En octubre la nieve cayó y no cuajó, y las calles de Moscú estaban heladas y húmedas. Volodia estaba rebuscando en la despensa sus valenki, las tradicionales botas de felpa que abrigaban los pies de los moscovitas en invierno, cuando le sorprendió encontrar las seis cajas de vodka.
Sus padres no eran grandes bebedores. Rara vez tomaban más de un vasito. Muy de vez en cuando, su padre acudía a una de las largas y alcoholizadas cenas de Stalin con los viejos camaradas, y entraba dando tumbos por la puerta al despuntar el alba, borracho como una cuba. Sin embargo, en su casa, una botella de vodka duraba un mes o incluso más.
Volodia entró a la cocina. Sus padres estaban desayunando, sardinas en lata con pan negro y té.
—Papá —dijo—, ¿por qué tenemos vodka para seis años en la despensa?
Su padre pareció sorprendido.
Ambos hombres miraron a Katerina, que se ruborizó. Entonces encendió la radio y bajó el volumen hasta un rumor susurrante. Volodia se preguntó si sospecharía de la presencia de aparatos de escucha en el piso.
Ella habló en voz baja pero con rotundidad.
—¿Qué usaréis como moneda de cambio cuando lleguen los alemanes? —preguntó—. Dejaremos de pertenecer a la élite privilegiada. Moriremos de hambre a menos que podamos comprar comida en el mercado negro. Yo estoy demasiado vieja para hacer la calle. El vodka será más valioso que el oro.
A Volodia le impactó oír a su madre hablando de ese modo.
—Los alemanes no van a llegar hasta aquí —afirmó su padre.
Su hijo no estaba seguro. El ejército alemán volvía a avanzar, cerrando las fauces de su cepo en torno a Moscú. Habían llegado hasta Kalinin por el norte y hasta Kaluga por el sur, ambas ciudades a tan solo ciento sesenta kilómetros de la capital. Las bajas soviéticas eran increíblemente numerosas. Hacía un mes, 800.000 soldados del Ejército Rojo habían combatido en defensa de la primera línea, pero solo habían sobrevivido 90.000, según los cálculos que habían llegado al despacho de Volodia.
—¿Quién demonios va a detenerlos? —preguntó a su padre.
—Sus líneas de abastecimiento no dan más de sí. No están preparados para pasar nuestro invierno. Contraatacaremos cuando sus fuerzas estén debilitadas.
—Entonces, ¿por qué estáis evacuando al gobierno de Moscú?
La burocracia estaba en proceso de ser trasladada a un lugar situado a tres mil kilómetros al este, a la ciudad de Kuibishev. Los ciudadanos de la capital se sintieron turbados ante la visión de los funcionarios gubernamentales saliendo de los edificios de oficinas, con sus cajas llenas de archivos que cargaban en camiones.
—Es solo por precaución —afirmó Grigori—. Stalin sigue aquí.
—Hay una solución —terció Volodia—. Tenemos cientos de miles de hombres en Siberia. Los necesitamos como refuerzos.
Grigori sacudió la cabeza.
—No podemos dejar el este sin defensas. Japón sigue constituyendo una amenaza.
—Japón no nos atacará, ¡eso ya lo sabemos! —Volodia miró a su madre. Sabía que no debía hablar sobre secretos de Estado delante de ella, pero lo hizo de todas formas—. Nuestro hombre en Tokio, que nos advirtió, con razón, de que los alemanes estaban a punto de invadir, nos asegura que los japoneses no lo harán. ¡No vamos a cometer el error de no creerle por segunda vez!
—Valorar la veracidad de la información de los servicios secretos no ha sido jamás una tarea fácil.
—¡No tenemos otra alternativa! —exclamó Volodia, furioso—. Tenemos doce ejércitos en reserva, un millón de hombres. Si los desplegáramos, Moscú podría resistir. Si no lo hacemos, estamos acabados.
Grigori parecía consternado.
—No hables así, ni siquiera en casa.
—¿Por qué no? De todas formas, pronto estaré muerto.
Su madre rompió a llorar.
—Mira lo que has hecho —le reprochó su padre.
Volodia salió de la sala. Mientras se calzaba las botas se preguntó por qué le habría gritado a su padre y habría hecho llorar a su madre. Se dio cuenta de que había sido porque ahora ya estaba convencido de que Alemania vencería a la Unión Soviética. El alijo de vodka de su madre para usarlo como moneda de cambio durante la ocupación nazi lo había obligado a enfrentarse a la realidad. «Vamos a perder —se dijo—. Ya se vislumbra el final de la Revolución rusa.»
Se puso el abrigo y el gorro. Y entonces regresó a la cocina. Besó a su madre y abrazó a su padre.
—¿A qué viene esto? —preguntó Grigori—. Si solo te vas a trabajar.
—Es por si no volvemos a vernos —anunció Volodia. Y salió.
Cuando cruzó el puente se percató de que todos los transportes públicos estaban parados. El metro estaba cerrado y no había ni autobuses de línea ni tranvías.
Por lo visto, todo eran malas noticias.
El boletín de aquella mañana del Buró Soviético de Información, retransmitido por radio y por los altavoces pintados de negro instalados en los postes de las esquinas, había hecho gala de una honestidad poco frecuente.
—Durante la noche del 14 al 15 de octubre, la posición del frente occidental ha empeorado —afirmaba—. Un gran número de tanques alemanes ha penetrado en nuestras defensas. —Todo el mundo sabía que el Buró Soviético de Información siempre mentía, así que supusieron que la situación real era mucho más adversa.
El centro de la ciudad estaba atestado de refugiados. Llegaban en oleadas continuas del oeste, con sus pertenencias en carros, con rebaños de vacas escuálidas, cerdos mugrientos y ovejas mojadas, con dirección a la zona rural situada al este de Moscú, desesperados por distanciarse lo máximo posible del avance alemán.
Volodia intentó que alguien lo llevase en coche. No había mucho tráfico civil en Moscú por aquellos días. El combustible se ahorraba para los incontables convoyes militares que circulaban por la Sadovaya, una de las avenidas circulares que rodeaban el centro de la ciudad. Lo recogió un todoterreno GAZ-64 nuevo.
Mirando desde el vehículo sin capota, observó los graves destrozos producidos por las bombas. Los diplomáticos que regresaban desde Inglaterra afirmaban que aquello no era nada en comparación con el Blitz de Londres, aunque a los moscovitas les parecía una verdadera catástrofe. Volodia pasó junto a numerosos edificios en ruinas y decenas de casas de madera calcinadas.
Grigori, al mando de la defensa antiaérea, había instalado cañones antiaéreos en las azoteas de los edificios más altos y se lanzaron globos de barrera para que flotasen por debajo de las nubes de nieve. Su decisión más extravagante había consistido en ordenar que se pintasen las cúpulas doradas en forma de cebolla de las iglesias de verde y marrón de camuflaje. Había reconocido ante Volodia que esa medida no afectaba en absoluto en la precisión del ataque, pero que, según dijo, confería a los ciudadanos la sensación de que los estaban protegiendo.
Si los alemanes ganaban, y los nazis gobernaban Moscú, el sobrino y la sobrina de Volodia, los mellizos de su hermana, Ania, crecerían no como comunistas patrióticos, sino como esclavos de los nazis, leales a Hitler. Rusia sería como Francia, un país servil, tal vez gobernado en parte por un gobierno profascista que deportaría a los judíos para enviarlos a campos de concentración. La simple idea le resultaba insoportable. Volodia deseaba un futuro en el que la Unión Soviética pudiera liberarse del maligno yugo de Stalin y de la brutalidad de la policía secreta, y empezar a construir un verdadero comunismo.
Cuando Volodia llegó al cuartel general en el aeródromo de Jodinka, encontró la atmósfera llena de copos grisáceos que no eran de nieve, sino de ceniza. El Servicio Secreto del Ejército Rojo estaba quemando sus archivos para evitar que cayeran en manos enemigas.
Poco después de haber llegado, el coronel Lemítov se presentó en su despacho.
—Envió usted un informe a Londres sobre un médico alemán llamado Wilhelm Frunze. Fue una ocurrencia muy inteligente. Al final ha resultado ser un pez gordo. Bien hecho.
«¿Y eso qué importa ahora?», pensó Volodia. Los Panzer estaban a tan solo ciento sesenta kilómetros. Era demasiado tarde para que los espías pudieran ayudar. Sin embargo, se obligó a concentrarse.
—Frunze, sí. Fui al colegio con él en Berlín.
—Los agentes de Londres han contactado con él y está dispuesto a hablar. Se han reunido en una vivienda segura. —Mientras Lemítov hablaba, jugueteaba con su reloj de pulsera. No era muy típico de él mostrarse tan inquieto. Saltaba a la vista que estaba en tensión. Todo el mundo estaba en tensión.
Volodia no dijo nada. Era evidente que parte de la información de la reunión se había filtrado; de otro modo, Lemítov no habría dicho aquello.
—Londres dice que Frunze se mostró receloso al principio y que sospechaba que nuestro hombre pertenecía a la policía secreta británica —comentó Lemítov con una sonrisa—. De hecho, tras la entrevista inicial, acudió a Kensington Palace Gardens, llamó a la puerta de nuestra embajada y exigió que le confirmasen que nuestro hombre ¡era realmente de los nuestros!
Volodia sonrió.
—Un auténtico aficionado.
—Exacto —confirmó Lemítov—. Un señuelo para la desinformación jamás habría cometido una estupidez así.
La Unión Soviética todavía no estaba acabada, no del todo; así que Volodia debía continuar como si el asunto de Willi Frunze tuviera importancia.
—¿Qué información nos ha proporcionado, señor?
—Afirma que sus colegas científicos y él están colaborando con los estadounidenses en la creación de una súper bomba.
Volodia, atónito, recordó lo que le había dicho Zoya Vorotsintsev. Aquello confirmaba sus más funestos temores.
—Hay un problema con la información —prosiguió Lemítov.
—¿Cuál?
—La hemos traducido, pero seguimos sin entender una palabra. —Lemítov pasó a Volodia un fajo de hojas mecanografiadas.
Volodia leyó uno de los títulos en voz alta.
—«Separación del isótopo por difusión gaseosa.»
—Ya ve lo que quiero decir.
—Yo estudié idiomas en la universidad, no física.
—Pero usted había mencionado a una física que conocía. —Lemítov sonrió—. Una rubia estupenda que rechazó una invitación suya para ir al cine, si no recuerdo mal.
Volodia se ruborizó. Había hablado a Kamen sobre Zoya, y Kamen debía de haber estado chismorreando sobre el tema. El problema de tener a un espía de jefe era que no se le escapaba ni una.
—Es una amiga de la familia. Me habló sobre un proceso explosivo llamado fisión. ¿Quiere que la interrogue?
—De forma extraoficial y sin presiones. No quiero que se arme un alboroto hasta que lo haya entendido. Puede que Frunze sea un chiflado, y no conviene que nos haga quedar como idiotas. Averigüe de qué tratan los informes, y si las afirmaciones de Frunze tienen alguna base científica. Si dice la verdad, ¿pueden los ingleses y los estadounidenses estar creando una súper bomba? ¿Y también los alemanes?
—Hace dos o tres meses que no veo a Zoya.
Lemítov se encogió de hombros. En realidad no importaba lo bien que Volodia conociese a Zoya. En la Unión Soviética, responder a preguntas de las autoridades jamás era algo opcional.
—La localizaré.
Lemítov asintió en silencio.
—Hágalo hoy. —Y salió.
Volodia frunció el entrecejo, pensativo. Zoya tenía la certeza de que los estadounidenses estaban trabajando en una súper bomba, y había sido lo bastante persuasiva como para convencer a Grigori, quien, a su vez, lo había hablado con Stalin, que, sin embargo, no lo había tomado en serio. Ahora había un espía en Inglaterra que afirmaba lo mismo que Zoya. Daba la impresión de que ella había estado en lo cierto. Y de que Stalin se había equivocado… otra vez.
Los gobernantes de la Unión Soviética tenían una peligrosa tendencia a negar la autenticidad de las malas noticias. Hacía una semana, sin ir más lejos, una misión de reconocimiento aéreo había localizado vehículos blindados alemanes a tan solo ciento treinta kilómetros de Moscú. El Estado Mayor se había negado a creerlo hasta que el avistamiento fue confirmado en dos ocasiones. A continuación, argumentando «provocación», había ordenado al NKVD el arresto y tortura del oficial de operaciones aéreas que había entregado el informe.
Resultaba difícil pensar a largo plazo cuando los alemanes estaban tan cerca, pero la posibilidad de que cayera una bomba que arrasara con Moscú no podía descartarse, incluso en ese momento de peligro extremo. Si los soviéticos vencían a los alemanes, después podían sufrir el ataque de Inglaterra y Estados Unidos: algo parecido a lo que había ocurrido tras la guerra de 1914-1918. ¿Se encontraría la URSS indefensa ante una súper bomba imperialista y capitalista?
Volodia encargó a su ayudante, el teniente Belov, que averiguase el paradero de Zoya.
Mientras esperaba que le remitieran la dirección, Volodia estudió los informes de Frunze, en su versión original en inglés y en la traducción, y memorizó lo que parecían las frases principales, pues no podía sacar los documentos del edificio. Después de una hora entendió lo suficiente como para hacer más preguntas.
Belov averiguó que Zoya no estaba ni en la universidad ni en el edificio de apartamentos cercano al campus y destinado a los científicos. Sin embargo, el administrador del edificio le contó que los residentes más jóvenes habían sido llamados a colaborar en la construcción de defensas internas para la ciudad, y le indicó la dirección donde podía estar trabajando Zoya.
Volodia se puso el abrigo y salió.
Se sentía emocionado, aunque no estaba seguro si era por Zoya o por la súper bomba. Tal vez fuera por ambas cosas.
Pudo conseguir una limusina ZIS militar con chófer.
Al pasar por la estación de Kazán —de donde partían los trenes con dirección el este—, vio lo que parecía una revuelta en toda regla. Por lo visto, la gente no podía entrar en la estación, ni mucho menos subir a los trenes. Una gran masa de hombres y mujeres luchaba para llegar a las puertas de entrada con sus hijos, sus mascotas, sus maletas y sus baúles. Volodia se sintió conmocionado al ver que, a tal fin, se propinaban puñetazos y patadas sin reparo. Unos pocos policías contemplaban la escena, impotentes: habría hecho falta un ejército para imponer el orden.
Los chóferes del ejército solían ser tipos taciturnos, pero este se sintió impelido a hacer un comentario.
—¡Putos cobardes! —espetó—. Van y se escapan, y nos dejan aquí para luchar contra los nazis. Mírelos, con sus putos abrigos de pieles.
Volodia estaba sorprendido. La crítica a la élite gobernante era peligrosa. Comentarios de esa clase podían provocar que recayera una denuncia sobre quien los hacía. Luego, el denunciado pasaría una semana o dos en el sótano del cuartel general del NKVD, en la plaza de Lubianka. Era posible que saliera de allí lisiado de por vida.
Volodia tenía la desconcertante sensación de que el rígido sistema de jerarquía y deferencia que sostenía al comunismo soviético empezaba a debilitarse y a desintegrarse.
Encontraron al grupo de las barricadas justo donde había supuesto el administrador del edificio. Volodia bajó del coche, indicó al conductor que esperase y observó la obra.
Se trataba de una vía central cubierta de «erizos» para la defensa antitanque. Un erizo era una estructura construida con tres tramos de vía de acero, de un metro de longitud cada uno, unidos por el centro en forma de asterisco, que se sostenía en pie sobre tres pies y del que asomaban tres brazos hacia arriba. Por lo visto, impedían el rodaje de las orugas de los tanques.
Detrás del campo de erizos estaban cavando una zanja con piquetas y palas, y detrás de aquello estaban levantando un muro, con huecos para los francotiradores. Habían dejado un angosto camino en zigzag entre los obstáculos con el fin de que la ruta siguiera siendo transitable para los moscovitas hasta que llegasen los alemanes.
Casi todas las personas que se afanaban en la excavación y la construcción de estructuras eran mujeres.
Volodia encontró a Zoya junto a un montículo de arena, llenando sacos con ayuda de una pala. Se quedó mirándola desde lejos un minuto. Llevaba un abrigo polvoriento, manoplas de lana y botas de fieltro. Llevaba el pelo rubio peinado hacia atrás y cubierto con un pañuelo descolorido anudado bajo la barbilla. Tenía el rostro manchado de barro, pero seguía pareciendo atractiva. Movía la pala de forma rítmica y trabajaba con diligencia. Entonces, el supervisor sopló un silbato y el trabajo se detuvo.
Zoya se sentó sobre una pila de sacos de arena y se sacó del bolsillo de su abrigo un pequeño paquete envuelto con papel de periódico. Volodia se sentó junto a ella.
—Podrías conseguir una excedencia de este trabajo —le dijo.
—Es mi ciudad —terció ella—. ¿Por qué no querría colaborar en su defensa?
—Así que no huyes al este.
—No pienso huir de esos putos nazis.
Su vehemencia lo sorprendió.
—Hay mucha gente que sí lo hace.
—Ya lo sé. Creía que tú te habrías ido hacía tiempo.
—No me tienes en muy alta estima. Crees que pertenezco a una élite egoísta.
Ella se encogió de hombros.
—Los que tienen la oportunidad de salvarse, suelen hacerlo.
—Bueno, pues te equivocas. Toda mi familia sigue aquí, en Moscú.
—Puede que te haya juzgado mal. ¿Quieres una tortita? —Abrió el paquete de papel de periódico y descubrió cuatro pálidas tortas envueltas en hojas de col—. Prueba una.
Él aceptó la invitación y dio un mordisco. No era muy sabrosa.
—¿Qué es?
—Mondaduras de patata. Te dan un cubo gratis en la puerta trasera de cualquier cantina del partido o del comedor de los oficiales. Se rallan bien con el rallador, se hierven hasta reblandecerlas, se mezclan con un poco de harina y leche, se añade sal, si tienes, y se fríen con manteca.
—No sabía que estabas tan necesitada —comentó él, abochornado—. En nuestra casa siempre tendrás un plato de comida.
—Gracias. ¿Qué te trae por aquí?
—Una pregunta. ¿Qué es la separación del isótopo por difusión gaseosa?
Ella se quedó mirándolo.
—¡Oh, Dios mío!, ¿qué ha ocurrido?
—No ha ocurrido nada. Solo intento valorar cierta información de naturaleza dudosa.
—¿Al final estamos construyendo la bomba de fisión nuclear?
La reacción que tuvo Zoya le dio indicios de que la información de Frunze era probablemente real. Ella había entendido de inmediato la importancia de sus palabras.
—Por favor, responde la pregunta —exigió Volodia con seriedad—. Aunque seamos amigos, este es un asunto oficial.
—Está bien. ¿Sabes lo que es un isótopo?
—No.
—Algunos elementos existen en formas ligeramente distintas. Los átomos de carbono, por ejemplo, siempre tienen seis protones, pero algunos tienen seis neutrones y otros tienen siete u ocho. Los distintos tipos son los isótopos, llamados carbono 12, carbono 13 y carbono 14.
—Es bastante simple, incluso para un estudiante de letras —dijo Volodia—. ¿Por qué es importante?
—El uranio tiene dos isótopos, el U-235 y el U-238. En el uranio natural ambos están mezclados. Pero solo el U-235 es explosivo.
—Así que tenemos que separarlos.
—En teoría, la difusión gaseosa sería una forma. Cuando se difunde un gas a través de una membrana, las moléculas más ligeras la atraviesan más deprisa, por eso el gas emergente es más rico en el isótopo más bajo. Por supuesto, yo nunca lo he visto hacer.
Frunze aseguraba en su informe que los ingleses estaban construyendo una planta de difusión en Gales, al oeste del Reino Unido. Los estadounidenses estaban construyendo otra.
—¿Una planta así podría destinarse a alguna otra cosa?
—No conozco ningún otro motivo para la separación de isótopos. —Zoya negó con la cabeza—. Imagina las posibilidades. Cualquiera que dé prioridad a esa clase de proceso en época de guerra, o bien se ha vuelto majara o está construyendo un arma.
Volodia vio un coche que se acercaba a la barricada y empezó a abrirse paso por el camino en zigzag. Era un KIM-10, un pequeño utilitario de dos puertas diseñado para familias acomodadas. Alcanzaba los ciento diez kilómetros por hora, pero ese iba tan sobrecargado que seguramente no llegaba a los sesenta.
Un hombre sesentón iba al volante, llevaba sombrero y abrigo de paño de estilo occidental. Junto a él viajaba una joven con gorro de pieles. El asiento trasero del coche estaba atestado de cajas de cartón apiladas. Había un piano cuidadosamente atado en la baca del coche.
A todas luces se trataba de un alto cargo de la élite gobernante intentando salir de la ciudad con su esposa o su amante, como muchas de las otras propiedades que se llevaba; la clase de individuo que Zoya había supuesto que era Volodia. Seguramente ese había sido el motivo por el que había rechazado su invitación para ir al cine. Él se preguntó si estaría replanteándose la opinión que tenía sobre su persona.
Una de las voluntarias de la barricada situó uno de los erizos frente al KIM-10, y Volodia intuyó que habría problemas.
El coche fue avanzando milímetro a milímetro hasta que el parachoques topó con la defensa antitanque. Quizá el conductor pensase que podría apartarlo a empujones. Otras muchas mujeres se acercaron a mirar. El artefacto estaba diseñado para resistir ante una fuerza ejercida para desplazarlo. Sus patas se clavaron en el suelo, hasta el fondo, y resistió con firmeza. Se oyó el ruido del metal que se hundía cuando el parachoques del coche empezó a deformarse. El conductor metió la marcha atrás y retrocedió.
Asomó la cabeza por la ventanilla.
—¡Apartad eso de ahí ahora mismo! —gritó. Por su tono, parecía que estaba acostumbrado a que lo obedeciesen.
La voluntaria, una mujer corpulenta de mediana edad con gorra masculina a cuadros, se cruzó de brazos.
—¡Aparta tú, desertor! —respondió a gritos.
El conductor salió del coche con el semblante encendido por la rabia, y a Volodia le sorprendió ver que se trataba del coronel Bobrov, a quien había conocido en España. Bobrov se había hecho famoso por pegar un tiro en la nuca a sus propios hombres si se batían en retirada. «No hay piedad para los cobardes» era su lema. En Belchite, Volodia lo había visto matar a un brigadista internacional por batirse en retirada cuando se quedaron sin munición. En ese momento, Bobrov vestía de civil. Volodia se preguntó si dispararía a la mujer que estaba impidiéndole el paso.
Bobrov se situó delante del coche y agarró el erizo. Pesaba más de lo que esperaba, pero, esforzándose un poco, fue capaz de apartarlo del camino.
Mientras se dirigía de regreso al coche, la mujer de la gorra a cuadros volvió a poner la defensa frente al automóvil.
Las demás voluntarias se habían aproximado al lugar, observaban el enfrentamiento, sonreían satisfechas y empezaban a hacer bromas.
Bobrov se dirigió hacia la mujer y se sacó del bolsillo del abrigo su tarjeta de identidad.
—¡Soy el general Bobrov! —exclamó. Debían de haberlo ascendido desde su regreso de España—. ¡Déjame pasar!
—¿Y te consideras un soldado? —preguntó la mujer con sorna—. ¿Por qué no estás luchando?
Bobrov se ruborizó. Sabía que aquel reproche estaba justificado. Volodia se preguntó si el viejo y sangriento militar habría sido inducido a la huida por aquella joven esposa.
—Yo digo que eres un traidor —sentenció la voluntaria de la gorra—, que intenta huir con su piano y su putita. —Entonces le quitó el sombrero a Bobrov de un manotazo.
Volodia se quedó pasmado. Jamás había presenciado tamaño desafío a la autoridad en la Unión Soviética. Estando en Berlín, antes de que los nazis subieran al poder, le había sorprendido ver a alemanes de a pie discutiendo sin miedo con agentes de policía; eso no ocurría en Moscú.
La multitud de mujeres vitoreó a su camarada.
Bobrov llevaba el pelo cortado al uno. Se quedó mirando su sombrero mientras este salía rodando por el húmedo camino. Dio un paso para ir tras él, pero se lo pensó mejor.
Volodia no sintió la tentación de intervenir. No había nada que pudiera hacer para impedir el altercado, y, en cualquier caso, no sentía simpatía alguna hacia Bobrov. Le parecía justo que tratasen al general con la misma brutalidad que él había demostrado siempre para con los demás.
Otra voluntaria, una mujer mayor envuelta en una sucia manta, abrió el maletero del coche.
—¡Mirad todo esto! —gritó.
El maletero estaba lleno de maletas de piel. Tiró una de ellas y reventó los cierres. La tapa se abrió de golpe y cayó al suelo todo el contenido: ropa interior de encaje, combinaciones y camisones de lino, medias y camisolas de seda, todo evidentemente fabricado en Occidente, más delicado de lo que cualquier mujer rusa pudiera haber visto jamás y, ni que decir tiene, comprado jamás. Las prendas transparentes cayeron a la sucia nieve fangosa y quedaron allí, enterradas como pétalos en un estercolero.
Algunas de las mujeres empezaron a recogerlas. Otras sacaron más maletas. Bobrov corrió a la parte trasera del coche y empezó a apartarlas a empujones. Volodia observó que la escena se volvía cada vez más desagradable. Bobrov iba armado casi con total seguridad y podía sacar la pistola en cualquier momento. Sin embargo, la mujer de la manta levantó una pala y golpeó al general en la cabeza. Una mujer capaz de cavar una zanja con una pala no era precisamente una delicada florecilla, así que el golpe produjo un repulsivo ruido sordo al impactar contra el cráneo. El general cayó al suelo y la mujer lo pateó.
La joven amante salió del coche.
—¿Has venido para ayudarnos a cavar? —le gritó la voluntaria de la gorra, y las demás empezaron a reír.
La querida del general, que debía de tener unos treinta años, agachó la cabeza y regresó por el camino que había recorrido el coche. La voluntaria de la gorra a cuadros la empujó, pero la joven la esquivó agachándose entre los erizos y apretó a correr. La voluntaria le salió a la zaga. La amante del general llevaba tacones de ante, resbaló en el suelo húmedo y cayó. Su sombrero de pieles salió disparado. Se levantó como pudo y volvió a correr. La voluntaria fue a por el gorro y dejó escapar a la querida.
En ese momento, la totalidad de las maletas yacían abiertas alrededor del coche abandonado. Las trabajadoras sacaron las cajas del asiento trasero y las volcaron en la acera, vaciaron su contenido en la calle. Se desparramó un juego de cubertería, se rompió la porcelana y la cristalería se hizo trizas. Las sábanas bordadas a mano y las blancas toallas cayeron en la nieve fangosa. Una docena de hermosos pares de zapatos quedaron desperdigados sobre el asfalto.
Bobrov se arrodilló e intentó ponerse en pie. La mujer de la manta volvió a golpearle con la pala. Bobrov se desplomó sobre el suelo. Ella desabrochó el fino abrigo del general e intentó quitárselo. Bobrov luchaba, intentaba resistirse. La mujer se puso furiosa y volvió a golpearle hasta que él quedó inmóvil, con su cabeza de pelo cano cortado al uno cubierta de sangre. Entonces la mujer lanzó la manta y se puso el abrigo del general.
Volodia caminó hacia el cuerpo inerte de Bobrov. Tenía la mirada fija en unos ojos vítreos. Volodia se arrodilló para comprobar si respiraba, si le latía el corazón o si tenía pulso. No detectó ninguno de esos signos vitales. El hombre estaba muerto.
—No hay piedad para los cobardes —dijo Volodia, aunque cerró los ojos a Bobrov.
Algunas de las mujeres desembalaron el piano. El instrumento cayó deslizándose desde la baca del coche e impactó contra el suelo y se oyó un estruendo discordante. Empezaron a regodearse con su destrucción a fuerza de picotazos y paletazos. Otras se peleaban por los objetos de valor desparramados por la calle, recogían como podían la cubertería, se metían bajo la ropa las sábanas, y desgarraban la lencería íntima al luchar por quedársela. Estallaron rencillas por doquier. Una tetera de porcelana salió disparada y no dio en la cabeza a Zoya de puro milagro.
Volodia regresó corriendo a su lado.
—Esto está convirtiéndose en una revuelta en toda regla —dijo—. Cuento con un vehículo militar con chófer. Te sacaré de aquí.
Ella dudó tan solo un instante.
—Gracias —respondió, y salieron corriendo en dirección al vehículo, subieron de un salto y se alejaron de allí.