar sobre la mejor opción. El avión estaba tan cerca que Chuck veía los agujeros negros del cañón de las alas. Sin embargo, tal como había supuesto, el piloto empezó a disparar las ametralladoras, y las balas impactaron en el asfalto, justo por delante del coche.

Chuck dio un volantazo a la izquierda, hacia el centro de la calzada; luego, en lugar de seguir por la izquierda, se situó a la derecha. El piloto rectificó. Las balas dieron en la capota. El parabrisas se hizo añicos. Eddie rugió de dolor y, en la parte trasera, una de las mujeres gritó.

Y el Zero desapareció.

El coche empezó a dar bandazos, fuera de control. Debía de haberse pinchado una de las ruedas delanteras. Chuck luchó con el volante, intentando no salirse de la carretera. El coche iba de un lado para el otro, deslizándose por el asfalto hasta que fue a dar contra el cultivo al borde de la carretera y se detuvo por el impacto.

Empezaron a salir llamas del motor, y Chuck olió a gasolina.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó—. ¡Antes de que explote el depósito!

Abrió su puerta y saltó al suelo. Tiró de la portezuela trasera y su padre salió disparado, llevando a su madre de la mano. Chuck vio que los demás salían por el otro lado.

—¡Corred! —gritó, pero fue innecesario.

Eddie ya se dirigía hacia el cañaveral cojeando como si estuviera herido. Woody tiraba de Joanne y al mismo tiempo la llevaba en volandas; ella también parecía herida. Sus padres iban corriendo por el sembrado, en principio, ilesos. Chuck se unió a ellos. Corrieron cientos de metros hasta que se tiraron en plancha al suelo.

Hubo un momento de silencio. El ruido de los aviones se convirtió en un rumor lejano. Chuck levantó la vista y vio el humo del combustible que se elevaba desde el puerto a varios miles de metros del suelo. Por encima de aquello, los últimos bombarderos de alto nivel se dirigieron hacia el norte.

Entonces se produjo una explosión que les retumbó en los tímpanos. Incluso con los ojos cerrados, Chuck vio el fogonazo del combustible que había provocado la detonación. Una ola de calor le pasó por encima.

Levantó la cabeza y miró hacia atrás. El coche estaba en llamas.

Se levantó de golpe.

—¡Mamá! ¿Estás bien?

—Es un milagro, pero no estoy herida —respondió con seriedad mientras su marido la ayudaba a levantarse.

Recorrió el campo con la mirada para localizar a los demás. Corrió hacia Eddie, que estaba sentado, apretándose el muslo.

—¿Te han dado?

—Me duele a rabiar —respondió Eddie—. Pero no hay mucha sangre. —Logró esbozar una sonrisa—. Es en la parte superior del muslo, creo, pero no está afectado ningún órgano vital.

—Te llevaremos al hospital.

En ese instante, Chuck oyó un ruido terrible.

Su hermano estaba llorando.

Woody estaba llorando no como un bebé, sino como un niño perdido: era un llanto intenso, de profundísima desdicha.

Chuck supo de inmediato que era el lamento de un corazón roto.

Corrió hacia su hermano. Woody estaba de rodillas, le temblaba el pecho, tenía la boca abierta y le caían lágrimas de los ojos. Tenía todo el traje de lino blanco cubierto de sangre, pero no estaba herido.

—¡No, no! —gritaba entre sollozos.

Joanne estaba tendida en el suelo frente a él, boca arriba.

Chuck se dio cuenta enseguida de que estaba muerta. No se movía y tenía los ojos abiertos, mirando al vacío. La pechera de su alegre vestido de rayas estaba empapado de sangre arterial, roja y brillante, que ya empezaba a oscurecerse en algunas partes. Chuck no logró ver la herida, pero supuso que la bala habría impactado en el hombro y le habría perforado la arteria axilar. Debía de haber muerto desangrada en cuestión de minutos.

No sabía qué decir.

Los demás se acercaron y permanecieron a su lado: su madre, su padre y Eddie. Su madre se arrodilló junto a Woody y lo rodeó con los brazos.

—Mi pobre niño —dijo, como si fuera muy pequeño.

Eddie rodeó con un brazo a Chuck por los hombros y le dio un discreto apretón.

El senador se arrodilló junto al cuerpo. Alargó un brazo y tomó a Woody de la mano.

Este dejó de llorar por un instante.

—Ciérrale los ojos, Woody —dijo su padre.

A Woody le temblaba la mano. Con un gran esfuerzo, logró controlar el temblor.

Alargó los dedos hacia los párpados de su amada.

Y, a continuación, con gesto de infinita ternura, le cerró los ojos.