En Akelberg no había estación de tren, por lo que Carla y Frieda se apearon en la más próxima, situada a unos quince kilómetros, y recorrieron esa distancia en bicicleta.
Llevaban pantalones cortos, sudaderas y sandalias cómodas, y se habían recogido el pelo en trenzas. Parecían miembros de la Liga de Muchachas Alemanas, la Bund Deutscher Mädel o BDM, muy aficionadas a las salidas en bicicleta. Se especulaba mucho sobre si, aparte de eso, hacían o no algo más, especialmente por la noche en los austeros albergues en los que se alojaban. Los chicos decían que las siglas BDM correspondían a Bubi Drück Mir, algo así como «Muchacho, arrímate a mí».
Carla y Frieda consultaron el mapa que llevaban y salieron de la ciudad en dirección a Akelberg.
Carla pensaba en su padre a todas horas. Sabía que nunca se recuperaría de la terrible experiencia de haberlo encontrado salvajemente golpeado y moribundo. Había llorado durante días. Pero otra emoción convivía con su dolor: la rabia. No se iba a conformar con sentirse triste. Iba a hacer algo con ella.
Maud, también deshecha de dolor, había intentado convencer a Carla de que no fuese a Akelberg.
—Mi marido está muerto, mi hijo está en el ejército, ¡no quiero que mi hija también ponga su vida en peligro! —había sollozado.
Después del funeral, cuando el horror y la histeria dieron paso a un duelo más sereno y profundo, Carla le preguntó qué era lo que habría querido Walter. Maud lo meditó mucho. No le contestó hasta el día siguiente.
—Habría querido que siguieses con la lucha.
Para Maud fue duro decir aquello, pero las dos sabían que era verdad.
Frieda no mantuvo esa discusión con sus padres. Su madre, Monika, había estado enamorada de Walter en el pasado y su muerte la dejó desolada; sin embargo, le habría horrorizado saber lo que Frieda estaba haciendo. Su padre, Ludi, la habría encerrado en el sótano. Sin embargo, creían que solo había salido de excursión en bicicleta. En todo caso, habrían podido sospechar que iba a encontrarse con algún novio no especialmente idóneo.
El terreno era montañoso y encontraron fuertes pendientes, pero las dos estaban en forma, y una hora después descendían ya hacia la pequeña ciudad de Akelberg. Carla sintió aprensión; estaban penetrando en territorio enemigo.
Fueron a una cafetería. No había Coca-Cola. «¡Esto no es Berlín!», les espetó muy indignada la mujer que había al otro lado del mostrador, como si hubiesen pedido que una orquesta les tocase una serenata. Carla no entendía por qué alguien con tanta aversión hacia los foráneos regentaba una cafetería.
Tomaron sendos vasos de Fanta, un producto alemán, y aprovecharon la ocasión para llenar de agua sus botellines.
No sabían dónde estaba exactamente el hospital. Tendrían que preguntar, pero a Carla le preocupaba despertar sospechas. Los nazis del lugar podrían interesarse por dos extrañas que fueran por ahí haciendo preguntas.
—Tenemos que encontrarnos con el resto del grupo en un cruce de caminos que hay al lado del hospital —dijo Carla mientras pagaban—. ¿Por dónde se va?
La mujer no la miró a los ojos.
—Aquí no hay ningún hospital.
—La Institución Médica Akelberg —insistió Carla, citando el encabezamiento de la carta.
—Debe de estar en otro Akelberg.
A Carla le pareció que mentía.
—Qué extraño —dijo, sin dejar de fingir—. Espero que no nos hayamos equivocado de sitio.
Enfilaron con las bicicletas por la calle principal. No había alternativa, pensó Carla: tendrían que preguntar por la dirección.
En un banco situado frente a la puerta de un bar había un anciano de aspecto inofensivo, disfrutando del sol vespertino.
—¿Dónde está el hospital? —le preguntó Carla, tratando de ocultar su nerviosismo con una actitud jovial.
—Tenéis que cruzar la ciudad y subir la colina que os quedará a la izquierda —contestó—. Pero no entréis… ¡No son muchos los que salen! —Se rió a carcajadas como si acabara de hacer un chiste.
Las señas eran poco precisas, pero Carla pensó que bastarían. Decidió no llamar más la atención volviendo a preguntar.
Una mujer con un pañuelo en la cabeza tomó del brazo al anciano.
—No le hagáis caso, no sabe lo que dice —se disculpó, con aire consternado. Lo puso en pie con brusquedad y lo apremió por la acera—. A ver si aprendes a estar callado, viejo idiota —masculló.
Daba la impresión de que aquella gente sospechaba lo que estaba ocurriendo en su comunidad. Por suerte, casi todos reaccionaban igual: mostrándose hoscos y desentendiéndose de aquello. Era poco probable que tuviesen mucho interés en informar a la policía o al Partido Nazi.
Carla y Frieda siguieron avanzando por aquella calle y encontraron el albergue juvenil. Había miles como aquel en Alemania, al servicio de personas idénticas a las que ellas fingían ser: jóvenes atléticas haciendo deporte unos días al aire libre. Se registraron. Las instalaciones eran muy rudimentarias, con literas de tres camas, pero era barato.
Salieron de la ciudad en bicicleta ya entrada la tarde. Después de recorrer aproximadamente un kilómetro y medio, encontraron un desvío a su izquierda. No estaba señalizado, pero la carretera ascendía por la colina y decidieron enfilar por ella.
La aprensión de Carla se intensificó. Cuanto más se acercaban, más difícil les resultaría parecer inocentes en caso de que alguien las interrogase.
Unos dos kilómetros más adelante vieron una casa grande en mitad de un parque. No parecía tener muros ni cercas, y la carretera llevaba hasta su puerta. Tampoco allí había carteles.
Sin ser consciente de ello, Carla había esperado encontrar en la cima un castillo imponente de piedra gris con barrotes en las ventanas y puertas de roble reforzadas con hierro. Pero aquella era una típica casa de campo bávara, con tejados salientes y muy pronunciados, balcones de madera y un pequeño campanario. No era posible que allí se estuviese llevando a cabo algo tan espantoso como el asesinato de niños… También parecía pequeña para ser un hospital. Entonces vio una moderna edificación adosada a una de las fachadas laterales, con una chimenea alta.
Desmontaron y apoyaron las bicicletas contra una de las fachadas laterales del edificio. Carla tenía el corazón en la boca mientras subían los escalones de la entrada. ¿Por qué no había guardias? ¿Tal vez porque nadie sería tan insensato para intentar investigar aquel lugar?
No había timbre ni aldaba, pero la puerta cedió cuando Carla la empujó. Entró, seguida de Frieda. Se encontraron en un fresco vestíbulo con suelo de piedra y paredes blancas y desnudas. Varias puertas daban a sendas estancias, pero todas ellas estaban cerradas. Una mujer de mediana edad y con lentes bajó por las amplias escaleras. Llevaba un elegante vestido gris.
—¿Sí? —preguntó.
—Hola —la saludó Frieda con aire informal.
—¿Qué estáis haciendo? No podéis entrar aquí.
Frieda y Carla se habían preparado para aquella pregunta.
—Solo quería visitar el lugar donde murió mi hermano —dijo Frieda—. Tenía quince años…
—¡Esto no es una institución pública! —replicó la mujer, indignada.
—Sí, lo es. —Frieda había crecido en el seno de una familia acaudalada y no se amilanaba ante funcionarios de medio pelo.
Una enfermera de unos diecinueve años salió por una de las puertas que daban al vestíbulo y se las quedó mirando. La mujer del vestido gris se dirigió a ella.
—Enfermera König, vaya a buscar a her Römer inmediatamente.
La enfermera se alejó a toda prisa.
—Deberíais haber avisado con antelación, por carta —dijo la mujer.
—¿No han recibido mi carta? —contestó Frieda—. Escribí al director. —No era verdad, Frieda estaba improvisando.
—¡No hemos recibido esa carta! —Obviamente, la mujer creía que una solicitud tan descabellada como la de Frieda no podía haberse pasado por alto.
Carla escuchaba con atención. En aquel lugar reinaba un extraño silencio. Ella había tratado con personas que sufrían discapacidades físicas y mentales, adultos y niños, y sabía que eran ruidosos. Incluso a través de aquellas puertas cerradas debería haber oído gritos, risas, llantos, quejas a voces, desvaríos disparatados. Pero no se oía nada. Aquello parecía más una morgue.
Frieda probó con un nuevo derrotero.
—Tal vez pueda decirme dónde está la tumba de mi hermano. Me gustaría visitarla.
—Aquí no hay tumbas. Tenemos un incinerador. —Se corrigió al instante—: Un crematorio.
—He visto la chimenea —dijo Carla.
—¿Qué hicieron con las cenizas de mi hermano? —preguntó Frieda.
—Se te enviarán a su debido tiempo.
—No las mezcle con las de otros, por favor.
A la mujer se le sonrojó el cuello, y Carla dedujo que mezclaban las cenizas de los muertos, creyendo que nadie se daría nunca cuenta.
La enfermera König regresó seguida de un hombre fornido y vestido con el uniforme blanco de enfermero.
—Ah, Römer —dijo la mujer—. Por favor, acompaña a estas chicas a la salida.
—Un momento —dijo Frieda—. ¿Está segura de que está haciendo lo correcto? Solo quería ver el lugar donde murió mi hermano.
—Completamente segura.
—Entonces no le importará decirme su nombre.
Hubo un instante de duda.
—Frau Schmidt. Y ahora, por favor, marchaos.
Römer avanzó hacia ellas con aire amenazador.
—Ya nos vamos —dijo Frieda con frialdad—. No tenemos intención de proporcionar a herr Römer una excusa para molestarnos.
El hombre se hizo a un lado y les abrió la puerta.
Carla y Frieda salieron, montaron en sus bicicletas y descendieron por la carretera.
—¿Crees que se ha tragado el bulo?
—Sí —contestó Carla—. Ni siquiera nos ha preguntado cómo nos llamamos. Si hubiese sospechado la verdad, enseguida habría avisado a la policía.
—Pero no hemos averiguado mucho. Hemos visto la chimenea, pero no hemos encontrado nada que podamos considerar una prueba.
Carla se sentía algo abatida. Conseguir pruebas no era tan fácil como parecía.
Volvieron al albergue. Se asearon, se cambiaron y salieron a comer algo. La única cafetería que vieron era la de la propietaria gruñona. Comieron crepes de patata con salchichas. Después fueron al bar de la ciudad. Pidieron cerveza e intentaron charlar cordialmente con otros clientes, pero nadie quiso hablar con ellas. El mero hecho de hacerlo ya era sospechoso. En todas partes, la gente recelaba de los extraños, pues cualquiera podía ser un soplón nazi, pero aun así Carla se preguntaba cuántas ciudades habría donde dos chicas jóvenes pudieran pasar una hora en un bar sin que nadie intentase flirtear con ellas.
Regresaron al albergue para acostarse temprano. A Carla no se le ocurría qué otra cosa podían hacer. Al día siguiente volverían a casa con las manos vacías. Parecía increíble que pudiesen saber que se estaban cometiendo aquellos atroces asesinatos y no pudiesen detenerlos. Se sentía tan frustrada que tenía ganas de gritar.
Se le ocurrió que frau Schmidt —si en verdad se llamaba así— podría haber sospechado de las dos visitantes. En aquel momento, había tomado a Carla y a Frieda por lo que ambas fingían ser, pero podría haber empezado a recelar después y haber llamado a la policía solo por prudencia. Si eso había ocurrido, no les costaría encontrarlas. Aquella noche solo había cinco personas en el albergue, y ellas eran las únicas chicas. Aguzó el oído esperando oír la temible llamada a la puerta.
Si las interrogaban, confesarían parte de la verdad, diciendo que el hermano de Frieda y el ahijado de Carla habían muerto en Akelberg y que querían visitar sus tumbas, o al menos ver el lugar donde habían muerto y dedicar unos minutos a su memoria. La policía local podría tragarse aquella mentira. Pero si indagaban en Berlín, enseguida averiguarían su relación con Walter von Ulrich y Werner Franck, dos hombres que habían sido investigados por la Gestapo por hacer preguntas desleales sobre Akelberg. Entonces, Carla y Frieda estarían en un grave aprieto.
Se preparaban para acostarse en aquellas camas de aspecto tan incómodo cuando alguien llamó a la puerta.
A Carla se le paró el corazón. Pensó en lo que la Gestapo le había hecho a su padre. Sabía que ella no podría soportar la tortura. En dos minutos largaría los nombres de todos los Jóvenes del Swing que conocía.
Frieda era menos fantasiosa.
—¡No te asustes tanto! —dijo, y abrió la puerta.
No era la Gestapo, sino una chica menuda, guapa y rubia. Carla tardó un momento en reconocer en ella a la enfermera König, sin uniforme.
—Tengo que hablar con vosotras —dijo. Parecía angustiada, sofocada y llorosa.
Frieda la invitó a entrar. La chica se sentó en una cama y se enjugó los ojos con la manga del vestido.
—No puedo seguir ocultando esto.
Carla miró a Frieda. Estaban pensando lo mismo.
—¿Ocultar qué, enfermera König? —le preguntó Carla.
—Me llamo Ilse.
—Soy Carla y ella es Frieda. ¿A qué te refieres, Ilse?
Ilse habló con un hilo de voz.
—Los matamos —dijo.
Carla se quedó sin aliento.
—¿En el hospital? —consiguió decir.
Ilse asintió.
—A los pobres enfermos que llegan en autobuses grises. Niños, incluso bebés, ancianos, abuelas. Todos tienen alguna discapacidad. A veces llegan en un estado espantoso, babeando y haciéndose sus necesidades encima, pero no pueden evitarlo, y algunos son muy dulces e inocentes. Lo mismo da…, los matamos a todos.
—¿Cómo lo hacéis?
—Con una inyección de morfina y escopolamina.
Carla asintió. Era un anestésico habitual, mortal en dosis elevadas.
—¿Y los tratamientos especiales que se supone que aplicáis?
Ilse negó con la cabeza.
—No hay tratamientos especiales.
—Ilse, a ver si lo entiendo bien. ¿Matáis a todos los pacientes que llegan?
—A todos.
—¿En cuanto llegan?
—Al día siguiente, o como mucho a los dos días.
Era lo que Carla sospechaba, pero, aun así, la cruda realidad le pareció espeluznante y sintió náuseas.
—¿Hay algún paciente ahora en el hospital? —preguntó al cabo de un minuto.
—Vivo, no. Esta tarde hemos administrado inyecciones. Por eso se alteró tanto frau Schmidt al veros allí.
—¿Por qué no hay ninguna medida de seguridad para que la gente no pueda acceder al edificio?
—Creen que si hubiese guardias o una cerca de alambre de espino sería evidente que allí está pasando algo siniestro. De todos modos, nadie había intentado visitarnos nunca.
—¿Cuántas personas han muerto hoy?
—Cincuenta y dos.
Carla sintió un escalofrío.
—¿El hospital ha matado a cincuenta y dos personas esta tarde, mientras estábamos allí?
—Sí.
—Entonces, ¿ahora ya están todos muertos?
Ilse asintió.
Una idea había ido fraguando en la cabeza de Carla, y en ese momento se materializó.
—Quiero verlo —dijo.
Ilse parecía asustada.
—¿A qué te refieres?
—Quiero entrar en el hospital y ver los cadáveres.
—Ya los están incinerando.
—Pues entonces quiero ver cómo lo hacen. ¿Podrías ayudarnos a entrar en el hospital?
—¿Esta noche?
—Ahora mismo.
—Oh, Dios.
—Tú no tendrás que hacer nada —dijo Carla—. Ya has sido bastante valiente viniendo a hablar con nosotras. No te preocupes si prefieres no hacer nada más. Pero si queremos detener esto, necesitamos pruebas.
—Pruebas.
—Sí. Mira, el gobierno se avergüenza de este proyecto, por eso lo mantiene en secreto. Los nazis saben que los alemanes de a pie no consentirían el asesinato de niños. Pero la gente prefiere creer que esto no está ocurriendo, y para ellos es fácil desestimar un rumor, sobre todo si procede de una chica. Así que tenemos que demostrárselo con pruebas.
—Entiendo. —La hermosa cara de Ilse adoptó una expresión de adusta determinación—. Muy bien, pues. Os llevaré.
Carla se puso en pie.
—¿Cómo sueles ir hasta allí?
—En bicicleta. La tengo fuera.
—Entonces iremos las tres en bicicleta.
Salieron. Ya había anochecido. El cielo estaba parcialmente nublado y la luz de las estrellas era débil. Utilizaron los faros de las bicicletas para orientarse mientras salían de la ciudad y ascendían por la colina. Cuando atisbaron el hospital, los apagaron y siguieron a pie, empujando las bicicletas. Ilse las guió por un sendero del bosque que llevaba a la parte trasera del edificio.
Carla percibió un olor desagradable, similar al de los humos que despedían los coches. Olfateó el aire.
—La incineradora —susurró Ilse.
—¡Oh, no!
Escondieron las bicicletas entre unos arbustos y se encaminaron sigilosamente hasta la puerta trasera. No estaba cerrada con llave, y entraron.
Los pasillos estaban iluminados. Ningún rincón quedaba a oscuras; ciertamente parecía el hospital que fingía ser. Cualquiera que anduviese por allí podría verlas sin dificultad. Su ropa las delataría como intrusas. ¿Qué harían entonces? Probablemente, correr.
Ilse avanzó presurosa por un pasillo, dobló una esquina y abrió una puerta.
—Es aquí —susurró.
Las tres entraron.
Frieda dejó escapar un chillido de horror y se tapó la boca.
—Oh, Dios santo —musitó Carla.
En una sala grande y fría yacían sobre mesas los cuerpos sin vida de unas treinta personas, todos boca arriba y desnudos. Algunos eran corpulentos; otros, delgados; algunos, viejos y ajados; otros, niños, y también un bebé de aproximadamente un año. Varios parecían contorsionados, pero el aspecto físico de la mayoría era normal.
Todos tenían un apósito en el brazo izquierdo, donde les habían aplicado la inyección.
Carla oyó sollozar a Frieda. Intentó hacer de tripas corazón.
—¿Dónde están los demás? —susurró.
—Ya los han llevado al horno —contestó Ilse.
Oyeron voces procedentes del otro lado de unas puertas batientes situadas al final de la sala.
—Vámonos —dijo Ilse.
Salieron al pasillo. Carla ajustó la puerta dejando una ínfima rendija por la que mirar. Vio a herr Römer y a otro hombre empujando una camilla a través de las puertas.
Ninguno de los dos miró en su dirección. Discutían sobre fútbol.
—Solo hace nueve años que ganamos el campeonato nacional —oyó Carla que decía Römer—. Ganamos al Eintracht de Frankfurt por dos a cero.
—Sí, pero la mitad de nuestros mejores jugadores eran judíos y se han marchado todos.
Carla comprendió que hablaban del Bayern de Múnich.
—Los viejos tiempos volverán, solo tenemos que poner en práctica las tácticas correctas.
Sin dejar de discutir, los dos hombres se acercaron a una mesa donde yacía el cadáver de una mujer corpulenta. La tomaron por los hombros y las rodillas y la trasladaron sin miramientos a la camilla, gruñendo por el esfuerzo.
Llevaron la camilla hasta otra mesa y colocaron otro cadáver encima del primero.
Cuando tuvieron tres apilados, salieron con la camilla.
—Voy a seguirles —dijo Carla.
Cruzó la morgue hasta la doble puerta, y Frieda e Ilse fueron tras ella. Accedieron a una zona que parecía más industrial que médica: paredes pintadas de marrón, suelo de cemento, armarios de almacenaje y ristras de herramientas.
Asomaron por una esquina.
Vieron una sala grande similar a un garaje, con luces muy intensas y sombras definidas. El aire estaba caldeado y se percibía un ligero olor a comida cocinada. En el centro de aquel espacio había un cajón de acero de tamaño suficiente para albergar un automóvil. Una especie de dosel metálico conectaba la parte superior del cajón con el techo. Carla supo que estaba viendo el horno.
Los dos hombres descargaron un cuerpo de la camilla y lo depositaron sobre una cinta transportadora de acero. Römer pulsó un botón que había en la pared. La cinta se puso en movimiento, una portezuela se abrió y el cadáver se introdujo en el horno.
Colocaron el siguiente cuerpo en la cinta.
Carla ya había visto suficiente.
Se dio media vuelta e hizo un gesto a las otras para indicarles que retrocedieran. Frieda tropezó con Ilse, que dejó escapar un grito. Las tres se quedaron petrificadas.
—¿Qué ha sido eso? —oyeron decir a Römer.
—Un fantasma —contestó el otro.
—¡No bromees con esas cosas! —A Römer le temblaba la voz.
—¿Piensas coger de los pies a este fiambre o qué?
—Vale, vale.
Las tres chicas volvieron a toda prisa a la morgue. Al ver el resto de los cuerpos, Carla sintió una intensa punzada de dolor por el hijo de Ada, Kurt. Él también había estado allí, con un apósito en el brazo, y después lo habían arrojado a la cinta transportadora y se habían deshecho de él como si fuese una bolsa de basura. «Pero no te olvidamos, Kurt», pensó.
Salieron al pasillo. Cuando se dirigían a la puerta trasera, oyeron pasos y la voz de frau Schmidt.
—¿Por qué tardarán tanto esos dos?
Apretaron el paso y cruzaron la puerta. La luna iluminaba el parque. Carla alcanzaba a ver los arbustos donde habían ocultado las bicicletas, de las que las separaban unos doscientos metros de césped.
Frieda fue la última en salir y, con las prisas, dejó que la puerta se cerrase de golpe.
Carla intentó pensar deprisa. Era más que probable que frau Schmidt quisiera saber qué había producido ese ruido. No conseguirían llegar a los arbustos antes de que abriese la puerta. Tenían que esconderse.
—¡Por aquí! —susurró Carla, y rodeó corriendo la esquina del edificio. Las otras la siguieron.
Se apretaron de espaldas contra la pared. Carla oyó cómo se abría la puerta. Contuvo el aliento.
Hubo una larga pausa. Luego frau Schmidt masculló algo ininteligible y la puerta volvió a cerrarse con un golpe.
Carla asomó por la esquina. Frau Schmidt ya no estaba.
Las chicas corrieron por el césped y recuperaron las bicicletas.
Las llevaron a pie por el sendero del bosque y salieron a la carretera. Allí encendieron los faros, montaron y se alejaron a toda prisa. Carla se sentía eufórica. ¡Lo habían conseguido!
Sin embargo, mientras se acercaban a la ciudad, el entusiasmo cedió ante consideraciones de carácter más práctico. Exactamente, ¿qué habían conseguido? ¿Qué iban a hacer?
Tenían que decirle a alguien lo que habían visto. No sabía a quién. En cualquier caso, tenían que convencer a alguien. ¿Las creerían? Cuanto más pensaba en ello, menos segura estaba.
—Gracias a Dios que ya ha terminado —dijo Ilse cuando llegaron al albergue y desmontaron—. Nunca había pasado tanto miedo.
—No ha terminado —dijo Carla.
—¿Qué quieres decir?
—Que no terminará hasta que hayamos cerrado ese hospital, y otros por el estilo.
—¿Cómo vamos a conseguirlo?
—Te necesitamos —le dijo Carla—. Tú eres la prueba.
—Temía que dijeses eso.
—¿Vendrás con nosotras mañana a Berlín?
Hubo una larga pausa.
—Sí, iré con vosotras —dijo Ilse al fin.