I

Woody Dewar y Joanne Rouzrokh viajaban desde Oakland, California, con destino a Honolulu en un Boeing B-314 de pasajeros. El vuelo de Pan Am duraba catorce horas. Justo antes de llegar, la pareja tuvo una gran discusión.

Tal vez fuera efecto de haber pasado tanto tiempo en un espacio tan reducido. El avión era una de las naves más grandes del mundo, pero los pasajeros iban acomodados en seis pequeñas cabinas individuales, y cada una de ellas contaba con dos filas de cuatro asientos, una frente a otra.

—Prefiero el tren —comentó Woody al tiempo que cruzaba sus largas piernas con incomodidad, y Joanne tuvo el detalle de no señalar que no se podía viajar a Hawai en tren.

El viaje había sido idea de los padres de Woody. Habían decidido ir de vacaciones a Hawai para poder visitar al hermano pequeño de Woody, Chuck, que estaba destinado allí. Entonces invitaron a su otro hijo y a Joanne a acompañarlos durante su segunda semana de visita.

Woody y Joanne estaban prometidos. Él le había pedido la mano a finales del verano, tras cuatro semanas de tiempo caluroso y amor apasionado en Washington. Joanne había respondido que era demasiado pronto, pero Woody había señalado que llevaba seis años enamorado de ella, y le había preguntado cuánto tiempo más creía ella que era suficiente. Joanne había accedido. Se casarían el mes de junio, en cuanto Woody se licenciase en Harvard. Mientras tanto, su condición de prometidos les permitía disfrutar juntos de las vacaciones familiares.

Ella lo llamaba Woods y él la llamaba Jo.

El avión empezó a descender cuando se aproximaban a Oahu, la isla principal. Vieron montañas boscosas, aldeas desperdigadas en las tierras bajas y una franja de arena contra la que rompía el oleaje.

—Me he comprado un bañador nuevo —comentó Joanne. Estaban sentados uno al lado del otro, y el rugido de los motores de los catorce cilindros Wright Twin Cyclone era demasiado atronador para que se oyera lo que ella había dicho.

Woody estaba leyendo Las uvas de la ira, pero dejó la lectura sin problema.

—Me muero por vértelo puesto. —Y lo decía muy en serio. Ella era el sueño de cualquier diseñador de bañadores: todas las prendas destacaban en su figura.

Ella lo miró con una caída de párpados.

—Me gustaría saber si tus padres nos han reservado una habitación de matrimonio o dos individuales. —Sus ojos castaño oscuro parecieron derretirse.

Su condición de prometidos no les permitía dormir juntos, al menos, no de forma oficial; aunque a la madre de Woody no se le escapaba una y debía de haber imaginado que eran amantes.

—Te encontraré, estés donde estés.

—Más te vale.

—No me digas esas cosas. Ya estoy lo bastante incómodo en este asiento.

Ella sonrió, satisfecha.

La base naval estadounidense apareció en la lontananza. Una laguna en forma de hoja de palmera formaba una gigantesca bahía natural. La mitad de la flota del Pacífico estaba allí, un centenar de embarcaciones. Las hileras de tanques para el abastecimiento de combustible parecían los cuadros de un tablero de ajedrez.

En el centro de la laguna había una franja de tierra con una pista de aterrizaje. En el extremo oeste de la isla, Woody divisó más de una docena de hidroaviones amarrados.

Pegada a la laguna se encontraba la base aérea de Hickam. Varios cientos de aviones estaban aparcados con precisión militar en la pista, con las alas tocándose entre sí.

Para la maniobra de aproximación, el avión sobrevoló una playa de palmeras y sombrillas de rayas de alegres colores —que Woody supuso que debía de ser Waikiki—, luego pasaron sobre una pequeña población que tenía que ser Honolulu, la capital.

El Departamento de Estado debía unos días de permiso a Joanne, pero Woody había tenido que saltarse una semana de clases para poder disfrutar de esas vacaciones.

—Me sorprende lo que ha hecho tu padre —comentó Joanne—. Suele estar en contra de cualquier cosa que interrumpa tus estudios.

—Lo sé —confirmó Woody—. Pero ¿sabes cuál es el verdadero motivo de este viaje, Jo? Cree que es la última vez que verá a Chuck con vida.

—¡Oh, Dios mío!, ¿en serio?

—Cree que va a haber una guerra, y Chuck está en la armada.

—Creo que tiene razón. Habrá una guerra.

—¿Por qué lo dices tan segura?

—El mundo entero se muestra hostil ante la libertad. —Señaló el libro que tenía en el regazo, un best seller titulado Diario de Berlín, escrito por el locutor radiofónico William Shirer—. Los nazis tienen Europa. Los bolcheviques tienen Rusia. Y, ahora, los japoneses están haciéndose con el control de Extremo Oriente. No veo cómo va a poder sobrevivir Estados Unidos en un mundo así. ¡Habrá que pactar con alguien!

—Es una opinión muy parecida a la de mi padre. Cree que entraremos en guerra con Japón el año que viene. —Woody frunció el entrecejo con gesto pensativo—. ¿Qué está pasando en Rusia?

—Los alemanes no parecen capaces de tomar Moscú. Justo antes de marcharme se rumoreaba la posibilidad de un contraataque ruso a gran escala.

—¡Esas son buenas noticias!

Woody miró por la ventanilla. Podía ver el aeropuerto de Honolulu. Supuso que el avión amerizaría en una ensenada junto a la pista.

—Espero que no ocurra nada importante mientras estoy fuera.

—¿Por qué?

—Quiero un ascenso, Woods, no quiero que alguien brillante y prometedor destaque en mi ausencia.

—¿Ascenso? No me lo habías dicho.

—Todavía no me lo han dado, pero aspiro al puesto de jefa de investigación.

Él sonrió.

—¿Hasta dónde quieres llegar?

—Me gustaría ser embajadora de algún lugar fascinante y complejo, Nankín o Addis Abeba.

—¿De verdad?

—No pongas esa cara de incredulidad. Frances Perkins es la primera mujer secretaria de Trabajo y es buenísima en lo que hace.

Woody asintió en silencio. Perkins había sido secretaria de Trabajo desde los inicios de la presidencia de Roosevelt ocho años atrás, y había conseguido el respaldo sindical para el new deal. Una mujer excepcional podía aspirar a casi cualquier cosa en esos días. Y Joanne era realmente excepcional. Sin embargo, en cierta forma, a él le impactó que su prometida fuera tan ambiciosa.

—Pero una embajadora tiene que vivir en el extranjero —replicó Woody.

—¿Verdad que sería genial? Una cultura extranjera, clima raro, costumbres exóticas.

—Pero… ¿Cómo encaja eso con el matrimonio?

—¿Disculpa? —preguntó ella con aspereza.

Él se encogió de hombros.

—Es una pregunta normal, ¿no crees?

A Joanne no se le alteró el semblante, salvo por el hecho de que se le levantaron las aletas de la nariz: era una clara señal de que estaba enfadándose, y él lo sabía.

—¿Te he hecho yo esa pregunta? —espetó ella.

—No, pero…

—¿Y bien?

—Nada, es que estaba pensando, Jo… ¿Esperas que me vaya a vivir al lugar adonde te lleve tu profesión?

—Intentaré adaptarme a tus necesidades y espero que tú intentes adaptarte a las mías.

—Pero no es lo mismo.

—¿Ah, no? —Ahora sí que estaba enfadada de verdad—. Menuda novedad.

Woody se preguntó cómo era posible que la conversación se hubiera vuelto tan violenta en tan poco tiempo. Se esforzó por hablar con un tono de voz amigable y razonable.

—Habíamos hablado de tener hijos, ¿verdad?

—Serán tan tuyos como míos.

—No de la misma forma exactamente.

—Si el hecho de tener hijos me convierte en una ciudadana de segunda clase en este matrimonio, no pienso tenerlos.

—¡No quería decir eso!

—¿Y qué narices querías decir?

—Si te nombran embajadora de algún país, ¿esperas que lo deje todo y me vaya contigo?

—Espero que digas: «Cariño, es una maravillosa oportunidad para ti, no pienso interponerme». ¿Es que no es razonable?

—¡Sí! —Woody estaba perplejo y enfadado—. ¿Qué sentido tiene estar casados si no estamos juntos?

—Si estalla la guerra, ¿te presentarás voluntario a filas?

—Cabría la posibilidad.

—Y el ejército podría enviarte allá donde fuera necesario: Europa, Extremo Oriente.

—Sí, claro.

—Irías donde el deber te llamase, y me dejarías en casa.

—Sí, si fuera necesario.

—Pero yo no puedo hacerlo.

—¡No es lo mismo! ¿Por qué lo planteas como si lo fuera?

—Por raro que pueda parecerte, mi carrera y mi servicio al país me parecen importantes, al igual que te lo parecen a ti.

—¡Estás siendo mala!

—Bueno, Woods, de verdad siento que pienses así, porque hablaba muy en serio sobre nuestro futuro juntos. Ahora me pregunto si tenemos algún futuro.

—¡Por supuesto que sí! —Woody podría haberse puesto a llorar de desesperación—. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Sintieron una sacudida, y el avión amerizó en Hawai.