III

El paisaje resplandecía de luz y color con los adornos navideños de Fort Street, en Honolulu. Era sábado por la noche, el día 6 de diciembre, y el exterior estaba abarrotado de marineros con su blanco uniforme tropical, todos con su blanca gorra redondeada y su corbatín negro, dispuestos a pasar un buen rato.

La familia Dewar paseaba disfrutando del ambiente: Rosa, del brazo de Chuck, y Gus y Woody a ambos lados de Joanne.

Woody había hecho las paces con su prometida. Se disculpó por haber hecho suposiciones erróneas sobre lo que Joanne esperaba de su matrimonio. Joanne admitió que se le había ido un poco la mano en la discusión. Nada quedó aclarado en realidad, pero les bastó como reconciliación para arrancarse la ropa y meterse en la cama.

Después de hacer el amor, la riña no parecía tan grave y nada importaba salvo el hecho de que ambos se amaban. Juraron entonces que, en el futuro, discutirían para llegar a un acuerdo de forma cariñosa y tolerante. Mientras se vestían, Woody sintió que habían superado un hito. Habían tenido una amarga discusión sobre una marcada diferencia en sus puntos de vista, pero lo habían superado. Podía ser incluso una buena señal.

En ese momento iban camino de la cena, Woody llevaba su cámara e iba sacando fotos de cuanto les rodeaba a medida que avanzaban. Antes de haber caminado mucho más, Chuck se detuvo y les presentó a otro marino.

—Este es mi colega, Eddie Parry. Eddie, te presento al senador Dewar, a la señora Dewar, a mi hermano Woody y a su prometida, la señorita Joanne Rouzrokh.

—Encantada de conocerte, Eddie. Chuck te ha mencionado varias veces en las cartas que nos escribe. ¿Vendrás con nosotros a cenar? Solo vamos a un chino —dijo Rosa.

Woody estaba sorprendido, no era muy típico de su madre invitar a un desconocido a una comida familiar.

—Gracias, señora. Será un honor —respondió Eddie con acento del sur de Estados Unidos.

Entraron al restaurante Delicias Celestiales y ocuparon una mesa para seis. Eddie tenía unos modales muy correctos, llamaba «señor» a Gus y «señoras» a las mujeres, aunque parecía relajado. Cuando ya hubieron pedido, intervino.

—He oído hablar tanto sobre esta familia, que tengo la sensación de conocerles ya a todos. —Tenía el rostro pecoso y una amplia sonrisa, y Woody se dio cuenta de que les caía bien a todos.

Eddie preguntó a Rosa si le había gustado Hawai.

—A decir verdad, Honolulu es como una ciudad estadounidense en miniatura. Esperaba que fuera más oriental.

—Estoy de acuerdo —corroboró Eddie—. Son todo cafeterías pequeñas, moteles de carretera y grupos de jazz.

Preguntó a Gus si iba a estallar la guerra. Todo el mundo le hacía la misma pregunta.

—Hemos intentado por todos los medios encontrar un modus vivendi con Japón —explicó Gus. Woody se preguntó si Eddie sabría qué significaba modus vivendi—. El secretario de Estado Hull ha mantenido una serie de conversaciones con el embajador Nomura a lo largo del verano. Pero no han llegado a ningún acuerdo.

—¿Qué problema hay? —preguntó Eddie.

—La economía estadounidense necesita una zona de comercio libre en Extremo Oriente. Japón está de acuerdo: les encanta el comercio libre, pero no solo en el patio de nuestra casa, sino por todo el mundo. Estados Unidos no puede admitirlo, aunque quisiéramos. Así que Japón responde que, como otros países tienen su propia zona económica, ellos también necesitan una.

—Sigo sin entender por qué tienen que invadir China.

Rosa, que siempre intentaba ver la otra cara de las cosas, intervino.

—Los japoneses quieren a sus tropas en China e Indochina y en las Indias Orientales Neerlandesas para proteger sus intereses, al igual que nosotros, los estadounidenses, tenemos soldados en Filipinas, los ingleses en la India, los franceses en Argelia, etcétera.

—Dicho así, ¡los japoneses parecen razonables!

—Son razonables —afirmó Joanne con rotundidad—, pero están equivocados. Conquistar un imperio es la solución del siglo XIX. El mundo está cambiando. Nos alejamos de los imperios y de las zonas económicas cerradas. Darles lo que quieren supondría un retroceso.

Les sirvieron la comida.

—Antes de que se me olvide —dijo Gus—, mañana desayunaremos a bordo del Arizona. A las ocho en punto.

—Yo no estoy invitado —respondió Chuck—, pero me han dado órdenes de que os acompañe hasta allí. Os recogeré a las siete y media y os llevaré al Astillero Naval, luego os conduciré hasta la nave en lancha.

—Bien.

Woody se puso a comer arroz frito.

—Esto es genial —dijo—. Deberíamos servir comida china en nuestra boda.

Gus soltó una risa.

—Me parece que no.

—¿Por qué no? Es barata y está rica.

—Una boda es algo más que la comida, es una ocasión especial. Y hablando del tema, Joanne, tengo que llamar a tu madre.

Joanne arrugó la frente.

—¿Por la boda?

—Por la lista de invitados.

Joanne dejó los palillos en el plato.

—¿Hay algún problema? —Woody observó cómo se le abrían las aletas de la nariz y supo que la cosa iba a ponerse fea.

—En realidad no es un problema —aclaró Gus—. Tengo una cantidad bastante numerosa de amigos y aliados en Washington que se sentirían ofendidos si no fueran invitados a la boda de mi hijo. Voy a sugerir a tu madre que compartamos todos los gastos.

Woody adivinó que su padre lo había pensado mucho. Como Dave había vendido su empresa por una suma ridícula antes de morir, era posible que la madre de Joanne no tuviera mucho dinero para pagar una boda extravagante. Pero a Joanne no le gustó la idea de dos progenitores encargándose de los preparativos de la boda a sus espaldas.

—¿Quiénes son esos amigos y aliados en los que había pensado? —preguntó Joanne con frialdad.

—Senadores y congresistas, en su mayoría. Debemos invitar al presidente, aunque no vendrá.

—¿Qué senadores y congresistas? —insistió Joanne.

Woody se dio cuenta de que su madre disimulaba una sonrisa. Le encantaba la insistencia de Joanne. No había muchas personas con el temperamento suficiente para poner a Gus contra las cuerdas.

Gus empezó a recitar una lista de nombres.

Joanne lo interrumpió.

—¿Ha dicho congresista Cobb?

—Sí.

—¡Si votó en contra de la propuesta de ley para prohibir los linchamientos!

—Peter Cobb es un buen hombre. Pero es político de Mississippi. Vivimos en una democracia, Joanne: representamos a nuestros votantes. Los sureños no darían su apoyo jamás a una ley que prohibiese los linchamientos. —Miró al amigo de Chuck—. Espero no haber metido la pata, Eddie.

—No mida sus palabras por mí, señor —respondió Eddie—. Soy de Texas, pero me avergüenzo al pensar en nuestros políticos sureños. Odio los prejuicios. Un hombre lo es sin importar el color de su piel.

Woody miró a Chuck. Se sentía tan henchido de orgullo por Eddie que podría haber estallado ahí mismo.

En ese momento, Woody se dio cuenta de que Eddie era algo más que el colega de Chuck.

¡Qué situación tan rara!

Había tres parejas que se amaban en la mesa: su padre y su madre, Joanne y él, y Chuck y Eddie.

Se quedó mirando a Eddie. Y supuso que era el amante de Chuck.

Era raro de verdad.

Eddie lo pilló mirándolo y le devolvió una cálida sonrisa.

Woody apartó la mirada de golpe. «Gracias a Dios que papá y mamá no se lo han imaginado», pensó.

A menos que esa fuera la razón por la que su madre había invitado a Eddie a cenar con la familia. ¿Lo sabía? ¿Lo aprobaba siquiera? No, eso iba más allá de todos los límites de lo posible.

—De todas formas, Cobb no tiene alternativa —decía su padre—. Y, por todo lo demás, es liberal.

—Eso no tiene nada de democrático —respondió Joanne, acalorada—. Cobb no representa a las personas del Sur. Solo a los blancos a los que permiten votar en esa parte del país.

—Nada es perfecto en esta vida —terció Gus—. Cobb dio su apoyo al new deal de Roosevelt.

—Eso no significa que tenga que invitarlo a mi boda.

Woody intervino.

—Papá, yo tampoco quiero que venga. Tiene las manos manchadas de sangre.

—Eso es injusto.

—Es lo que sentimos.

—Bueno, pues no eres tú quien toma esas decisiones; la madre de Joanne es quien da la fiesta y, si me deja, compartiremos los gastos. Supongo que eso nos da al menos el derecho de poder hacer sugerencias para la lista de invitados.

Woody se echó para atrás en su asiento.

—¡Demonio, es nuestra boda!

Joanne miró a Woody.

—A lo mejor deberíamos celebrar una boda tranquila en el ayuntamiento, con un par de amigos y ya está.

Woody se encogió de hombros.

—Por mí, vale.

—Eso molestaría a muchas personas —sentenció Gus con severidad.

—Pero no a nosotros —dijo Woody—. La persona más importante ese día es la novia. Yo solo quiero lo que ella quiera.

Rosa habló.

—Escuchadme todos —dijo—. No nos rasguemos las vestiduras. Gus, querido, tendrás que coger a Peter Cobb aparte y explicarle, con amabilidad, que tienes mucha suerte de tener un hijo idealista que va a casarse con una maravillosa chica igual de idealista, y que se niegan en redondo a que el congresista Cobb asista a la boda. Dile que lo sientes, pero que no puedes seguir tus impulsos al igual que no los pudo seguir Peter al votar la ley en contra de los linchamientos. Esbozará una sonrisa y te dirá que lo entiende; siempre le has gustado porque vas con la verdad por delante.

Gus dudó durante largo rato, luego decidió acceder con amabilidad.

—Supongo que tienes razón, querida —admitió. Sonrió a Joanne—. En cualquier caso, sería un idiota si me pelease con mi encantadora nuera por Pete Cobb.

—Gracias… ¿Puedo empezar ya a llamarte papá?

Woody estuvo a punto de lanzar un grito ahogado. Era el comentario perfecto. ¡Joanne era tan lista!

—Me encantaría —respondió Gus.

Woody creyó ver una lágrima en la comisura del ojo de su padre.

—Pues entonces, gracias, papá.

«¿Qué te parece? —pensó Woody—. Se ha enfrentado a él y ha ganado.»

¡Menuda chica!