II

A Chuck Dewar le aterrorizaba que sus padres descubrieran su secreto.

Estando en casa, en Buffalo, jamás había tenido una auténtica relación sentimental, solo un par de escarceos en callejones oscuros con chicos que apenas conocía. El principal motivo que lo había impulsado a enrolarse en la armada era, en gran parte, el hecho de poder ser él mismo sin que sus padres lo supieran.

Desde que había llegado a Hawai todo había sido distinto. Allí era parte de una comunidad clandestina de personas similares a él. Iba a bares, restaurantes y salones de baile donde no tenía que fingir ser heterosexual. Había tenido algunas relaciones e incluso se había enamorado. Muchas personas conocían su secreto.

Y ahora habían llegado sus padres.

Invitaron a su padre a conocer la unidad del Servicio de Inteligencia de Señales en la base naval, conocida como Estación HYPO. Como miembro de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, el senador Dewar era informado de secretos militares, y ya le habían enseñado el cuartel general de Inteligencia de Señales, al que en Washington llamaban Op-20-G.

Chuck lo recogió en su hotel de Honolulu en un coche de la armada, una limusina Packard LeBaron. Su padre llevaba un sombrero blanco de paja. Cuando viajaban por la orilla del puerto, soltó un silbido.

—¡La flota del Pacífico! —exclamó—. ¡Qué visión tan maravillosa!

Chuck estaba de acuerdo.

—Es bastante bonito, ¿verdad? —comentó.

Los barcos eran preciosos, sobre todo en la armada estadounidense, donde los pintaban, los pulían y les sacaban brillo. Chuck pensaba que la marina era genial.

—Todos esos barcos perfectamente alineados… —comentó Gus, maravillado.

—Lo llamamos la Fila de Acorazados. Amarrados en alta mar están el Maryland, el Tennessee, el Arizona, el Nevada, el Oklahoma y el West Virginia. —Los acorazados tenían nombres de estados norteamericanos—. También tenemos el California y el Pennsylvania en el puerto, pero no se ven desde aquí.

En la entrada principal del Astillero Naval, el marine que estaba de centinela reconoció el coche oficial y les hizo un gesto con la mano para que entrasen. Fueron con el vehículo hasta la base submarina y se detuvieron en el aparcamiento situado tras el cuartel general, el Viejo Edificio de la Administración. Chuck llevó a su padre al ala que acababan de estrenar.

El capitán Vandermeier estaba esperándolos.

Vandermeier era a quien más temía Chuck. Le había cogido manía al joven y había adivinado su secreto. Siempre estaba llamándolo «sarasa» o «mariposón». Si podía, haría saltar la liebre.

Vandermeier era un hombre bajito y corpulento con la voz grave y halitosis. Saludó a Gus y le estrechó la mano.

—Bienvenido, senador. Será un privilegio enseñarle la Unidad de Inteligencia para la Comunicación del 14.º Distrito de la Armada. —Era el nombre deliberadamente vacuo que le habían puesto al grupo de rastreo de señales de radar de la Armada Imperial japonesa.

—Gracias, capitán —respondió Gus.

—Debo advertirle algo de antemano, señor. Se trata de un grupo informal. Este tipo de trabajo lo realizan personas muy excéntricas y no siempre visten el uniforme de la marina. El oficial al mando, el capitán de fragata Rochefort, lleva una americana de ante roja. —Vandermeier sonrió en un gesto de complicidad masculina—. Parece un puñetero mariquita.

Chuck intentó no torcer el gesto.

—No volveré a hablar hasta que nos adentremos en zona segura —advirtió Vandermeier.

—Muy bien —respondió Gus.

Bajaron las escaleras hasta el sótano; para llegar hasta allí cruzaron dos puertas blindadas.

La Estación HYPO era una instalación tipo celda, sin ventanas e iluminada con fluorescentes. Además de los habituales escritorios y sillas, tenía gigantescas mesas con mapas, hileras de exóticas impresoras, clasificadoras e intercaladoras de tarjetas IBM, y dos catres donde los criptoanalistas echaban sus sueñecitos entre las maratonianas sesiones de desciframiento de códigos. Algunos de los hombres vestían pulcros uniformes, pero otros, como Vandermeier había advertido, iban con desaliñados atuendos civiles, sin afeitar y, a juzgar por el hedor, sin asear.

—Como en todas las armadas de guerra, los japoneses cuentan con muchos códigos distintos y utilizan el más sencillo para las señales menos secretas, como los partes meteorológicos, y reservan los complejos para los mensajes de más alto secreto —explicó Vandermeier—. Por ejemplo, las señales para identificar al emisor de un mensaje y su destinatario son en un código primitivo, incluso cuando el texto en sí es en un código de alto nivel. Hace poco que han cambiado el código por señales de llamada, pero desciframos las nuevas en unos pocos días.

—Muy impresionante —dijo Gus.

—También podemos averiguar el lugar donde se ha originado la señal, gracias a la triangulación. Con las localizaciones y las señales de llamada, podemos hacernos una imagen bastante clara de la ubicación de la mayoría de las naves de la armada japonesa, aunque no podamos leer sus mensajes.

—Así que sabemos dónde están y qué rumbo van a tomar, pero desconocemos sus órdenes —recapituló Gus.

—Por lo general, así es.

—Pero si quisieran esconderse, lo único que tendrían que hacer es imponer el silencio de las radiofrecuencias.

—Cierto —reconoció Vandermeier—. Si se quedan callados, toda esta operación no vale para nada, y estaremos con la mierda hasta el cuello.

Un hombre con chaqueta de esmoquin y zapatillas de felpa se acercó, y Vandermeier lo presentó como el jefe de la unidad.

—El capitán de fragata Rochefort habla japonés con fluidez, además de ser un genio del criptoanálisis —informó Vandermeier.

—Íbamos muy bien descifrando el código principal de los japoneses justo hasta hace un par de días —comentó Rochefort—. Luego, los muy cabrones lo cambiaron y se cargaron todo nuestro trabajo.

—El capitán Vandermeier estaba contándome que pueden averiguar muchas cosas sin necesidad de leer los mensajes —dijo Gus.

—Sí. —Rochefort señaló un mapa de la pared—. Ahora mismo, gran parte de la flota japonesa ha abandonado las aguas nacionales y se dirige rumbo al sur.

—Eso no presagia nada bueno.

—Está claro que no. Pero dígame, senador, ¿cuáles cree usted que son las intenciones de los japoneses?

—Creo que declararán la guerra a Estados Unidos. Nuestro embargo de petróleo está haciéndoles mucho daño. Los ingleses y los holandeses se niegan a abastecerlos, y ahora mismo intentan transportarlo por mar desde Sudamérica. No pueden sobrevivir así eternamente.

—Pero ¿qué conseguirían atacándonos? ¡Un país pequeño como Japón no puede invadir Estados Unidos! —exclamó Vandermeier.

—Inglaterra es un país pequeño pero consiguió dominar el mundo gracias al gobierno de los mares. Los japoneses no tienen que conquistar Estados Unidos, solo necesitan vencernos en una batalla naval para poder controlar el Pacífico y que nadie los detenga a la hora de comerciar —terció Gus.

—Así que, en su opinión, ¿qué cree que podrían estar haciendo al dirigirse hacia el sur?

—Su objetivo más probable debe de ser Filipinas.

Rochefort asintió mostrando su acuerdo.

—Ya hemos reforzado la presencia de hombres en esa base. Pero hay algo que me preocupa: el capitán del portaaviones de la flota japonesa lleva varios días sin recibir señales de radio.

—Silencio en el sistema de comunicaciones. ¿Ya había ocurrido alguna vez? —preguntó Gus con el entrecejo fruncido.

—Sí. Los portaaviones permanecen en silencio cuando regresan a aguas nacionales. Así que hemos supuesto que, esta vez, esa era la explicación.

—Parece razonable —asintió Gus.

—Sí —respondió Rochefort—. Ojalá pudiera estar seguro de ello.