X

Volodia Peshkov se alegraba de volver a estar en casa. Moscú se encontraba en el apogeo del verano, soleado y caluroso. El lunes 30 de junio volvió a la sede de los servicios secretos del Ejército Rojo, situados al lado del aeródromo de Jodinka.

Tanto Werner Franck como el espía de Tokio estaban en lo cierto: Alemania invadió la Unión Soviética el 22 de junio. Volodia y todo el personal de la embajada soviética en Berlín habían regresado a Moscú, en barco y en tren. A Volodia le habían dado prioridad y volvió antes que la mayoría; algunos todavía estaban de camino.

Volodia comprendía ahora cuánto lo deprimía Berlín. Los nazis resultaban tediosos con su fariseísmo y su triunfalismo. Eran como un equipo de fútbol después de ganar un partido, cada vez más borrachos y cansinos, negándose a irse a casa. Estaba harto de ellos.

Había quien podía decir que la URSS era parecida, con su policía secreta, su rígida ortodoxia y sus actitudes puritanas ante placeres tan abstractos como la pintura y la moda. Se equivocaban. El comunismo era una obra en construcción, y era normal cometer errores por el camino hacia una sociedad justa. El NKVD, con sus cámaras de tortura, era una aberración, un cáncer en el cuerpo del comunismo. Algún día lo extirparían. Pero probablemente no mientras durase la guerra.

En previsión del estallido de la guerra, hacía mucho tiempo que Volodia había equipado a sus espías de Berlín con radios clandestinas y códigos. Ahora era más primordial que nunca que aquel puñado de valerosos opositores de los nazis siguieran pasando información a los soviéticos. Antes de marcharse había destruido todo registro de sus nombres y sus direcciones, que solo conservaba ya en su memoria.

Había encontrado a sus padres sanos y bien, aunque su padre parecía agobiado: tenía en sus manos la responsabilidad de preparar Moscú para los bombardeos aéreos. Volodia había ido a ver a su hermana, Ania, al esposo de esta, Ilia Dvorkin, y a los mellizos, que ya tenían dieciocho meses, Dimitri, a quien llamaban Dimka, y Tatiana, a quien llamaban Tania. Desgraciadamente, a Volodia el padre de ambos le seguía pareciendo igual de ratonil y deleznable que siempre.

Tras un placentero día en casa y una noche de sueño reparador en su antigua habitación, estaba preparado para volver al trabajo.

Pasó por el detector de metales situado a la entrada de la sede de los servicios secretos. Los conocidos pasillos y escaleras le provocaron cierta nostalgia, pese a su estilo austero y pragmático. Caminando por ellos, casi esperaba que sus compañeros salieran a felicitarle; muchos de ellos debían de saber que había sido él quien había confirmado la Operación Barbarroja. Pero nadie lo hizo; quizá preferían ser discretos.

Accedió a un espacio amplio y abierto donde trabajaban mecanógrafos y archiveros, y habló con la recepcionista, una mujer de mediana edad.

—Hola, Nika. Veo que sigues aquí.

—Buenos días, capitán Peshkov —contestó ella, sin la calidez que él habría esperado—. El coronel Lemítov quiere verlo cuanto antes.

Al igual que el padre de Volodia, Lemítov no había sido lo bastante importante para que le afectase la gran purga llevada a cabo a finales de los años treinta, lo habían ascendido y ocupaba el puesto de su antiguo y desafortunado superior. Volodia no sabía mucho de la purga, pero le costaba creer que tantos veteranos hubiesen sido lo bastante desleales para merecer un castigo. Tampoco sabía en qué había consistido el castigo. Podían estar exiliados en Siberia, o encarcelados, o muertos. Lo único que sabía era que habían desaparecido.

—Ahora ocupa el despacho grande, al final del pasillo principal —añadió Nika.

Volodia cruzó aquel espacio, saludando con la cabeza y sonriendo a un par de conocidos, pero de nuevo tuvo la sensación de que no era el héroe que creía. Llamó a la puerta de Lemítov, con la esperanza de que el jefe pudiera aclararle algo.

—Pase.

Volodia entró, saludó y cerró la puerta.

—Bienvenido, capitán. —Lemítov salió de detrás del escritorio—. Entre usted y yo, debo decirle que hizo un gran trabajo en Berlín. Gracias.

—Es un honor, señor —contestó Volodia—. Pero ¿por qué entre usted y yo?

—Porque contradijo a Stalin. —Alzó una mano adelantándose a una posible protesta—. Stalin no sabe que fue usted, por supuesto. Pero, aun así, después de la purga, por aquí a la gente le inquieta que se la relacione con cualquiera que se salga del camino.

—¿Qué debería haber hecho? —preguntó Volodia, incrédulo—. ¿Mentir diciendo que la información era falsa?

Lemítov sacudió la cabeza con aire comprensivo.

—Hizo lo correcto, no me malinterprete. Y yo lo he protegido. Pero no espere que aquí lo traten como a un paladín.

—De acuerdo —dijo Volodia. Las cosas estaban peor de lo que había imaginado.

—Al menos ahora dispone de despacho propio, tres puertas más allá. Necesitará uno o dos días para ponerse al día.

Volodia dedujo que lo estaba despachando.

—Sí, señor —dijo. Saludó y se marchó.

Su despacho no era lujoso —una sala pequeña sin alfombras—, pero no tenía que compartirlo. Volodia no estaba al corriente del progreso de la invasión alemana, con el trajín de intentar llegar a casa lo antes posible. En aquel momento aparcó la decepción y empezó a leer los informes enviados por los comandantes desde el campo de batalla, referentes a la primera semana de guerra.

Mientras lo hacía, su desolación fue en aumento.

La invasión había encontrado desprevenido al Ejército Rojo.

Parecía imposible, pero las pruebas tapizaban su escritorio.

El 22 de junio, cuando los alemanes atacaron, muchas unidades de avanzada del Ejército Rojo «carecían de munición real».

Eso no era todo. Los aviones soviéticos estaban pulcramente alineados sin camuflaje en los aeródromos, y la Luftwaffe había destruido mil doscientos aparatos en las primeras horas de combate. Se habían enviado unidades para frenar el avance alemán sin armas apropiadas, sin soporte aéreo y sin información secreta sobre las posiciones enemigas, y, en consecuencia, todas habían sido aniquiladas.

Y, lo peor de todo, la orden irrevocable de Stalin al Ejército Rojo era la prohibición de la retirada. Todas las unidades debían luchar mientras quedase un solo soldado en pie, y los oficiales debían quitarse la vida antes que caer prisioneros. A los soldados no se les permitía reagruparse en una posición defensiva nueva y más fuerte. Eso significaba que cada derrota se convertía en una matanza.

En consecuencia, el Ejército Rojo estaba sufriendo una auténtica sangría de hombres y equipamiento.

Stalin había pasado por alto la advertencia del espía de Tokio, y también la confirmación de Werner Franck. Incluso cuando el ataque dio comienzo, Stalin insistió en un principio en que se trataba de una provocación puntual llevada a cabo por oficiales del ejército alemán a espaldas de Hitler, que la zanjaría en cuanto tuviera conocimiento de ella.

Para cuando se hizo incuestionable que no era una provocación sino la invasión de mayores proporciones de la historia bélica, los alemanes habían arrollado ya las posiciones de avanzadilla de los soviéticos. Una semana después habían cubierto casi quinientos kilómetros hacia el interior del territorio soviético.

Era una catástrofe, y Volodia sintió ganas de gritar a los cuatro vientos que podría haberse evitado.

No cabía duda de quién era el responsable. La Unión Soviética era una autocracia. Una sola persona tomaba las decisiones: Iósif Stalin. Y se había equivocado de una forma contumaz, estúpida y desastrosa. Y ahora su país corría un peligro mortal.

Hasta ese momento Volodia había creído que el comunismo soviético era la única ideología válida, solo mancillada por los excesos de la policía secreta, el NKVD. Ahora veía que el fracaso afectaba a la cúpula. Beria y el NKVD únicamente existían porque Stalin lo consentía. Era Stalin quien impedía el avance hacia el verdadero comunismo.

Al final de aquella tarde, mientras contemplaba por la ventana la soleada pista de aterrizaje, reflexionando sobre lo que acababa de saber, Volodia recibió la visita de Kamen. Ambos habían sido tenientes cuatro años antes, cuando acababan de salir de la Academia de los Servicios Secretos del Ejército, y habían compartido despacho con otros dos compañeros. En aquellos tiempos Kamen había sido el payaso que se reía de todos, burlándose osadamente de la beata ortodoxia soviética. Había ganado peso y parecía más serio. Se había dejado un fino bigote negro como el del ministro de Asuntos Exteriores, Mólotov, tal vez para parecer más maduro.

Kamen cerró la puerta y se sentó. Se sacó del bolsillo un juguete, un soldado en miniatura con una llave en la espalda. Le dio cuerda y lo dejó sobre el escritorio de Volodia. El soldado empezó a mover los brazos como si estuviese marchando y el mecanismo produjo un sonido estridente, un traqueteo.

—Nadie ha visto a Stalin en dos días.

Volodia comprendió que la función de aquel soldado mecánico era la de saturar cualquier posible dispositivo de escucha que hubiese oculto en su despacho.

—¿Qué quieres decir con que nadie lo ha visto? —preguntó.

—No ha ido al Kremlin y no contesta al teléfono.

Volodia estaba desconcertado. El gobernante de un país no podía desaparecer sin más.

—¿Qué está haciendo?

—Nadie lo sabe. —El soldado se quedó sin cuerda. Kamen volvió a ponerlo en marcha—. El sábado por la noche, cuando supo que los alemanes habían cercado al Grupo Occidental del Ejército Soviético, dijo: «Todo está perdido. Me rindo. Lenin fundó nuestro Estado y yo lo he echado a perder». Y se fue a Kuntsevo. —Stalin tenía una casa de campo cerca de la ciudad de Kuntsevo, a las afueras de Moscú—. Ayer no se presentó en el Kremlin a mediodía, la hora habitual. Cuando llamaron a Kuntsevo, nadie contestó al teléfono. Hoy, lo mismo.

Volodia se inclinó hacia delante.

—¿Está sufriendo… —su voz se redujo a un susurro— una crisis nerviosa?

Kamen hizo un gesto de impotencia.

—No sería de extrañar. En contra de todas las pruebas de que disponía, insistió en que Alemania no nos atacaría en 1941, y mira ahora.

Volodia asintió. Aquello tenía sentido. Stalin había permitido que se le denominase oficialmente Padre, Maestro, Gran Líder, Transformador de la Naturaleza, Gran Timonel, Genio de la Humanidad y el Mayor Genio de Todos los Tiempos y los Pueblos. Pero había quedado demostrado, incluso para él mismo, que se había equivocado y que todos los demás habían estado en lo cierto. En tales circunstancias, un hombre se suicidaba.

La crisis era incluso peor de lo que Volodia había creído. La Unión Soviética no solo estaba siendo atacada y vencida. También carecía de un dirigente. El país debía de encontrarse en el momento más peligroso desde la revolución.

Pero ¿supondría aquella situación también una oportunidad? ¿Podría ser una oportunidad para librarse de Stalin?

La última vez que Stalin había parecido vulnerable había sido en 1924, cuando en su «testamento político» Lenin afirmaba que Stalin no era el hombre adecuado para ostentar el poder. Habiendo sobrevivido a esa crisis, parecía intocable, pese a haber tomado decisiones —Volodia lo veía ahora con claridad— rayanas en la locura: las purgas, los terribles errores en España, la designación del sádico Beria como jefe de la policía secreta, el pacto con Hitler. ¿Constituía aquella emergencia la oportunidad de acabar con su poder?

Volodia ocultó su exaltación ante Kamen y ante todos los demás. Se guardó para sí aquellos pensamientos durante el trayecto en autobús de vuelta a casa bajo la tenue luz de una tarde estival que ya declinaba. El viaje se vio ralentizado por un lento convoy de camiones que remolcaban baterías antiaéreas, probablemente desplegadas por su padre, que estaba a cargo de la defensa de Moscú contra los bombardeos aéreos.

¿Era posible derrocar a Stalin?

Se preguntó cuántos hombres del Kremlin estarían haciéndose esa misma pregunta.

Entró en el edificio de diez plantas donde vivían sus padres, la residencia gubernamental, situado enfrente del Kremlin, en la ribera opuesta del río Moscova. Cuando llegó, ellos no estaban, pero sí su hermana con los mellizos, Dimka y Tania. El niño, Dimka, tenía los ojos y el pelo oscuros, y garabateaba con un lápiz de color rojo en un periódico viejo. Los ojos azules de la niña tenían la mirada intensa de Grigori y, a decir de muchos, de Volodia. La pequeña enseguida le enseñó su muñeca.

También estaba allí Zoya Vorotsintsev, la física de espectacular belleza a quien Volodia había visto por última vez cuatro años antes, cuando estaba a punto de irse a España. Ania y ella compartían el interés por la música folclórica rusa; iban juntas a recitales, y Zoya tocaba el gudok, un violín de tres cuerdas. Ninguna podía permitirse un fonógrafo, pero Grigori tenía uno, y en ese momento escuchaban un disco de una orquesta de balalaikas. Volodia no era muy aficionado a la música, pero aquella le parecía alegre.

Zoya llevaba un vestido veraniego de manga corta y color azul claro, como sus ojos. Cuando Volodia le preguntó cómo estaba, ella contestó con sequedad:

—Muy enfadada.

En aquellos momentos había infinidad de motivos por los que los soviéticos podían estar enfadados.

—¿Por qué? —preguntó Volodia.

—Han cancelado mi investigación sobre física nuclear. Han asignado otras funciones a todos mis compañeros científicos. Ahora estoy trabajando en la mejora del diseño de visores de bombardeo.

Algo que a Volodia le pareció muy razonable.

—A fin de cuentas, estamos en guerra.

—No lo entiendes —dijo ella—. Escucha, cuando se somete el uranio a un proceso llamado «fisión», se liberan enormes cantidades de energía. Y cuando digo enormes no exagero. Nosotros lo sabemos, y los científicos occidentales también. Hemos leído los artículos que han publicado en revistas científicas.

—Aun así, el asunto de los visores de bombardeo parece más urgente.

—Ese proceso, la fisión —replicó Zoya, airada—, podría utilizarse para fabricar bombas que serían cien veces más potentes que ninguna de las que ahora existen. Una explosión nuclear podría arrasar Moscú. ¿Y si la fabrican los alemanes y nosotros no la tenemos? ¡Sería como si ellos luchasen con fusiles y nosotros con espadas!

—Pero ¿hay algún motivo para creer que científicos de otros países estén trabajando en una bomba de fisión? —preguntó Volodia con escepticismo.

—Estamos seguros de que lo están haciendo. El concepto de la fisión hace pensar automáticamente en la posibilidad de una bomba. Si a nosotros se nos ha ocurrido, ¿por qué no a ellos? Pero hay otro motivo. Siempre publicaban en esas revistas los resultados que iban obteniendo, y de pronto, hace un año, dejaron de hacerlo. No han vuelto a aparecer artículos científicos sobre fisión desde hace justo un año.

—Y crees que los políticos y los generales occidentales advirtieron el potencial militar de la investigación y ahora la llevan en secreto.

—No se me ocurre otra razón. Y, aun así, en la Unión Soviética ni siquiera hemos empezado a buscar yacimientos de uranio.

—Hum…

Volodia fingió dudar, pero en realidad todo aquello le parecía perfectamente verosímil. Ni siquiera los mayores admiradores de Stalin —un grupo en el que se contaba su padre— aseguraban que entendiera de ciencia. Y para un autócrata era muy fácil hacer caso omiso de todo aquello que lo incomodase.

—Se lo he explicado a tu padre —prosiguió Zoya—. Me escucha, pero nadie le escucha a él.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué puedo hacer? Voy a diseñar un fantástico visor de bombardeo para nuestros pilotos, y a confiar después en lo mejor.

Volodia asintió. Le gustaba aquella actitud. Le gustaba aquella chica. Era inteligente y batalladora, y una gran conversadora. Se preguntó si querría ir al cine con él.

Hablar sobre física le hizo pensar en Willi Frunze, que había sido su amigo en la Academia Juvenil Masculina de Berlín. Según Werner Franck, Willi se había convertido en un físico brillante y estudiaba en Inglaterra. Tal vez supiera algo de la bomba de fisión que tanto preocupaba a Zoya. Y si seguía siendo comunista, quizá estuviera dispuesto a decir lo que sabía. Volodia decidió que le enviaría un cable a los servicios secretos del Ejército Rojo en la embajada en Londres.

Llegaron sus padres. Él iba ataviado con el uniforme completo; ella, con abrigo y sombrero. Habían asistido a una de las muchas e interminables ceremonias que tanto gustaban al ejército; Stalin insistía en que se prosiguiera con los rituales pese a la invasión alemana porque eran buenos para la moral.

Dedicaron unos minutos a jugar con los mellizos, pero Grigori parecía distraído. Musitó algo sobre una llamada telefónica y se fue a su estudio. Katerina se dispuso a preparar la cena.

Volodia charló con las tres mujeres en la cocina, pero estaba ansioso por hablar con su padre. Creía adivinar el motivo de su llamada: en aquel mismo instante se estaba planificando o bien evitando el derrocamiento de Stalin, y quizá incluso en aquel mismo edificio.

Minutos después decidió arriesgarse a sufrir la cólera del viejo e interrumpirle. Se excusó y fue a su estudio, del que su padre salía justo entonces.

—Tengo que ir a Kuntsevo —dijo.

Volodia ansiaba saber qué estaba pasando.

—¿Por qué? —preguntó.

Grigori no hizo caso de la pregunta.

—He pedido que me traigan el coche, pero mi chófer ya se ha ido a casa. Podrías llevarme tú.

Volodia se estremeció de la emoción. Nunca había estado en la dacha de Stalin. Y estaba a punto de ir en un momento de profunda crisis.

—Vamos —dijo su padre, impaciente.

Se despidieron a voces desde el recibidor y salieron.

Grigori tenía un ZIS 101-A negro, una copia soviética del Packard norteamericano, con caja de cambios automática de tres velocidades; alcanzaba los ciento treinta kilómetros por hora. Volodia se sentó al volante y arrancó el motor.

Cruzó Arbat, un barrio de artesanos e intelectuales, y se dirigió a la autopista de Mozhaisk, en dirección al oeste.

—¿Te ha convocado el camarada Stalin? —preguntó a su padre.

—No. Stalin lleva dos días incomunicado.

—Eso he oído.

—¿De veras? Se suponía que era secreto.

—Es imposible mantener en secreto algo así. ¿Qué está ocurriendo ahora?

—Unos cuantos vamos a reunirnos con él.

Volodia formuló la pregunta clave:

—¿Para qué?

—Principalmente, para averiguar si está vivo o muerto.

¿Podía en verdad estar muerto ya y que nadie lo supiera?, se preguntó Volodia.

Parecía poco probable.

—¿Y si está vivo?

—No lo sé. Pero, pase lo que pase, prefiero estar allí para verlo a enterarme más tarde.

Volodia sabía que los dispositivos de escucha no eran viables en los coches —el micrófono solo captaba el ruido del motor—, por lo que estaba seguro de que nadie podía oírlos. Sin embargo, sintió miedo al preguntar lo inimaginable:

—¿Podría ser derrocado Stalin?

—Ya te he dicho que no lo sé —contestó su padre, irritado.

Volodia se estremeció de pies a cabeza. Aquella pregunta exigía una negativa rotunda. Todo lo demás era un sí. Su padre había admitido la posibilidad de que se pudiera acabar con Stalin.

Sus esperanzas crecieron como la espuma.

—¡Piensa en lo que eso supondría! —dijo alegremente—. ¡No más purgas! Se clausurarían los campos de trabajos forzados. La policía secreta ya no secuestraría a más chicas en plena calle para violarlas. —En cierto modo, esperaba que su padre lo interrumpiese, pero Grigori se limitó a escucharlo con los ojos entornados. Volodia prosiguió—: Se dejaría de decir la estupidez esa de que Trotski es un espía fascista. Las unidades del ejército que se están viendo superadas en número y armamento podrían retirarse en lugar de sacrificarse inútilmente. Se tomarían decisiones de forma racional, y las tomarían grupos de hombres inteligentes que sabrían lo que es mejor para todos. ¡Sería el comunismo con el que soñabas hace treinta años!

—Eres joven y estúpido —replicó su padre con desdén—. Lo último que queremos en este momento es perder a nuestro dirigente. ¡Estamos en guerra y perdiendo! Nuestro único objetivo debe ser defender la revolución, a cualquier precio. Ahora necesitamos a Stalin más que nunca.

Volodia se sintió como si lo hubiesen abofeteado. Habían pasado muchos años desde la última vez que su padre lo había llamado estúpido.

¿Tenía razón el viejo? ¿Necesitaba la Unión Soviética a Stalin? Había tomado tantas decisiones desastrosas que Volodia no alcanzaba a ver cómo el país podía empeorar con otra persona al mando.

Llegaron a su destino. A la vivienda de Stalin se la denominaba tradicionalmente «dacha», pero no era una casa de campo. Se trataba de un edificio bajo y alargado, con cinco ventanales altos a cada lado de un imponente portal y pintado de verde claro para que se confundiese con los pinos que lo rodeaban. Centenares de soldados armados custodiaban las cancelas y el cercado de alambre de espino. Grigori señaló una batería antiaérea parcialmente oculta bajo redes de camuflaje.

—Aparcaré allí —dijo.

El guardia apostado en la cancela reconoció a Grigori, pero, aun así, le pidió sus documentos identificativos. Aunque era general y Volodia, capitán de los servicios secretos, los cachearon en busca de armas.

Volodia condujo hasta el portal. No había más coches frente a la casa.

—Esperaremos a los demás —dijo su padre.

Momentos después llegaron otras tres limusinas ZIS. Volodia recordó que el acrónimo ZIS correspondía a Zavod Imeni Stalin, «Fábrica Stalin». ¿Llegaban los verdugos en coches que debían su nombre a su víctima?

Ocho hombres de mediana edad, con traje y sombrero y con el futuro de su país en las manos, se apearon de los vehículos. Entre ellos, Volodia reconoció al ministro de Asuntos Exteriores, Mólotov, y al jefe de la policía secreta, Beria.

—Vamos —dijo Grigori.

Volodia estaba perplejo.

—¿Voy a entrar contigo?

Grigori tanteó debajo de su asiento y entregó a Volodia una pistola Tokarev TT-33.

—Guárdate esto en el bolsillo —le dijo—. Si el hijo de puta de Beria intenta arrestarme, dispárale.

Volodia la cogió con cautela: la TT-33 no tenía seguro. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta —medía unos dieciocho centímetros de largo— y bajó del coche. Recordó que la recámara de ese modelo era de ocho balas.

Entraron con los demás. Volodia temía que volviesen a cachearlo y descubriesen la pistola, pero no hubo una segunda inspección.

La casa estaba pintada de colores oscuros y la iluminación era pobre. Un oficial condujo al grupo hasta lo que parecía un pequeño comedor. Stalin se encontraba allí, sentado en un sillón.

El hombre más poderoso del hemisferio oriental parecía demacrado y abatido. Alzó la mirada hacia los que entraban en el salón.

—¿Por qué habéis venido? —preguntó.

Volodia contuvo el aliento. Era evidente que creía que estaban allí para arrestarlo o para ejecutarlo.

Hubo un largo silencio, y Volodia comprendió que el grupo no había previsto qué hacer. ¿Cómo iban a prever nada sin saber siquiera si Stalin estaba vivo? Pero ¿qué harían ahora? ¿Dispararle? Era posible que no volviera a darse la ocasión.

Finalmente, Mólotov avanzó un paso.

—Le pedimos que vuelva al trabajo —dijo.

Volodia tuvo que reprimir el impulso de intervenir.

Pero Stalin negó con la cabeza.

—¿Puedo estar a la altura de las esperanzas del pueblo? ¿Puedo llevar el país a la victoria?

Volodia estaba pasmado. ¿Estaba en verdad dispuesto a renunciar?

—Podría haber candidatos mejores —añadió.

¡Les estaba dando una segunda oportunidad para dispararle!

Otro miembro del grupo habló, y Volodia reconoció en él al mariscal Voroshílov.

—Ninguno más digno —dijo.

¿De qué servía aquello? No era precisamente un momento para andarse con lisonjas.

Entonces su padre se sumó a él.

—¡Es cierto! —exclamó.

¿No iban a dejar marchar a Stalin? ¿Cómo podían ser tan necios?

Mólotov fue el primero en decir algo sensato.

—Proponemos una forma de gabinete de guerra que se llame Comité de Defensa del Estado, una especie de ultrapolitburó con muy pocos miembros y poderes absolutos.

—¿Quién lo dirigirá? —se apresuró a preguntar Stalin.

—¡Usted, camarada Stalin!

Volodia quiso gritar: «¡No!».

Se produjo otro largo silencio.

Al final, Stalin retomó la palabra.

—Bien —dijo—. ¿A quién más debemos incluir en el comité?

Beria avanzó un paso y empezó a proponer nombres.

Volodia cayó en la cuenta de que todo estaba acabado y se sintió aturdido por la frustración y la decepción. Habían desperdiciado su oportunidad. Podrían haber derrocado a un tirano, pero les había faltado valor. Como los hijos de un padre violento, temían no ser capaces de salir adelante sin él.

De hecho, era mucho peor que eso, comprendió Volodia con creciente desaliento. Tal vez Stalin hubiese sufrido un crisis nerviosa —parecía más que posible—, pero también había efectuado un movimiento político brillante. Todos los hombres que podían reemplazarlo se encontraban en aquel salón. En el momento en que les había demostrado a sus rivales que su criterio era pésimo y catastrófico, los había obligado a salir y suplicarle que volviera a ser su dirigente. Había trazado una línea bajo su atroz error y se había concedido una nueva oportunidad.

Stalin no solo había vuelto.

Era más fuerte que nunca.