VII

El domingo, Carla y su madre fueron a la iglesia. Maud estaba angustiada por la detención de Walter y desesperada por averiguar adónde lo habían llevado. Obviamente, la Gestapo se había negado a darle ninguna información. Pero la iglesia del pastor Ochs era muy popular, a sus oficios religiosos asistía gente de barrios más pudientes, y entre la congregación se contaban algunos hombres poderosos, un par de ellos en posición de hacer preguntas.

Carla inclinó la cabeza y rezó por que su padre no estuviera siendo maltratado ni torturado. En verdad no creía en las oraciones, pero estaba lo bastante consternada para probarlo todo.

Se alegró al ver a la familia Franck sentada varias filas por delante de ella. Observó la nuca de Werner. El cabello rizado le colgaba ligeramente sobre el cuello, en contraste con la mayoría de los hombres, que lo llevaban prácticamente al rape. Ella había tocado y besado aquel cuello. Era un hombre adorable, probablemente el más agradable de cuantos la habían besado. Todos los días, antes de acostarse, revivía la noche en que habían ido al Grunewald.

Pero no estaba enamorada de él, se dijo.

Aún no.

Cuando el pastor Ochs entró, ella enseguida advirtió que lo habían doblegado. El cambio que se apreciaba en él era aterrador. Se dirigió lentamente al facistol, con la cabeza gacha y los hombros caídos, ante lo cual varios feligreses intercambiaron susurros asombrados. Recitó inexpresivo las oraciones y después leyó el sermón. Hacía dos años que Carla era enfermera y reconoció en él los síntomas de la depresión. Supuso que también él había recibido una visita de la Gestapo.

Observó que frau Ochs y sus cinco hijos no ocupaban el lugar habitual, en el primer banco.

Mientras cantaban el último himno, Carla juró que no se rendiría, pese a lo atemorizada que estaba. Aún tenía aliados: Frieda, Werner y Heinrich. Pero ¿qué podían hacer ellos?

Deseó disponer de alguna prueba de lo que los nazis estaban haciendo. No albergaba la menor duda de que estaban exterminando a los discapacitados; aquella campaña de la Gestapo lo evidenciaba. Pero no podría convencer a los demás sin una prueba irrefutable.

¿Cómo podía conseguirla?

Al acabar el oficio religioso, salió de la iglesia con Frieda y Werner y los llevó a un lado, lejos de sus padres.

—Creo que tenemos que conseguir alguna prueba de lo que está pasando —les dijo.

Frieda sabía a qué se refería.

—Deberíamos ir a Akelberg —propuso—, al hospital.

Al principio, Werner había sugerido eso mismo, pero finalmente decidieron comenzar las pesquisas allí, en Berlín. En ese momento, Carla reconsideró la idea.

—Necesitaremos permisos para viajar.

—¿Cómo vamos a conseguirlos?

Carla chasqueó los dedos.

—Las dos somos socias del Club Ciclista Mercury. Ellos gestionan permisos para hacer salidas en bicicleta. —Era la clase de actividades que fomentaban los nazis: ejercicio saludable al aire libre para los jóvenes.

—¿Entraremos en el hospital?

—Podríamos intentarlo.

—Creo que deberíais abandonar —dijo Werner.

Carla estaba perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—Es evidente que al pastor Ochs le han dado un buen susto. Esto es muy peligroso. Podríais acabar en la cárcel, torturadas. Y nada nos devolverá a Axel y a Kurt.

Ella siguió mirándolo, incrédula.

—¿Quieres que abandonemos?

—Tenéis que abandonar. ¡Habláis como si Alemania fuese un país libre! Conseguiréis que os maten a las dos.

—¡Tenemos que asumir riesgos! —replicó Carla, airada.

—Yo me quedo al margen —dijo Werner—. Yo también he recibido la visita de la Gestapo.

A Carla se le heló la sangre.

—Oh, Werner… ¿Qué ha pasado?

—Solo amenazas, de momento. Si sigo haciendo preguntas, me enviarán al frente.

—Bueno, gracias a Dios que no es algo peor.

—Pero ya es bastante malo.

Las chicas guardaron silencio un momento, y después Frieda dijo lo que Carla estaba pensando.

—Tienes que ver que esto es más importante que tu trabajo.

—No me digas lo que tengo que ver —contestó Werner. Parecía enfadado, pero Carla advirtió que lo que en realidad sentía era vergüenza—. No es tu carrera lo que está en juego —prosiguió—. Y tú aún no sabes cómo se las gasta la Gestapo.

Carla estaba atónita. Creía que conocía a Werner. Estaba segura de que lo vería del mismo modo que ella.

—En realidad, sí —dijo—. Han detenido a mi padre.

Frieda se quedó helada.

—¡Oh, Carla! —exclamó, y la rodeó con un brazo.

—No conseguimos saber dónde está —añadió Carla.

Werner no dio muestras de compasión.

—¡Pues entonces ya sabrás que no conviene desafiarlos! —dijo—. También te habrían detenido a ti si el inspector Macke no creyera que las chicas sois inofensivas.

Carla sintió ganas de llorar. Había estado a punto de enamorarse de Werner, y ahora resultaba ser un cobarde.

—¿Estás diciendo que no vas a ayudarnos? —preguntó Frieda.

—Sí.

—¿Porque quieres conservar tu empleo?

—No tiene sentido… ¡Es imposible vencerlos!

Carla estaba furiosa con él por su cobardía y su derrotismo.

—¡No podemos permitir que esto ocurra!

—Es una locura enfrentarse directamente a ellos. Hay otras formas de combatirlos.

—¿Cómo? ¿Trabajando despacio, como defienden esos panfletos? ¡Eso no hará que dejen de matar a niños discapacitados!

—¡Desafiar al gobierno es suicida!

—¡Y todo lo demás, cobardía!

—¡Me niego a que me juzguen dos chicas! —Dicho lo cual, Werner se marchó a grandes zancadas.

Carla contuvo las lágrimas. No podía llorar en presencia de las doscientas personas congregadas al sol frente a la iglesia.

—Creía que él era diferente —dijo.

Frieda estaba disgustada, pero también desconcertada.

—Es diferente —repuso—. Lo conozco de toda la vida. Le pasa algo más, algo que no nos dice.

La madre de Carla se acercó a ellas. No percibió la aflicción de su hija, algo insólito en ella.

—¡Nadie sabe nada! —dijo, desconsolada—. No consigo saber dónde puede estar tu padre.

—Seguiremos intentándolo —contestó Carla—. ¿No tenía amigos en la embajada estadounidense?

—Conocidos. Ya les he preguntado, pero no han averiguado nada.

—Volveremos a preguntarles mañana.

—Oh, Dios, supongo que hay millones de mujeres alemanas en mi situación.

Carla asintió.

—Vamos a casa, mamá.

Volvieron caminando despacio, sin hablar, sumidas en sus pensamientos. Carla estaba furiosa con Werner, más aún por haber creído que era tan diferente. ¿Cómo podía haberse prendado de alguien tan débil?

Llegaron a su calle.

—Mañana iré a la embajada estadounidense —dijo Maud mientras se acercaban a casa—. Esperaré en la recepción todo el día si hace falta. Les suplicaré que hagan algo. Si de verdad quisieran, podrían llevar a cabo una investigación semioficial sobre el cuñado de un ministro británico. ¡Oh! ¿Por qué está abierta la puerta?

Lo primero que pensó Carla era que la Gestapo había vuelto a visitarles, pero no había ningún coche negro aparcado en la acera. Y de la cerradura colgaba una llave.

Maud entró en el recibidor y gritó.

Carla corrió tras ella.

Un hombre yacía en el suelo bañado en sangre.

Carla consiguió reprimir un grito.

—¿Quién es? —preguntó.

Maud se arrodilló junto al hombre.

—Walter —dijo—. Oh, Walter, ¿qué te han hecho?

Carla vio entonces que era su padre. Estaba tan malherido que apenas resultaba reconocible. Tenía un ojo cerrado; la boca, hinchada y convertida en una gran magulladura; el pelo, cubierto de sangre coagulada, y un brazo retorcido. La pechera de su chaqueta estaba manchada de vómito.

—¡Walter, háblame, háblame! —le urgió Maud.

Él abrió su destrozada boca y gruñó.

Carla contuvo el dolor histérico que bullía en su interior recurriendo a su profesionalidad. Cogió un cojín y se lo colocó bajo la cabeza. Fue a la cocina a por un vaso de agua y le vertió un poco sobre los labios. Walter tragó y abrió la boca pidiendo más. Cuando pareció saciado, Carla fue a su estudio, cogió una botella de aguardiente y le dio unas gotas. Su padre las tragó y tosió.

—Voy a avisar al doctor Rothmann —dijo Carla—. Lávale la cara y dale más agua. No intentes moverlo.

—Sí, sí. ¡Date prisa! —dijo Maud.

Carla salió de casa con la bici y se puso en camino a toda prisa. Al doctor Rothmann ya no se le permitía ejercer —los judíos no podían ser médicos—, pero, extraoficialmente, seguía atendiendo a la gente.

Carla pedaleó con furia. ¿Cómo había llegado a casa su padre? Suponía que lo habían llevado en coche y que él se las había arreglado para llegar renqueante desde la acera, y que una vez dentro se había desplomado.

Llegó a casa del doctor. Al igual que la suya, estaba en pésimas condiciones. Los antisemitas habían roto la mayoría de los vidrios de las ventanas. Frau Rothmann abrió la puerta.

—Han dado una paliza a mi padre —dijo Carla jadeante—. La Gestapo.

—Mi marido irá enseguida —respondió frau Rothmann. Se volvió y gritó en dirección a las escaleras—: ¡Isaac! —El médico bajó—. Es herr Von Ulrich —le informó su esposa.

El médico cogió un cesto de la compra que había junto a la puerta. Dado que tenía prohibido practicar la medicina, Carla supuso que nunca llevaba nada que pareciese un maletín con instrumental.

Salieron de la casa.

—Iré delante con la bicicleta —dijo Carla.

Cuando llegó, encontró a su madre sentada en el portal, llorando.

—¡El médico está de camino! —exclamó.

—Llega tarde —contestó Maud—. Tu padre ha muerto.