II

La fe de Erik von Ulrich en el Führer se vio reforzada por la invasión de la Unión Soviética. A medida que los ejércitos alemanes avanzaban por la vasta Rusia, barriendo al Ejército Rojo como si fuera paja, Erik se henchía de júbilo por la brillantez estratégica del líder al que había jurado lealtad.

Y no se trataba de una misión fácil. Durante el lluvioso mes de octubre, el campo se había convertido en un barrizal: lo llamaban rasputitsa, la época sin caminos. La ambulancia de Erik había avanzado con grandes dificultades por un lodazal. Una ola de barro se elevó ante el vehículo, y fue ralentizando su marcha de forma gradual, hasta que Hermann y él tuvieron que salir del coche para retirarla con las palas antes de poder seguir conduciendo. La situación era la misma para todo el ejército alemán, y el avance hacia Moscú se había convertido en una carrera a paso de tortuga. Además, las carreteras empantanadas provocaban que los camiones de suministros no pudieran seguir el ritmo de los combatientes. El ejército andaba escaso de munición, combustible y comida, y la unidad de Erik sufría la peligrosa falta de medicamentos y otros recursos sanitarios.

Por ese motivo, el joven ordenanza se había alegrado en un primer momento, cuando cayó la helada a principios de noviembre. El hielo parecía una bendición, pues hacía que el asfalto fuera sólido y permitía a la ambulancia avanzar a velocidad normal. Sin embargo, Erik temblaba con su abrigo de verano y su ropa interior de algodón; los uniformes de invierno todavía no habían llegado desde Alemania. Tampoco habían llegado los líquidos anticongelantes necesarios para que siguiera funcionando el motor de su ambulancia, y los motores de todos los camiones, tanques y artillería rodante del ejército. Durante el viaje, Erik se levantaba dos veces cada noche para encender el motor y tenerlo en marcha durante cinco minutos, era la única forma de evitar que el aceite se congelase y que el refrigerante se solidificase al convertirse en hielo. Incluso tomaba la precaución de encender una pequeña hoguera bajo el coche todas las mañanas una hora antes de partir.

Cientos de vehículos se averiaban y quedaban abandonados. Los aviones de la Luftwaffe, que quedaban a la intemperie toda la noche en improvisados campos de aviación, se congelaban y se negaban a encenderse, y la protección aérea sencillamente había desaparecido.

A pesar de todo, los rusos se batían en retirada. Lucharon con denuedo, aunque siempre se veían obligados a retroceder. La unidad de Erik se detenía continuamente para retirar los cadáveres de los rusos, y los muertos congelados apilados en la carretera componían un horroroso terraplén. Sin descanso, con determinación implacable, el ejército alemán estaba estrechando el cerco en torno a Moscú.

Erik tenía la certeza de que no tardaría en ver los Panzer rodando con majestuosidad por la Plaza Roja, mientras las banderas con la esvástica ondearían alegremente en las torres del Kremlin.

Mientras tanto, la temperatura era de diez grados bajo cero, y bajando.

La unidad de hospital de campaña de Erik estaba en un pequeño pueblo junto a un canal congelado, rodeado de un bosque de pinos. Erik no conocía el nombre del lugar. Los rusos a menudo lo destruían todo en la retirada, pero esa población había sobrevivido más o menos intacta. Contaba con un moderno hospital, que los alemanes habían hecho suyo. El doctor Weiss había dado enérgicas órdenes a los médicos locales para que enviasen sus pacientes a casa, sin importar el estado en que se encontrasen.

En ese momento Erik analizaba la condición de un paciente que sufría congelación, un muchacho de unos dieciocho años. Tenía la piel amarilla como la cera y dura al tacto por la congelación. Cuando Erik y Hermann le quitaron el delgado uniforme de verano tras desgarrarlo, descubrieron que estaba cubierto de moratones en brazos y piernas. Las botas raídas y agujereadas habían sido rellenadas con papel de periódico en un patético intento de conservar el calor. Cuando Erik se las quitó al chico percibió el característico hedor a podredumbre de la gangrena.

Sin embargo, creyó que podían hacer algo para evitar la amputación.

Sabían qué hacer. Estaban tratando más casos de congelación que de heridas de guerra.

Erik llenó una bañera, a continuación, con la ayuda de Hermann Braun, y sumergieron al paciente en el agua tibia.

Erik se quedó mirando detenidamente el cuerpo mientras se descongelaba. Vio el color negro de la gangrena en un pie y en los dedos del otro.

Cuando el agua empezó a enfriarse, lo sacaron, lo secaron a golpecitos, lo metieron en la cama y lo taparon con unas mantas. Luego lo rodearon con piedras calientes y lo envolvieron en toallas.

El paciente estaba consciente y alerta.

—¿Voy a perder el pie?

—Eso depende del médico —respondió Erik de forma automática—. Nosotros solo somos ordenanzas.

—Pero ustedes ven muchos pacientes —insistió—. ¿Qué opina usted?

—Creo que vas a ponerte bien —respondió Erik. De no ser así, sabía qué ocurriría. En el pie menos afectado, Weiss amputaría los dedos, los cercenaría con unas enormes tenazas. La otra pierna la amputarían por debajo de la rodilla.

Weiss llegó unos minutos más tarde y examinó el pie del muchacho.

—Preparen al paciente para la amputación —ordenó con brusquedad.

Erik estaba desolado. Otro joven fuerte y lozano que quedaría lisiado de por vida. ¡Qué lamentable!

Sin embargo, el paciente lo consideró desde otro punto de vista.

—¡Gracias a Dios! —suspiró—. Ya no tendré que luchar más.

Cuando tuvieron al muchacho listo para operar, Erik pensó en que ese paciente era uno más de los que insistían en la actitud derrotista: su propia familia entre ellos. Pensaba mucho en su difunto padre y sentía una profunda rabia mezclada con pena y sentimiento de pérdida. Pensó con amargura que el viejo no se habría alegrado como la mayoría ni habría celebrado el triunfo del Tercer Reich. Se habría quejado por algo, habría cuestionado las decisiones del Führer, habría socavado la moral de las fuerzas armadas. ¿Por qué había sido tan rebelde? ¿Por qué había sentido tanto apego hacia la anticuada ideología democrática? La libertad no había hecho nada por Alemania, mientras que ¡el fascismo había salvado el país!

A pesar de que estaba enfadado con su padre, se le anegaron los ojos en lágrimas cuando pensó en la forma en que había muerto. En un principio, Erik había negado la responsabilidad directa de la Gestapo, aunque no tardó en darse cuenta de que, seguramente, era cierto. Sus agentes no daban clases de catecismo: daban palizas a los que contaban mentiras flagrantes sobre el gobierno. Su padre insistía en preguntar por qué el gobierno mataba a niños lisiados. Se había dejado sugestionar por su esposa inglesa y su hija en extremo sentimental. Erik los quería, lo que hacía muy difícil y mucho más doloroso el hecho de que estuvieran tan desorientados y se obstinaran en mantener esa actitud.

Durante su permiso en Berlín, Erik había ido a visitar al padre de Hermann, el hombre que le había hablado por primera vez de la emocionante filosofía nazi cuando Hermann y él eran unos críos. Herr Braun era miembro de las SS. Erik dijo que había conocido a un hombre en un bar que aseguraba que el gobierno mataba a los lisiados en hospitales especiales.

—Es cierto que los deformes son una carga muy costosa para el avance de la nueva Alemania —había reconocido herr Braun ante Erik—. La raza debe ser purificada, eliminando a los judíos y a otras clases degradadas, y evitando los matrimonios mixtos que puedan producir mestizos. Pero la eutanasia jamás ha sido la política nazi. Aunque somos decididos, incluso brutales en ocasiones, no asesinamos a las personas. Eso es una mentira comunista.

Las acusaciones lanzadas por su padre eran falsas. Aun así, Erik lloraba en ocasiones.

Por suerte, estaba ocupadísimo. Siempre había un momento de mucha afluencia de pacientes por la mañana, sobre todo, hombres heridos el día anterior. Luego disfrutaron de un rato de calma antes de la llegada de las primeras bajas de esa jornada. Cuando Weiss hubo operado al chico afectado por la gangrena, Erik, Hermann y él se tomaron un descanso de media mañana en la atestada sala de reuniones.

Hermann levantó la vista del periódico.

—¡En Berlín empiezan a decir que ya hemos ganado! —exclamó—. Tendrían que venir y verlo con sus propios ojos.

El doctor Weiss habló con su cinismo habitual.

—El Führer pronunció un discurso muy interesante en el Sportpalast —comentó—. Habló de la bestialidad de los rusos. Me pareció alentador. Tenía la sensación de que los rusos eran los combatientes más duros con los que nos habíamos topado. Han luchado con más firmeza y durante más tiempo que los polacos, los belgas, los franceses o los ingleses. Puede que no tengan el equipamiento adecuado, que sus líderes sean unos blandos o que estén medio muertos de hambre, pero se abalanzan a todo correr sobre nuestras ametralladoras, blandiendo sus fusiles obsoletos, como si les trajera sin cuidado vivir o morir. Me alegra oír que no es más que un signo de su bestialidad. Empezaba a temer que pudieran ser valerosos y patrióticos.

Como siempre, Weiss fingía estar de acuerdo con el Führer, aunque en realidad quería decir lo contrario. Hermann parecía confuso, pero Erik lo entendió y estaba furioso.

—Sean lo que sean los rusos, están perdiendo —sentenció—. Estamos a sesenta y cuatro kilómetros de Moscú. Se ha demostrado que el Führer tenía razón.

—Y es mucho más brillante que Napoleón —afirmó el doctor Weiss.

—En la época de Napoleón no había nada que se moviera más rápido que un caballo —dijo Erik—. Hoy en día tenemos los vehículos motorizados y la telegrafía inalámbrica. Las comunicaciones modernas nos han permitido salir airosos en los casos en los que Napoleón fracasó.

—O nos lo permitirán, cuando tomemos Moscú.

—Cosa que sucederá dentro de un par de días, cuando no, dentro de un par de horas. ¡No le quepa la menor duda!

—¿Ah, no? Creo que algunos de nuestros generales han sugerido que nos quedemos donde estamos y construyamos una línea de defensa. Podríamos asegurar nuestras posiciones, reabastecernos durante el invierno y regresar a la ofensiva cuando llegue la primavera.

—¡Eso me suena a asquerosa cobardía! —exclamó Erik, enardecido.

—Tiene razón; debe de tenerla, puesto que es exactamente lo que Berlín ha dicho a los generales, según tengo entendido. Evidentemente, el punto de vista del cuartel general es más acertado que el de los hombres que se encuentran en primera línea de batalla.

—¡Casi hemos acabado con el Ejército Rojo!

—Pero es como si Stalin se sacara las armas de la nada, como si fuera un mago. Al principio de esta campaña creíamos que tenía doscientas divisiones. Ahora creemos que tiene más de trescientas. ¿Dónde encontrará otras cien divisiones?

—Una vez más, se demostrará que el Führer tenía razón.

—Por supuesto que sí, Erik.

—¡Todavía no se ha equivocado!

—Un hombre creyó que podía volar, así que saltó de la azotea de un edificio de diez plantas, y cuando pasó volando por la quinta planta, agitando los brazos en vano, lo oyeron decir: «Hasta aquí vamos bien».

Un soldado irrumpió a toda prisa en la sala de reuniones.

—Ha habido un accidente —anunció—. En la presa situada al norte de la ciudad. Un choque, tres vehículos. Hay algunos oficiales de las SS heridos.

Las SS, o Schutzstaffel, habían sido, en su origen, la guardia personal de Hitler, y ahora componían una élite poderosa. Erik admiraba su excelsa disciplina, sus uniformes de tremenda elegancia y su relación tan estrecha con Hitler.

—Enviaremos una ambulancia —anunció Weiss.

—Se trata del Einsatzgruppe, el Grupo Especial —detalló el soldado.

Erik había oído hablar vagamente de los Grupos Especiales. Seguían al ejército hasta el territorio conquistado y señalaban a los alborotadores o posibles rebeldes, como los comunistas. Era probable que estuvieran montando un campo de prisioneros a las afueras de la ciudad.

—¿Cuántos heridos? —preguntó Weiss.

—Seis o siete. Siguen sacando a gente de los coches.

—Está bien. Braun y Von Ulrich, vayan ustedes.

Erik estaba encantado. Le alegraba poder trabajar codo con codo con los más leales colaboradores del Führer, le alegraría más incluso poder serles de utilidad.

El soldado le entregó una nota con indicaciones para llegar al lugar del siniestro.

Erik y Hermann se bebieron de golpe el té, apagaron los cigarrillos y salieron de la sala de reuniones. Erik se puso un abrigo de pieles que había quitado a un oficial ruso muerto, pero lo había dejado abierto para que se viera su uniforme. Se apresuraron a bajar hasta el garaje, y Hermann sacó la ambulancia. Erik leyó en voz alta las indicaciones mientras intentaba ver a través de una fina cortina de nieve.

La carretera salía de la ciudad y se adentraba serpenteando en el bosque. Dejaron atrás a varios autobuses y camiones que circulaban en sentido contrario. La nieve caída en el camino se había endurecido, y Hermann no podía ir muy rápido sobre la reluciente superficie helada. A Erik no le costó imaginar cómo se habría producido el accidente.

Era la tarde de un día breve. En esa época del año había luz desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. Una luz grisácea penetró entre las nubes de nieve. Los altos pinos que crecían por montones a ambos lados del camino oscurecían definitivamente la vía. Erik tuvo la sensación de estar en uno de los cuentos de los hermanos Grimm, siguiendo el camino hasta lo más profundo del bosque, donde residía el mal.

Buscaban un giro a la izquierda, y lo encontraron custodiado por un soldado que les señaló el camino. Avanzaron dando tumbos por una senda llena de baches entre árboles hasta que llegaron a un segundo guardia.

—Avancen como si fueran a pie, no más deprisa. Esa fue la causa del accidente —les advirtió.

Pasado un minuto, llegaron al lugar indicado. Tres vehículos accidentados formaban un amasijo de hierros: un autobús, un todoterreno y una limusina Mercedes con cadenas para la nieve en las ruedas. Erik y Hermann bajaron de un salto de la ambulancia.

El autobús estaba vacío. Había tres hombres en el suelo, quizá fueran los ocupantes del todoterreno. Varios soldados estaban reunidos en torno al coche aplastado entre los otros dos vehículos, por lo visto, intentando sacar a sus ocupantes.

Erik oyó la detonación de un disparo de fusil, y se preguntó, por un instante, quién habría disparado, aunque dejó de lado ese pensamiento y continuó concentrado en su labor.

Hermann y él fueron pasando de un hombre a otro, valorando la gravedad de sus heridas. De las tres personas que había en el suelo, una estaba muerta, había otro hombre con el brazo roto y el tercero tenía solo unos cuantos cardenales. En el interior del vehículo, un hombre se había desangrado hasta la muerte, otro estaba inconsciente y un tercero gritaba.

Erik inyectó una dosis de morfina al que gritaba. Cuando el potente calmante hizo efecto, Hermann y él sacaron al paciente del coche para subirlo a la ambulancia. Una vez que lo hubieron quitado de en medio, los soldados pudieron empezar a liberar al hombre inconsciente, que estaba atrapado en la carrocería deformada del Mercedes. El militar tenía una herida en la cabeza que a Erik le pareció mortal de necesidad, aunque no se lo dijo a nadie. Se concentró en los hombres del todoterreno. Hermann entablilló el brazo roto, y Erik llevó al hombre amoratado a la ambulancia y se sentó junto a él.

Se volvió hacia el Mercedes.

—Lo habremos sacado en cinco o diez minutos —dijo un capitán—. Aguante.

—Está bien —respondió Erik.

Volvió a oír disparos, y se adentró algo más en el bosque, movido por la curiosidad de qué podría estar haciendo el Grupo Especial. La nieve depositada en el suelo, entre los árboles, tenía numerosas pisadas y colillas, corazones de manzana, periódicos viejos y otra clase de basura, como el rastro dejado por un grupo de trabajadores al salir de la fábrica.

Se adentró en un claro donde había aparcados camiones y autobuses. Habían llevado a muchas personas a aquel lugar. Algunos autobuses se marchaban, rodeando el lugar del accidente; otro llegó justo cuando Erik pasaba por allí. Dejó atrás el aparcamiento y llegó hasta un grupo de un centenar o más de rusos de todas las edades: eran prisioneros, aunque muchos llevaban maletas, cajas y sacos que agarraban con fuerza como si estuvieran custodiando preciosas posesiones. Había un hombre que sujetaba un violín. Una niñita con una muñeca captó la atención de Erik, y un desagradable presentimiento le encogió el corazón.

Los prisioneros eran vigilados por policía local armada con porras. Estaba claro que el Grupo Especial tenía colaboradores para lo que quisiera que estuvieran haciendo. Los policías lo miraron, se percataron del uniforme del ejército alemán visible bajo el abrigo desabrochado, y no dijeron nada.

Cuando pasó por allí, un prisionero ruso bien vestido se dirigió a él en alemán.

—Señor, soy el director de la fábrica de neumáticos de esta ciudad. Nunca he creído en el comunismo, pero trabajo de soplón, como tienen que hacer todos los jefes. Puedo ayudarle, sé dónde está todo. Por favor, sáqueme de aquí.

Erik no le hizo caso y siguió caminando en dirección a los disparos.

Llegó a la presa. Era un enorme socavón irregular en el suelo, con el borde rodeado por pinos como guardias de uniforme verde oscuro cubiertos de nieve. El final de una larga pendiente llevaba al agujero. Mientras miraba, una docena de prisioneros empezaron a descender, de dos en dos, dirigidos por soldados, hasta el valle de sombras.

Erik se percató de la presencia de tres mujeres y un niño de unos once años que estaba entre ellas. ¿Estaba el campo de prisioneros en algún lugar de la presa? Pero ya no llevaban equipaje alguno. La nieve caía sobre sus cabezas descubiertas como una bendición.

Erik habló con un sargento de las SS que estaba por ahí cerca.

—¿Quiénes son los prisioneros, sargento?

—Comunistas —respondió el hombre—. De la ciudad. Comisarios políticos y gente de esa calaña.

—¿Cómo?, ¿incluso ese niño pequeño?

—Judíos, también —aclaró el sargento.

—Bueno, ¿qué son, comunistas o judíos?

—¿Qué diferencia hay?

—No es lo mismo.

—No sabe lo que dice, imbécil. La mayoría de los comunistas son judíos. Y la mayoría de los judíos son comunistas. ¿Es que no sabe nada?

El director de la fábrica de neumáticos que había hablado con Erik no parecía ser una cosa ni la otra, o eso le pareció a él.

Los prisioneros llegaron al lecho rocoso de la presa. Hasta ese momento habían avanzado arrastrando los pies como las ovejas de un rebaño, sin hablar ni mirar a su alrededor, pero en ese instante se inquietaron y empezaron a señalar algo que había en el suelo. Mirando a través de los copos de nieve, Erik vio lo que parecían cuerpos desperdigados entre las piedras, con la ropa emblanquecida por la ventisca.

Por primera vez, Erik se percató de la presencia de doce hombres armados con fusiles, apostados al borde de un barranco, entre los árboles. Doce prisioneros, doce tiradores: se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, y sintió un reflujo bilioso de incredulidad mezclada con horror.

Levantaron las armas y apuntaron a los prisioneros.

—¡No! —gritó Erik—. ¡No, no podéis! —Nadie lo escuchó.

Una prisionera gritó. Erik la vio agarrar al niño de once años y pegárselo al cuerpo, como si rodeándolo con sus brazos pudiera detener las balas. Parecía su madre.

—Fuego —ordenó un oficial.

Los fusiles detonaron. Los prisioneros se tambalearon y se desplomaron. El ruido provocó la caída de unos copos de nieve de los pinos, y llovió sobre los soldados, una lluvia de blanco níveo.

Erik vio caer al pequeño y a su madre, todavía fundidos en un abrazo.

—¡No! —gritó—. ¡No, por favor!

El sargento se quedó mirándolo.

—Pero ¿qué mosca le ha picado? —preguntó, airado—. ¿Quién es usted, por cierto?

—Soy ordenanza médico —dijo Erik, sin poder apartar la vista de la espantosa escena de la fosa.

—¿Qué está haciendo aquí?

—He traído la ambulancia para los oficiales heridos en el accidente. —Erik vio a otros doce prisioneros a los que conducían por la cuesta hacia la presa—. Por Dios santo, mi padre tenía razón —se lamentó—. Estamos asesinando gente.

—Deje de lloriquear y vuelva a la puta ambulancia.

—A sus órdenes, sargento —respondió Erik.