Un frío domingo de invierno, Carla von Ulrich acompañó a Ada, su criada, a visitar a su hijo Kurt a la Clínica Infantil Wannsee, situada a orillas del lago homónimo, en el extrarradio occidental de Berlín. Tardaron una hora en llegar en tren. Carla se había acostumbrado a acudir a aquellas visitas vestida con el uniforme de enfermera, pues el personal de la clínica hablaba con mayor franqueza sobre Kurt a una colega de profesión.
En verano, el lago se llenaba de familias con niños que jugaban en la arena y chapoteaban en la orilla, pero aquel día apenas había unas cuantas personas paseando, bien abrigadas, y un robusto nadador a quien su esposa esperaba nerviosa en la orilla.
La clínica, especializada en el cuidado de niños con discapacidades graves, se alojaba en una antigua mansión cuyos salones habían sido divididos en espacios más pequeños, pintados de color verde pálido y amueblados con camas de hospital y cunas.
Kurt tenía ya ocho años. Podía caminar y comer solo casi con la misma autonomía de un niño de dos, pero no sabía hablar y seguía llevando pañales. No había dado muestras de mejoría durante años. Sin embargo, era indudable que se alegraba al ver a Ada. Irradiaba felicidad, barbotaba emocionado, extendía los brazos para que lo cogiera, y la abrazaba y la besaba.
También reconocía a Carla. Siempre que lo veía, ella recordaba el aterrador drama de su nacimiento; había asistido al parto mientras su hermano Erik iba a buscar al doctor Rothmann.
Jugaron con él durante aproximadamente una hora. Le gustaban los trenes y los coches de juguete, y también los libros con dibujos de colores vivos. Luego llegó la hora de la siesta, y Ada le cantó hasta que se durmió.
Cuando salían, una enfermera se dirigió a Ada.
—Frau Hempel, acompáñeme al despacho de herr professor doktor Willrich, por favor. Quiere hablar con usted.
Willrich era el director de la clínica. Carla no lo conocía y creía que Ada tampoco.
—¿Hay algún problema? —preguntó Ada, nerviosa.
—Estoy segura de que el director solo quiere comentarle los progresos de Kurt —contestó la enfermera.
—Fräulein Von Ulrich vendrá conmigo.
A la enfermera no le gustó la idea.
—El profesor Willrich solo la ha mencionado a usted.
Pero Ada podía ser tozuda cuando lo creía necesario.
—Fräulein Von Ulrich vendrá conmigo —repitió con firmeza.
La enfermera se encogió de hombros.
—Acompáñenme —dijo con sequedad.
Las precedió hasta un agradable despacho. Aquella sala no había sido dividida. Tenía una chimenea donde en aquel momento ardía carbón y una ventana salediza con vistas al lago Wannsee. Carla vio a alguien navegando por él, surcando las pequeñas olas contra una tenaz brisa. Willrich estaba sentado al otro lado de un escritorio tapizado en cuero. Sobre él había una tabaquera y un expositor con pipas de diferentes medidas. Rondaba los cincuenta años y era alto y de complexión fuerte. Todas sus facciones parecían grandes: nariz prominente, mandíbula angulosa, orejas enormes y cabeza ovalada y calva.
Miró a Ada.
—Frau Hempel, supongo —dijo. Ada asintió. Willrich se volvió hacia Carla—. Y usted es fräulein…
—Carla von Ulrich, profesor. Soy la madrina de Kurt.
Él arqueó las cejas.
—Un poco joven para ser madrina, ¿no le parece?
—¡Asistió al parto de Kurt! —exclamó Ada con indignación—. Solo tenía once años, pero lo hizo mejor que el médico, ¡porque el médico no estaba allí!
Willrich pasó por alto sus palabras y siguió mirando a Carla.
—Y, por lo que veo, tiene intención de ser enfermera —dijo con desdén.
Carla llevaba el uniforme de aprendiz, pero se consideraba más que una mera aspirante.
—Soy enfermera en prácticas —repuso. No le gustaba Willrich.
—Siéntense, por favor. —Abrió una carpeta delgada—. Kurt tiene ocho años pero apenas ha alcanzado la etapa de desarrollo propio de los dos años. —Hizo una pausa. Ninguna de ellas dijo nada—. El progreso no es satisfactorio —concluyó.
Ada miró a Carla, que no sabía adónde pretendía llegar el doctor, y se lo hizo saber encogiéndose de hombros.
—Existe un tratamiento nuevo para casos como este. Sin embargo, para que Kurt se beneficie de él tiene que ser trasladado a otro hospital. —Willrich cerró la carpeta. Miró a Ada y, por primera vez, sonrió—. Estoy seguro de que le complace la idea de que Kurt se someta a una terapia que podría mejorar su estado de salud.
A Carla no le gustaba su sonrisa, le parecía repulsiva.
—¿Podría decirnos algo más sobre el tratamiento, profesor? —preguntó.
—Me temo que no alcanzaría a entenderlo —contestó él—, aunque sea enfermera en prácticas.
Carla no tenía intención de consentirle aquello.
—Estoy segura de que frau Hempel querrá saber si requiere cirugía, medicación o corrientes eléctricas, por ejemplo.
—Medicación —dijo él con evidente reticencia.
—¿Adónde tendría que ir? —preguntó Ada.
—El hospital está en Akelberg, en Baviera.
Ada no tenía muchos conocimientos de geografía, y Carla sabía que no podía hacerse una idea de la distancia a la que se encontraba aquel lugar.
—Está a algo más de trescientos kilómetros de aquí —dijo.
—¡Oh, no! —exclamó Ada—. ¿Cómo iría a visitarlo?
—En tren —contestó Willrich impaciente.
—Serían cuatro o cinco horas de viaje. Probablemente tendría que pernoctar allí. ¿Y qué hay del coste del billete?
—¡Yo no puedo preocuparme por esas cosas! —espetó Willrich, airado—. ¡Soy médico, no agente de viajes!
Ada estaba al borde de las lágrimas.
—Si eso significa que Kurt mejorará, que aprenderá a decir aunque sea unas palabras y que no necesitará usar pañales…, quizá un día podrá volver a casa.
—Exactamente —dijo Willrich—. Estaba seguro de que dejaría de lado los motivos personales y egoístas y de que no lo privaría de la oportunidad de mejorar.
—¿Es eso lo que nos está diciendo? —preguntó Carla—. ¿Que Kurt podría llevar una vida normal?
—La medicina no ofrece garantías —contestó él—. Incluso una enfermera en prácticas debería saberlo.
Carla había aprendido de sus padres a no tolerar las evasivas.
—No le pido una garantía —repuso con sequedad—. Le pido un pronóstico. Y lo tiene, porque de lo contrario no estaría proponiendo el tratamiento.
El hombre se ruborizó.
—El tratamiento es nuevo. Confiamos en que Kurt mejorará con él. Eso es lo que le estoy diciendo.
—¿Es experimental?
—Toda la medicina es experimental. Todas las terapias funcionan con algunos pacientes y con otros no. Debe escuchar lo que le digo: la medicina no ofrece garantías.
Carla quería enfrentarse a él solo por su arrogancia, pero comprendió que no tenía argumentos para contradecirlo. Además, no estaba segura de que Ada tuviese alternativa. Los médicos podían oponerse a los deseos de los padres si la salud del niño estaba en peligro; de hecho, podían hacer lo que quisieran. Willrich no estaba pidiendo permiso a Ada, no tenía la necesidad de hacerlo. Solo la informaba para evitar un escándalo.
—¿Puede decirle a frau Hempel cuánto tiempo podría pasar hasta que Kurt volviera de Akelberg? —preguntó Carla.
—No mucho —contestó Willrich.
No era una respuesta, pero Carla tenía la impresión de que si lo presionaba volvería a irritarlo.
Ada parecía sentirse impotente. Carla la entendía; a ella también le resultaba difícil decidir. No les habían dado suficiente información. Carla había observado que los médicos solían comportarse de ese modo, como si quisiesen guardar en secreto todos sus conocimientos. Preferían engatusar a los pacientes con obviedades y adoptar una actitud defensiva ante sus preguntas.
Ada tenía los ojos llorosos.
—Bueno, si hay alguna posibilidad de que mejore…
—Esa es la actitud —dijo Willrich.
Pero Ada no había acabado.
—¿Qué opinas, Carla?
Willrich pareció indignarse al ver que le pedía opinión a una simple enfermera.
—Estoy de acuerdo contigo, Ada. Hay que aprovechar esta oportunidad por el bien de Kurt, aunque sea duro para ti.
—Muy sensata —dijo Willrich, y se puso en pie—. Gracias por venir a verme.
Se acercó a la puerta y la abrió. Carla tuvo la impresión de que deseaba librarse de ellas.
Salieron de la clínica y se dirigieron a pie a la estación. Mientras el tren, casi vacío, se ponía en marcha, Carla cogió un panfleto que alguien había dejado en el asiento. Bajo el encabezamiento «Cómo combatir a los nazis», enumeraba diez consejos para precipitar el fin del régimen, empezando por ralentizar el ritmo de trabajo.
Carla había visto otros folletos similares, aunque no muchos. Los distribuía algún movimiento de resistencia clandestino.
Ada se lo arrebató, lo estrujó y lo tiró por la ventana.
—¡Podrían detenerte por leer esas cosas! —dijo.
Había sido su niñera, y a veces se comportaba como si todavía fuera una cría. A Carla no le importaban aquellos arrebatos ocasionales, pues sabía que eran fruto del cariño.
Sin embargo, en esa ocasión Ada no estaba reaccionando de forma exagerada. Leer panfletos como aquel e incluso no informar de haber encontrado uno eran motivos de encarcelamiento. Ada podría tener problemas por el mero hecho de haberlo arrojado por la ventana. Por suerte, iban solas en el vagón y nadie la había visto hacerlo.
Ada seguía inquieta por lo que le habían dicho en la clínica.
—¿Te parece que hemos hecho lo correcto? —le preguntó a Carla.
—No estoy segura —contestó Carla con franqueza—, pero creo que sí.
—Eres enfermera, entiendes más que yo de estas cosas.
A Carla le gustaba ser enfermera, aunque seguía sintiéndose frustrada porque no le hubiesen permitido estudiar para ser médico. Con tantos jóvenes en el ejército, la actitud para con las estudiantes de medicina había cambiado y cada vez había más mujeres en la facultad de medicina. Carla podía haber vuelto a solicitar la beca, pero su familia era tan extremadamente pobre que dependía incluso de sus magros ingresos. Su padre no tenía trabajo, su madre daba clases de piano y Erik enviaba a casa cuanto podía de la asignación que recibía del ejército. La familia llevaba años sin pagar a Ada.
Ada era estoica por naturaleza, y para cuando llegaron a casa empezaba ya a superar el disgusto. Fue a la cocina, se puso el delantal y empezó a preparar la cena; la cómoda rutina pareció consolarla.
Carla no cenaría en casa. Había quedado. Tenía la sensación de estar abandonando a Ada en un momento triste para ella, y se sentía algo culpable, pero no lo bastante para sacrificar sus planes.
Se puso un vestido de tenis que le llegaba por las rodillas y que había confeccionado cortando el dobladillo deshilachado de un vestido viejo de su madre. No iba a jugar al tenis, sino a bailar, y su intención era parecer norteamericana. Se pintó los labios, se maquilló y se cepilló el pelo desafiando la preferencia del gobierno por las trenzas.
El espejo le devolvió la imagen de una chica moderna, guapa y con aire retador. Sabía que su confianza en sí misma y su templanza ahuyentaban a muchos chicos. A veces deseaba ser seductora, además de competente, algo que su madre siempre había conseguido sin esfuerzo, pero ella no era así. Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar ser cautivadora; solo le hacía sentirse tonta. Los chicos tenían que aceptarla como era.
A algunos los asustaba, pero a otros los atraía, y en las fiestas solía acabar rodeada de varios admiradores. A ella le gustaban los chicos, especialmente cuando dejaban de intentar impresionar a la gente y empezaban a hablar con normalidad. Sus predilectos eran los que la hacían reír. Hasta el momento no había tenido ningún novio formal, aunque había besado a unos cuantos.
Acabó de vestirse con una chaqueta deportiva de rayas que había comprado en un puesto ambulante de ropa de segunda mano. Sabía que a sus padres no les gustaría su aspecto y que intentarían obligarla a cambiarse con el argumento de que era peligroso cuestionar los prejuicios nazis, así que tenía que salir de la casa sin que la vieran. Sería fácil. Su madre estaba dando una clase de piano; Carla oía las vacilantes notas de su alumno. Su padre estaría leyendo el periódico en la misma sala, pues no podían permitirse caldear más de una estancia. Erik siempre estaba fuera, con el ejército, aunque en ese momento estaba destinado cerca de Berlín y pronto volvería de permiso.
Se abrigó con una gabardina convencional y se guardó los zapatos blancos en un bolsillo.
Bajó al recibidor y abrió la puerta de la calle.
—¡Adiós! ¡Volveré pronto! —gritó, y salió a toda prisa.
Se encontró con Frieda en la estación de Friedrichstrasse. Su amiga iba vestida de un modo similar, con un vestido de rayas bajo un abrigo liso de color canela, y también llevaba el cabello suelto; la principal diferencia entre ambas era que la ropa de Frieda era nueva y cara. En el andén, dos chicos ataviados con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas las miraron con una mezcla de reprobación y deseo.
Se apearon del tren en Wedding, un distrito proletario situado en el norte de Berlín que tiempo atrás había sido un baluarte de izquierdas. Se dirigieron a la sala Pharus, donde en el pasado los comunistas habían pronunciado conferencias. Obviamente, ya no se llevaba a cabo en él ninguna actividad política. Sin embargo, el edificio se había convertido en sede del movimiento denominado Jóvenes del Swing.
Jóvenes de entre quince y veinticinco años empezaban a congregarse ya en las calles aledañas a la sala. Los chicos vestían chaquetas de cuadros y llevaban paraguas para parecer ingleses. Se dejaban el pelo largo como muestra de su desprecio por el ejército. Las chicas iban muy maquilladas y llevaban ropa de sport norteamericana. Todos creían que los adeptos a las Juventudes Hitlerianas eran estúpidos y aburridos, con su música folclórica y sus bailes colectivos.
A Carla le parecía irónico. Cuando era pequeña, los otros niños se burlaban de ella y la llamaban «extranjera» porque su madre era inglesa; ahora, aquellos mismos niños, mayores ya, consideraban que todo lo inglés estaba de moda.
Carla y Frieda entraron en la sala. Los jóvenes que se habían reunido allí eran convencionales e inocentes: chicas con faldas plisadas y chicos en pantalón corto jugando al tenis de mesa y bebiendo pringosos refrescos de naranja. Pero la acción se encontraba en las salas adyacentes.
Frieda se apresuró a llevar a Carla a una especie de trastero grande con sillas apiladas contra las paredes. Allí, su hermano Werner había instalado un tocadiscos. Cincuenta o sesenta chicos y chicas bailaban el swing jitterbug. Carla reconoció la canción que sonaba: «Ma, He’s Making Eyes at Me». Las dos se arrancaron a bailar.
Los discos de jazz estaban prohibidos porque la mayoría de los mejores músicos eran negros. Los nazis denigraban todos los productos de calidad que no hubiesen salido de manos arias, pues suponían una amenaza para sus teorías sobre la superioridad racial. Desafortunadamente para ellos, a los alemanes les gustaba el jazz tanto como a cualquiera. Quienes visitaban otros países volvían con discos, que también podían comprarse en Hamburgo a marineros norteamericanos. Había un mercado negro muy activo.
Werner tenía infinidad de discos, por descontado. De hecho, lo tenía todo: un coche, ropa moderna, cigarrillos, dinero. Seguía siendo el chico de los sueños de Carla, aunque él siempre elegía a chicas mayores que ella; mujeres, en realidad. Todos daban por hecho que se acostaba con ellas. Carla era virgen.
El mejor amigo de Werner, Heinrich von Kessel, se acercó enseguida y se puso a bailar con Frieda. La chaqueta negra y el chaleco que llevaba realzaban de forma espectacular su pelo largo. Estaba prendado de Frieda. A ella también le gustaba él —disfrutaba hablando con hombres inteligentes—, pero no podía salir con él porque, como tenía veinticinco o veintiséis años, era demasiado mayor.
Enseguida un chico al que Carla no conocía se acercó a bailar con ella, de modo que la noche empezaba bien.
Carla se abandonó a la música: el irresistible y sensual ritmo de la percusión, la sugerente voz del cantante, los estimulantes solos de trompeta, el alegre vuelo del clarinete. Daba vueltas y patadas al aire, hacía que su falda se alzara de forma escandalosa, se dejaba caer en los brazos de su compañero y volvía a saltar.
Cuando llevaban alrededor de una hora bailando, Werner puso una canción lenta. Frieda y Heinrich se abrazaron para bailarla. Carla no vio a nadie que le gustara lo suficiente para compartir una lenta, así que salió y fue a buscar una Coca-Cola. Alemania no estaba en guerra con Estados Unidos, por lo que la Coca-Cola se importaba y embotellaba en Alemania.
Para su sorpresa, Werner salió tras ella después de dejar a alguien al cargo de la música. A Carla la halagó que el hombre más atractivo de la sala quisiera hablar con ella.
Le comentó que iban a trasladar a Kurt a Akelberg, y Werner le dijo que a su hermano Axel, de quince años, también iban a llevarlo allí. Axel había nacido con espina bífida.
—¿Puede funcionar el mismo tratamiento para los dos? —preguntó Werner con la frente arrugada.
—Lo dudo, pero la verdad es que no lo sé —contestó Carla.
—¿Por qué los médicos no explican nunca lo que hacen? —dijo Werner, irritado.
Ella se rió sin ganas.
—Creen que si la gente entiende de medicina dejarán de venerarlos como a héroes.
—El mismo principio que el del prestidigitador: el truco resulta más impresionante si se ignora cómo se hace —dijo Werner—. Los médicos son igual de egocéntricos que todos.
—Incluso más —convino Carla—. Lo sé por experiencia.
Le habló del panfleto que había leído en el tren.
—¿Qué opinas? —le preguntó Werner.
Carla dudó. Era peligroso hablar abiertamente sobre esos temas. Pero conocía a Werner de toda la vida, él siempre había sido de izquierdas y pertenecía a los Jóvenes del Swing. Podía confiar en él.
—Me alegra que alguien quiera combatir a los nazis. Eso demuestra que no todos los alemanes están paralizados por el miedo.
—Se pueden hacer muchas cosas contra los nazis —dijo él, pausadamente—. No solo pintarse los labios.
Ella dio por hecho que se refería a distribuir esa clase de panfletos. ¿Podía estar dedicándose a esa actividad? No, él disfrutaba demasiado de su faceta de seductor. En el caso de Heinrich, más comprometido y profundo, podía ser diferente.
—No, gracias —dijo—. Me da demasiado miedo.
Acabaron de tomarse la Coca-Cola y volvieron al trastero. Lo encontraron a rebosar, sin apenas espacio para bailar.
Para sorpresa de Carla, Werner le pidió el último baile. Puso «Only Forever», de Bing Crosby. Carla se emocionó. Él la acercó a sí y, más que bailar, empezaron a mecerse al ritmo de la balada.
Al final, como ya era tradición, alguien apagó la luz un minuto para que las parejas pudieran besarse. Carla se azoró; conocía a Werner desde que los dos eran niños, pero siempre se había sentido atraída por él, y en ese momento alzó ansiosa la cara. Tal como había esperado, él la besó con pericia, y ella le devolvió el beso extasiada. Para su deleite, notó cómo una mano de él le apretaba tiernamente un pecho. Ella le invitó a seguir, abriendo la boca. Entonces volvió la luz y todo acabó.
—Bueno —dijo ella, sin aliento—, menuda sorpresa.
Él le brindó su sonrisa más encantadora.
—Si quieres podría volver a sorprenderte algún día.