VI

Lloyd estaba comiendo una tostada con mermelada cuando Daisy entró en la cocina de la casa de Nutley Street. Se sentó a la mesa, con cara de cansada, y se quitó el casco. Tenía el rostro manchado y el pelo sucio de ceniza y polvo, y a Lloyd le pareció arrebatadora.

Llegaba la mayoría de las mañanas cuando el bombardeo había finalizado y la última víctima había sido trasladada al hospital. La madre de Lloyd le había dicho que no necesitaba invitación y ella se lo había tomado al pie de la letra.

Ethel sirvió a Daisy una taza de té.

—¿Una noche dura, querida mía? —preguntó.

Daisy asintió con gesto grave.

—Una de las peores. El edificio Peabody de Orange Street se ha incendiado.

—¡Oh, no! —Lloyd estaba horrorizado. Conocía el lugar: un bloque de apartamentos de familias pobres con muchísimos niños.

—Es un edificio enorme —comentó Bernie.

—Era —rectificó Daisy—. Cientos de personas han muerto quemadas y Dios sabe cuántos niños habrán quedado huérfanos. Casi todos mis pacientes han muerto de camino al hospital.

Lloyd alargó la mano sobre la pequeña mesa y tomó la de Daisy.

Ella levantó la vista de la taza de té.

—Una no llega a acostumbrarse. Crees que con el tiempo te acabarás curtiendo, pero no. —Estaba destrozada por la pena.

Ethel le puso una mano en el hombro con gesto compasivo.

—Y nosotros vamos a hacer lo mismo con las familias de Alemania —concluyó Daisy.

—Incluidos mis viejos amigos Maud y Walter y sus hijos, supongo —intervino Ethel.

—¿Verdad que es horrible? —Daisy sacudió la cabeza con desesperación—. Pero ¿qué nos ocurre?

—¿Qué le ocurre a la especie humana? —inquirió Lloyd.

—Iré más tarde a Orange Street para comprobar que está haciéndose todo lo posible por los niños —terció Bernie, siempre tan práctico.

—Te acompañaré —dijo Ethel.

Bernie y Ethel pensaban igual y actuaban en equipo sin esfuerzo; a menudo parecía que eran capaces de leerse la mente. Desde su regreso a casa, Lloyd había estado observándolos con detenimiento, preocupado porque su matrimonio pudiera haberse visto afectado por la impactante revelación de que Ethel jamás había tenido un marido llamado Teddy Williams, y que el padre de Lloyd era el conde Fitzherbert. Lo había hablado largo y tendido con Daisy, que ya conocía toda la verdad. ¿Cómo se sentiría Bernie al descubrir que le habían mentido durante veinte años? Sin embargo, Lloyd no detectaba signos de que eso hubiera cambiado nada. A su manera en absoluto sentimental, Bernie adoraba a Ethel, y, en su opinión, ella no podía hacer nada mal. Creía que su esposa jamás haría nada para herirlo, y estaba en lo cierto. Todo aquello hacía que Lloyd deseara poder tener un matrimonio así algún día.

Daisy se percató de que Lloyd llevaba puesto el uniforme.

—¿Adónde vas esta mañana?

—Me han convocado en el Ministerio de Guerra. —Miró el reloj de la repisa de la chimenea—. Será mejor que me vaya.

—Creía que ya habías dado el parte.

—Ven a mi cuarto mientras me pongo la corbata y te lo cuento. Tráete la taza de té.

Subieron a la habitación. Daisy miró a su alrededor con interés y él se dio cuenta de que nunca antes había estado allí. Él miró la cama individual, la balda con libros en alemán, francés y español y el escritorio con la hilera de lápices afilados, y se preguntó qué estaría pensando ella al ver todo aquello.

—¡Qué cuartito tan encantador! —comentó Daisy.

No era un cuarto pequeño. Tenía las mismas dimensiones que cualquiera de las otras habitaciones de la casa. Pero ella tenía estándares distintos.

La joven tomó una fotografía enmarcada. En ella se veía a toda la familia en la costa: el pequeño Lloyd con pantalones cortos, Millie de bebé con traje de baño, una joven Ethel con una pamela de ala ancha, Bernie con traje gris y camisa blanca, con el cuello desabrochado y un pañuelo atado en la cabeza.

—Southend —explicó Lloyd. Tomó su taza, la colocó sobre el velador y abrazó a Daisy. La besó en los labios. Ella lo besó con ternura y agotamiento, le acarició una mejilla y dejó reposar su cuerpo sobre el de Lloyd.

Pasado un minuto, él la soltó. Ella estaba realmente cansada para los mimos y él tenía un compromiso.

Daisy se quitó las botas y se tumbó en la cama.

—Los del Ministerio de Guerra me han pedido que vaya a verlos de nuevo —explicó él mientras se hacía el nudo de la corbata.

—Pero si la última vez estuviste cuatro horas allí.

Era cierto. Había tenido que estrujarse el cerebro para recordar hasta el último minuto de su fuga desde Francia. Querían saber el rango y regimiento de todos los alemanes con los que se había topado. No había sido capaz de recordarlos todos, por supuesto, pero había realizado de forma meticulosa todas las tareas del curso de Ty Gwyn y estaba en disposición de entregarles gran cantidad información detallada.

Era un procedimiento habitual para los servicios secretos militares. Aunque también le habían preguntado por la fuga, por los caminos que había seguido y sobre quién lo había ayudado. Se interesaron incluso por Maurice y Marcelle, y le reprocharon que no conociera su apellido. Se habían entusiasmado mucho ante la mención de Teresa, que sin duda podía ser un pilar clave para la ayuda de futuros fugitivos.

—Hoy me reúno con otro grupo. —Se quedó mirando una nota mecanografiada que tenía sobre el velador—. En el hotel Metropole, en Northumberland Avenue. Habitación 424. —El lugar se encontraba a la salida de Trafalgar Square, en un barrio de despachos oficiales—. Al parecer es un nuevo departamento encargado de los prisioneros de guerra ingleses. —Se puso su gorra acabada en pico y se miró al espejo—. ¿Estoy guapo?

No recibió respuesta. Miró a la cama. Daisy se había quedado dormida.

La tapó con una manta, la besó en la frente y salió.

Le dijo a su madre que Daisy estaba durmiendo en su cama y ella respondió que subiría más tarde para ver si seguía bien.

Lloyd tomó el metro hasta el centro.

Le había contado a Daisy la verdadera historia sobre su padre, lo cual la desengañó de la idea de que era hijo de Maud. Daisy creyó la historia, pues recordó de pronto que Boy le había contado que Fitz tenía un hijo ilegítimo en algún lugar.

—Es espeluznante —había comentado con expresión reflexiva—. Los dos ingleses de los que me he enamorado son hermanastros. —Y tras lanzar una mirada inquisitiva a Lloyd, había añadido—: Tú has heredado la belleza de tu padre. Boy solo ha heredado su egoísmo.

Lloyd y Daisy todavía no habían hecho el amor. Uno de los motivos era que ella no había tenido noches libres. Además, en la única ocasión que habían estado a solas, las cosas se habían torcido.

Había sido el domingo anterior, en la casa de Daisy, en Mayfair. Sus criadas tenían la tarde del domingo libre, y ella lo había llevado a su habitación en la casa vacía. Pero Daisy estuvo nerviosa e incómoda desde un principio. Lo besó, pero luego apartó la cara. Cuando él le puso las manos en los senos, ella las apartó. Él se sintió confuso: si se suponía que no debía comportarse así, ¿qué hacían en la habitación de ella?

—Lo siento —se disculpó Daisy al final—. Te quiero, pero no puedo hacer esto. No puedo engañar a mi marido en su propia casa.

—Pero él te engañó a ti.

—Al menos lo hacía en otro lugar.

—Está bien.

Ella lo miró.

—¿Crees que soy tonta?

Él se encogió de hombros.

—Después de todo lo que hemos pasado, me parece que te estás poniendo demasiado escrupulosa, sí, pero… escucha, tienes la libertad de sentirte como quieras. Sería un cabrón si intentara forzarte a hacer algo para lo que todavía no estás preparada.

Ella lo abrazó y le dio un buen achuchón.

—Ya te lo he dicho antes —dijo—. Has madurado.

—No dejemos que esto nos estropee la tarde —sugirió él—. Vamos al cine.

Vieron El gran dictador, de Charlie Chaplin, y se partieron de la risa, luego ella volvió al trabajo.

De camino a la estación de Embankment la mente de Lloyd se mantuvo ocupada con agradables pensamientos sobre Daisy, luego caminó por Northumberland Avenue hasta el Metropole. En el hotel habían retirado las reproducciones de antigüedades y lo habían amueblado con mesas y sillas más utilitarias.

Tras un par de minutos de espera, llevaron a Lloyd en presencia de un coronel alto con ademanes enérgicos.

—He leído su informe, teniente —anunció—. Bien hecho.

—Gracias, señor.

—Esperamos que otras personas sigan sus pasos y nos gustaría ayudarles. Tenemos un interés especial en los pilotos caídos. Su formación es cara y nos interesa que regresen para que vuelvan a volar.

A Lloyd le pareció algo duro. Si un hombre sobrevivía a un accidente aéreo, ¿de verdad podía pedírsele que se arriesgara a pilotar de nuevo? Pero a los heridos los enviaban de regreso al campo de batalla en cuanto se recuperaban. Así era la guerra.

—Estamos construyendo una especie de línea férrea clandestina que va desde Alemania hasta España —le informó el coronel—. Usted habla alemán, francés y español, por lo que veo, pero, lo que es más importante, ha estado en una situación límite. Nos gustaría trasladarlo de forma temporal a nuestro departamento.

Lloyd no se lo esperaba y no estaba muy seguro de cómo encajarlo.

—Gracias, señor. Es un honor. Pero ¿se trata de un cargo burocrático?

—En absoluto. Queremos que vuelva a Francia.

A Lloyd se le disparó el pulso. Creía que no tendría que enfrentarse de nuevo a esos peligros.

El coronel se percató de su expresión de desesperación.

—Ya sabe lo peligroso que es.

—Sí, señor.

—Puede negarse si quiere —sugirió el coronel con tono brusco.

Lloyd pensó en Daisy en pleno Blitz, y en las personas que habían muerto quemadas en el edificio Peabody, y supo que ni siquiera tenía ganas de negarse.

—Si usted considera que es importante, señor, volveré encantado, por supuesto.

—Buen muchacho —dijo el coronel.

Media hora más tarde, Lloyd se dirigía, aturdido, a la estación de metro. Ahora formaba parte de un departamento llamado MI9. Regresaría a Francia con documentación falsa y una gran suma de dinero en efectivo. Docenas de alemanes, holandeses, belgas y franceses habían sido reclutados en territorio ocupado para llevar a cabo la misión arriesgada y potencialmente letal de ayudar a los soldados ingleses y pilotos de la Commonwealth en su regreso a casa. Iba a convertirse en uno de los numerosos agentes del MI9 que ampliasen la red de actuación.

Si lo atrapaban, lo torturarían.

Aunque estaba asustado, lo embargaba la emoción. Iba a viajar en avión hasta Madrid: sería su primer viaje en avión. Volvería a Francia cruzando los Pirineos y contactaría con Teresa. Se disfrazaría para confundirse con el enemigo, rescataría a personas en las narices de la Gestapo. Se aseguraría de que esos hombres siguieran sus pasos para que no se sintieran tan solos y desamparados como él.

Regresó a Nutley Street a las once de la mañana.

«Miss América no ha movido ni un pelo», le informaba su madre en una nota.

Tras visitar el lugar del bombardeo, Ethel iría a la Cámara de los Comunes, y Bernie, al ayuntamiento. Lloyd y Daisy tenían la casa para ellos solos.

Lloyd subió a su habitación. Daisy seguía durmiendo. Su cazadora de cuero y sus pantalones de gruesa lana estaban tirados en el suelo de cualquier manera. Seguía en la cama en ropa interior. Era la primera vez.

Él se quitó la chaqueta y la corbata.

—Y lo demás —le ordenó Daisy con voz adormilada desde la cama.

Él se quedó mirándola.

—¿Qué?

—Que te quites toda la ropa y te metas en la cama.

La casa estaba vacía, nadie les molestaría.

Se quitó las botas, los pantalones, la camiseta, los calcetines y dudó.

—No tendrás frío —dijo ella. Se meneó bajo las mantas y le tiró sus bragas de seda.

Él había creído que sería un momento solemne de pasión encendida, pero, por lo visto, a Daisy le parecía algo divertido. Lloyd esperaba que ella lo orientase.

Se quitó la camiseta y los calzoncillos y se metió en la cama junto a ella. Su cuerpo era todo calidez y entrega. Él estaba nervioso: no le había confesado que era virgen.

Siempre había oído que el hombre debía tomar la iniciativa, pero parecía que Daisy no lo sabía. Lo besó y lo acarició, y luego le agarró el pene.

—¡Vaya! —exclamó—. Esperaba que tendrías uno de estos.

Tras aquello, Lloyd dejó de sentirse nervioso.