El teléfono del escritorio de Greg Peshkov sonó una calurosa mañana de julio. Acababa de terminar su penúltimo año en Harvard y, durante el verano, volvía a realizar prácticas en el Departamento de Estado, en la oficina de prensa. Se le daban muy bien la física y las matemáticas, y superó los exámenes sin esfuerzo, pero no tenía ningún interés en convertirse en científico puesto que su verdadera pasión era la política. Respondió a la llamada.
—Greg Peshkov.
—Buenos días, señor Peshkov. Soy Tom Cranmer.
A Greg se le aceleró un poco el corazón.
—Gracias por devolverme la llamada. Es evidente que se acuerda de mí.
—Hotel Ritz-Carlton, 1935. Es la única vez que han publicado una foto mía en el periódico.
—¿Todavía es el detective del hotel?
—Cambié al ramo del comercio. Ahora soy detective en unos grandes almacenes.
—¿Ha trabajado alguna vez por cuenta propia?
—Por supuesto. ¿En qué está pensando?
—Estoy en mi despacho. Me gustaría que habláramos en privado.
—Trabaja en el Viejo Edificio de la Oficina Ejecutiva, enfrente de la Casa Blanca.
—¿Cómo sabe eso?
—Soy detective.
—Claro.
—Estoy a dos pasos, en el café Aroma, en la esquina de las calles F y Diecinueve.
—Ahora mismo no puedo ir. —Greg miró el reloj—. De hecho, tengo que colgar inmediatamente.
—Esperaré.
—Deme una hora.
Greg se precipitó escaleras abajo, y llegó a la entrada principal justo en el momento en que en la calle se apagaba el ruido del motor de un Rolls-Royce. Un chófer con sobrepeso salió del vehículo y abrió la portezuela trasera. El pasajero que se apeó era alto, delgado y bien parecido, con una gran mata de pelo plateado. Llevaba un traje cruzado de franela gris perla y corte perfecto que lo envolvía con un estilo que solo los sastres de Londres eran capaces de conseguir. Subió los peldaños de granito que daban acceso al colosal edificio mientras el grueso chófer corría tras él con su maletín.
Se trataba de Sumner Welles, subsecretario de Estado, número dos del Departamento de Estado y amigo personal del presidente Roosevelt.
El chófer estaba a punto de entregar el maletín a un ujier del Departamento de Estado cuando Greg se adelantó.
—Buenos días, señor —saludó, y, como quien no quiere la cosa, tomó el maletín de la mano del chófer mientras mantenía la puerta abierta. Luego siguió a Welles hacia el interior del edificio.
Greg consiguió entrar a trabajar en la oficina de prensa gracias a los artículos bien documentados y de redacción fluida que había realizado para el Harvard Crimson, pero no tenía ningunas ganas de acabar como agregado de prensa. Sus ambiciones eran mayores.
Admiraba a Sumner Welles, que le recordaba a su padre. Su buena apariencia, sus prendas selectas y su aire cautivador escondían una personalidad implacable. Welles estaba decidido a desbancar a su jefe, el secretario de Estado Cordell Hull, y nunca vacilaba a la hora de actuar a sus espaldas y hablar directamente con el presidente, lo cual sacaba de quicio a Hull. A Greg le resultaba muy estimulante estar tan cerca de alguien que tenía poder y no temía utilizarlo; era lo que a él le gustaría ser.
Welles se había fijado en él. La gente solía fijarse en Greg, en especial cuando él lo propiciaba, pero en el caso de Welles entraba en juego otro factor. Aunque estaba casado (con una heredera y, al parecer, felizmente), sentía debilidad por los jóvenes atractivos.
Greg era heterosexual hasta la médula. En Harvard tenía novia formal, una estudiante de Radcliffe llamada Emily Hardcastle que le había prometido colocarse un dispositivo intrauterino antes de septiembre; y en Washington salía con Rita, la exuberante hija del congresista Lawrence de Texas. Con Welles, bailaba en la cuerda floja. Evitaba todo contacto físico mientras se mostraba lo bastante afable para seguir gozando de su favor. Y siempre trataba de permanecer alejado de él después de la hora del cóctel porque entonces el hombre entrado en años bajaba la guardia y empezaba a poner las manos donde no debía.
En esos momentos los altos cargos estaban acudiendo a la oficina para la reunión de las diez.
—Puedes quedarte, jovencito. Esto contribuirá a tu formación.
Greg estaba emocionadísimo. Se preguntaba si la reunión le brindaría la oportunidad de destacar, puesto que deseaba atraer la atención de los presentes e impresionarlos.
Al cabo de pocos minutos, llegó el senador Dewar con su hijo Woody. Padre e hijo eran desgarbados y tenían la cabeza grande, y llevaban sendos trajes muy parecidos de corte recto confeccionados con una veraniega tela de lino azul marino. Sin embargo, Woody se distinguía de su padre por su vena artística: las fotografías que había realizado para el Harvard Crimson le habían valido premios. Woody saludó con la cabeza al primer ayudante de Welles, Bexforth Ross. Debían de conocerse de antemano. Bexforth era un tipo excesivamente pagado de sí mismo que llamaba a Greg «Ruski» a causa de su apellido.
Welles fue el primero en tomar la palabra.
—Tengo que revelarles una información altamente confidencial que no debe comentarse fuera de esta sala. El presidente se reunirá con el primer ministro británico a principios del mes que viene.
Greg estuvo a punto de soltar una exclamación de asombro, pero se contuvo a tiempo.
—¡Estupendo! —dijo Gus Dewar—. ¿Dónde?
—El plan es que se encuentren en un barco en algún punto del Atlántico, por seguridad y también para ahorrarle parte del recorrido a Churchill. El presidente quiere que yo lo acompañe, mientras que el secretario de Estado, Hull, se quedará en Washington para ocuparse del negocio. También quiere que asista usted, Gus.
—Será un honor —dijo Gus—. ¿Cuál es el orden del día?
—Al parecer, los británicos han repelido la amenaza de invasión, pero son demasiado débiles para atacar a los alemanes en el continente europeo; a menos que nosotros les ayudemos. Con ese fin, Churchill nos pedirá que declaremos la guerra a Alemania. Nosotros nos negaremos, por supuesto. Cuando zanjemos eso, el presidente quiere que se firme una declaración de intenciones conjunta.
—Pero no de guerra —dijo Gus.
—No, porque Estados Unidos no está en guerra y no tiene previsto participar en ella. Sin embargo, somos aliados no beligerantes de los británicos, los abastecemos de prácticamente todo lo que necesitan con crédito ilimitado, y, cuando al fin se logre la paz, esperamos tener voto en la forma en que debe gobernarse el mundo en la era posterior a la guerra.
—¿Eso implica un fortalecimiento de la Sociedad de las Naciones? —preguntó Gus. Greg sabía que la idea le atraía, y a Welles también.
—Por eso quería hablar con usted, Gus. Si queremos que nuestro plan se lleve a cabo, tenemos que estar preparados. Tenemos que conseguir que Roosevelt y Churchill se comprometan a ello como parte de la declaración.
—Los dos sabemos que, en teoría, el presidente está a favor, pero le inquieta la opinión pública.
Entró un funcionario y entregó una nota a Bexforth. Este la leyó.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Qué pasa? —dijo Welles con irritación.
—El Consejo Imperial Japonés se reunió la semana pasada, como ya sabe —dijo Bexforth—. Hemos recibido información secreta sobre las deliberaciones.
No precisaba de dónde procedía la información, pero Greg ya sabía a qué se refería. La unidad de señales de los servicios secretos del ejército estadounidense era capaz de interceptar y descodificar mensajes que el Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón enviaba desde Tokio a sus embajadas en el extranjero. Los datos de esas descodificaciones se conocían con el nombre en clave de «MAGIC». Greg sabía algunas cosas sobre eso, a pesar de que no debería saberlas; de hecho, si el ejército llegaba a enterarse de que estaba al corriente del secreto, se armaría un escándalo de órdago.
—Los japoneses se plantean extender su imperio —prosiguió Bexforth. Greg sabía que ya se habían anexionado la vasta región de Manchuria y que habían enviado tropas a gran parte del resto de China—. Pero su preferencia no es avanzar en dirección oeste, hacia Siberia, lo que supondría entrar en guerra con la Unión Soviética.
—¡Qué bien! —exclamó Welles—. Eso significa que los rusos pueden concentrarse en combatir a los alemanes.
—Sí, señor. Pero esos japoneses planean ampliar su territorio hacia el sur, haciéndose primero con el control absoluto de Indochina y ocupando después las Indias Orientales Neerlandesas.
Greg se quedó anonadado. Eso era un bombazo, y él estaba entre los primeros en enterarse.
Welles estaba indignado.
—¡Pero bueno! ¡Eso no es ni más ni menos que una guerra imperialista!
—En rigor, Sumner, no se trata de ninguna guerra —terció Gus—. Los japoneses ya tienen tropas en Indochina, con permiso formal de la potencia colonial correspondiente, Francia, representada por el gobierno de Vichy.
—¡Títeres de los nazis!
—He dicho «en rigor». Y las Indias Orientales Neerlandesas, en teoría, dependen de los Países Bajos, ahora ocupados por los alemanes, que están más que satisfechos de que sus aliados japoneses ocupen una colonia neerlandesa.
—Eso son sutilezas.
—Sí, sutilezas a las que tendremos que hacer frente; seguro que, sin ir más lejos, el embajador japonés nos plantea la cuestión.
—Tiene razón, Gus, y gracias por ponerme sobre aviso.
Greg estaba pendiente de la menor oportunidad de intervenir en la conversación. Deseaba por encima de todo impresionar a las importantes figuras que tenía alrededor. No obstante, todos sabían muchas más cosas que él.
—¿Qué es lo que quieren los japoneses en última instancia? —preguntó Welles.
—Petróleo, caucho y estaño. Quieren asegurarse el acceso a los recursos naturales, lo cual no es de extrañar puesto que no paramos de interceptar su abastecimiento. —Estados Unidos había prohibido la exportación de bienes como el petróleo y la escoria de hierro a Japón, en un intento fallido de disuadir a los japoneses de anexionarse territorios aún más extensos de Asia.
Welles respondió de mal talante.
—La prohibición nunca se ha aplicado de forma muy estricta.
—No, pero, obviamente, basta con la amenaza para que en Japón cunda el pánico, puesto que apenas disponen de recursos naturales propios.
—Está claro que tenemos que tomar medidas más efectivas —soltó Welles—. Los japoneses tienen mucho dinero depositado en bancos estadounidenses. ¿Podemos congelar sus activos?
Los funcionarios presentes en la sala parecían desaprobar la idea, era demasiado radical.
—Supongo que sí —dijo Bexforth al cabo de unos instantes—. Surtiría más efecto que cualquier prohibición. De esa forma les será imposible comprar petróleo ni ninguna otra materia prima aquí, en Estados Unidos, porque no podrán pagarlo.
—El secretario de Estado, como siempre, tratará de evitar cualquier acción que pueda originar una guerra —observó Gus Dewar.
Tenía razón. Cordell Hull era cauto hasta el punto de resultar apocado, y muchas veces chocaba con el subsecretario Welles, de mayor empuje.
—El señor Hull siempre ha seguido esa línea, y muy sabiamente —opinó Welles. El protocolo lo exigía, aunque todos sabían que no hablaba con sinceridad—. No obstante, Estados Unidos debe pasearse por el escenario internacional con la cabeza bien alta. Somos prudentes, no cobardes. Pienso plantearle la idea de la congelación de activos al presidente.
Greg estaba impresionado. Eso era lo que significaba el poder. En un abrir y cerrar de ojos, Welles podía realizar una propuesta capaz de convulsionar a una nación entera.
Gus Dewar frunció el entrecejo.
—Si Japón no puede importar petróleo, su economía quedará paralizada y su ejército carecerá de poder.
—¡Lo cual es fantástico! —exclamó Welles.
—¿En serio? ¿Qué imagina que hará el gobierno militar de Japón ante semejante catástrofe?
A Welles no le gustaba que lo contradijeran.
—¿Por qué no me lo dice usted, senador?
—No lo sé. Pero creo que deberíamos tener una respuesta antes de actuar. Los hombres desesperados son peligrosos. Y sé que Estados Unidos no está preparado para entrar en guerra con Japón. Nuestra marina no está preparada, y nuestras fuerzas aéreas tampoco.
Greg vio su oportunidad de intervenir y la aprovechó.
—Señor subsecretario, tal vez le sería de ayuda saber que un sesenta y seis por ciento de la opinión pública es más partidaria de entrar en guerra con Japón que de la contemporización.
—Buena observación, Greg, gracias. Los estadounidenses no están dispuestos a consentir que Japón se salga con la suya.
—Pero tampoco quieren la guerra —dijo Gus—. Da igual lo que diga el sondeo.
Welles cerró la carpeta que tenía sobre el escritorio.
—Bueno, senador, estamos de acuerdo en lo de la Sociedad de las Naciones y discrepamos respecto a lo de Japón.
Gus se puso en pie.
—Y en ambos casos la decisión la tomará el presidente.
—Me alegro de que haya venido a verme.
La reunión finalizó.
Cuando Greg se marchó, no cabía en la piel de satisfacción. Lo habían invitado a la reunión informativa, se había enterado de noticias sorprendentes y había hecho un comentario que Welles le agradeció. Era una maravillosa manera de empezar el día.
Salió disimuladamente del edificio y se dirigió al café Aroma.
Hasta entonces, nunca había contratado los servicios de un detective privado. Tenía una vaga sensación de estar comportándose de forma ilícita. No obstante, Cranmer era un ciudadano respetable, y, además, no tenía nada de delictivo tratar de ponerse en contacto con una antigua novia.
En el café Aroma había dos chicas con aspecto de secretarias tomándose un respiro, una pareja de edad disfrutando de un día de compras y Cranmer, un hombre corpulento con un traje de arrugado cloqué, apurando un cigarrillo. Greg se sentó a su mesa y pidió a la camarera que le sirviera un café.
—Estoy tratando de recuperar el contacto con Jacky Jakes —explicó a Cranmer.
—¿La muchacha de color?
Entonces sí que era una muchacha, pensó Greg con nostalgia; tenía la tierna edad de dieciséis años, aunque intentaba parecer mayor.
—Han pasado seis años —dijo a Cranmer—. Ya no es ninguna muchacha.
—Fue su padre quien la contrató para la pantomima, no yo.
—No quiero preguntarle a él. Usted puede encontrarla, ¿verdad?
—Espero que sí. —Cranmer sacó un pequeño cuaderno y un lápiz—. Imagino que Jacky Jakes es un seudónimo, ¿no?
—En realidad se llama Mabel Jakes.
—Y es actriz, ¿verdad?
—Quería serlo. No tengo noticia de que lo haya conseguido. —La chica derrochaba atractivo y encanto, pero no había muchos papeles para actores de color.
—Está claro que no aparece en el listín telefónico, si no, no me necesitaría.
—Podría tratarse de un error, pero lo más probable es que no pueda permitirse pagar el teléfono.
—¿Ha vuelto a verla desde 1935?
—Dos veces. La primera, hace dos años, no muy lejos de aquí, en la calle E. La segunda vez fue hace dos semanas, a dos manzanas.
—Bueno, está clarísimo que no vive en este barrio tan lujoso, o sea que debe de trabajar por aquí. ¿Tiene alguna foto suya?
—No.
—Me acuerdo un poco de ella. Una chica guapa, de piel negra, con una amplia sonrisa.
Greg asintió, recordando su sonrisa de mil vatios.
—Solo quiero saber su dirección, para poder enviarle una carta.
—No necesito saber para qué quiere la información.
—Estupendo. —¿De verdad la cosa era tan fácil?, se preguntó Greg.
—Cobro diez dólares por día, con un mínimo de dos días, además de los gastos.
Era menos de lo que Greg esperaba. Sacó su billetera y entregó a Cranmer un billete de veinte dólares.
—Gracias —dijo el detective.
—Buena suerte —dijo Greg.