El inspector Thomas Macke estaba furioso. Le habían hecho quedar como un idiota a los ojos del superintendente Kringelein y del resto de sus superiores. Él les había asegurado que había soldado la fuga. El secreto de Akelberg —y de hospitales similares situados en diversos lugares del país— estaba a salvo, había dicho. Había localizado a los tres agitadores, Werner Franck, el pastor Ochs y Walter von Ulrich, y, de diferentes formas, los había silenciado a los tres.
Y, aun así, el secreto se había difundido.
El responsable era un sacerdote joven y arrogante llamado Peter.
El padre Peter se encontraba frente a Macke en ese momento, desnudo, atado por las muñecas y los tobillos a una silla fabricada a tal efecto. Sangraba por los oídos, la nariz y la boca, y una capa de vómito le cubría el pecho. Tenía electrodos adheridos a los labios, los pezones y el pene. Una cinta alrededor de la frente impedía que se fracturase el cuello con las convulsiones.
Un médico sentado al lado del sacerdote le auscultaba el corazón con un estetoscopio y parecía vacilante.
—No aguantará mucho más —dijo con total naturalidad.
El sedicioso sermón del padre Peter se había propagado por todas partes. El obispo de Münster, un clérigo mucho más relevante, había pronunciado un sermón similar en el que había denunciado el programa T4 y apelado a Hitler para que salvara a aquellas personas de manos de la Gestapo, dando a entender astutamente que no era posible que el Führer tuviera conocimiento del programa, y ofreciendo así a Hitler un pretexto.
Aquel sermón se había mecanografiado y copiado y pasado de mano en mano por toda Alemania.
La Gestapo había detenido a todo aquel que había encontrado en posesión de una copia, en vano. Era la primera vez en la historia del Tercer Reich en que se producía una protesta pública contra una medida gubernamental.
La represión fue salvaje, pero infructuosa: los duplicados del sermón seguían proliferando, otros clérigos rezaban por los discapacitados e incluso se llevó a cabo una manifestación en Akelberg. El asunto estaba fuera de control.
Y Macke era el culpable.
Se inclinó sobre Peter. El sacerdote tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, pero estaba consciente.
—¿Quién te habló de Akelberg? —le gritó Macke al oído.
No hubo respuesta.
Peter era la única pista de que disponía Macke. Las indagaciones en la ciudad de Akelberg no habían reportado nada significativo. Reinhold Wagner había hablado de dos chicas que habían visitado el hospital en bicicleta, pero nadie sabía quiénes eran; y corría otro rumor sobre una enfermera que había renunciado de un día para otro, tras enviar una carta en la que decía que iba a casarse de forma precipitada aunque sin especificar con quién. Ninguna de las dos pistas había conducido a nada. En cualquier caso, Macke estaba seguro de que aquella calamidad no podía ser obra de dos crías.
Hizo un gesto afirmativo en dirección al técnico que operaba la máquina, y este accionó un mando.
Peter profirió un grito agónico cuando la corriente eléctrica empezó a recorrer su cuerpo destrozándole los nervios. Se convulsionó como si estuviera sufriendo un ataque y se le erizó el cabello.
El operador desconectó la corriente.
—¡Dime cómo se llama ese hombre! —gritó Macke.
Finalmente, Peter abrió la boca.
Macke se acercó más a él.
—No es un hombre —susurró Peter.
—¡Pues la mujer! ¡Dime cómo se llama!
—Es un ángel.
—¡Maldito seas! —Macke agarró el mando y lo accionó—. ¡Pienso seguir hasta que me lo digas! —bramó mientras Peter se sacudía y gritaba.
La puerta se abrió. Un joven detective asomó por ella, palideció y le hizo señas a Macke para que se acercase.
El técnico desconectó la corriente y los gritos cesaron. El médico se inclinó sobre el pecho de Peter.
—Discúlpeme, inspector Macke —dijo el detective—, pero el superintendente Kringelein le requiere.
—¿Ahora? —repuso Macke, irritado.
—Eso ha dicho, señor.
Macke miró al médico, y este se encogió de hombros.
—Es joven —dijo—. Seguirá vivo cuando vuelva.
Macke abandonó la sala y subió las escaleras con el detective. El despacho de Kringelein se encontraba en la primera planta. Macke llamó a la puerta y entró.
—El maldito cura todavía no ha hablado —dijo sin preámbulos—. Necesito más tiempo.
Kringelein era un hombre delgado y con lentes, inteligente pero de voluntad débil. Converso tardío al nazismo, no pertenecía a la élite de las SS. Carecía del fervor de entusiastas como Macke.
—No se moleste más con ese cura —dijo—. Ya no nos interesan los clérigos. Envíelos a un campo y olvídelos.
Macke no daba crédito a lo que acababa de oír.
—¡Pero esa gente ha conspirado para debilitar al Führer!
—Y lo ha conseguido —repuso Kringelein—. Mientras que usted ha fracasado.
Macke sospechaba que Kringelein se complacía de ello secretamente.
—Se ha tomado una decisión en las altas esferas —prosiguió el superintendente—. El Aktion T4 ha sido cancelado.
Macke estaba atónito. Los nazis nunca permitían que sus decisiones estuviesen influidas por los recelos de los ignorantes.
—¡No hemos llegado hasta aquí agachando la cabeza ante la opinión pública! —dijo.
—Pues esta vez vamos a hacerlo.
—¿Por qué?
—El Führer no ha podido explicarme su decisión en persona —contestó Kringelein con sarcasmo—, pero puedo adivinarlo. El programa ha suscitado protestas furiosas en un público por lo general pasivo. Si persistimos en él, nos arriesgamos a que estalle una confrontación abierta con iglesias de todas las fes, algo que no nos conviene. No debemos debilitar la unidad y la determinación del pueblo alemán, en especial ahora que estamos en guerra con la Unión Soviética, por el momento nuestro enemigo más fuerte. De modo que el programa queda cancelado.
—Muy bien, señor —dijo Macke, controlando su cólera—. ¿Algo más?
—Puede irse —dijo Kringelein.
Macke se dirigió a la puerta.
—Macke…
Se volvió.
—¿Sí, señor?
—Cámbiese de camisa.
—¿Cómo?
—La lleva manchada de sangre.
—Sí, señor. Lo lamento, señor.
Macke bajó las escaleras iracundo y con paso firme. Volvió a la sala del sótano. El padre Peter seguía vivo.
—¿Quién te habló de Akelberg? —volvió a bramar, furibundo.
No hubo respuesta.
Activó la corriente a la máxima potencia.
El padre Peter gritó durante largo rato; instantes después, se sumió en un último silencio.