Daisy no había entendido hasta ese momento el verdadero significado del trabajo.
Ni del agotamiento.
Ni de la tragedia.
Se sentó en un aula de colegio, mientras bebía un dulce té inglés en una taza sin platillo. Llevaba casco de acero y botas de goma. Eran las cinco de la tarde y todavía estaba cansada por el trabajo de la noche anterior.
Formaba parte del grupo voluntario de Prevención para los Bombardeos destinado al barrio de Aldgate. En teoría realizaba un turno de ocho horas, seguidas de ocho horas de guardia y ocho horas de descanso. En la práctica trabajaba mientras duraba el bombardeo y había heridos que trasladar al hospital.
Londres fue bombardeado todas las noches de octubre de 1940.
Daisy siempre trabajaba con otra mujer, la ayudante de la conductora, y cuatro hombres que componían el equipo de primeros auxilios. Su cuartel general era un colegio, y en ese momento estaban sentados a los pupitres de los niños, a la espera de que los aviones y las sirenas empezaran a aullar y las bombas a caer.
La ambulancia que conducía era un Buick estadounidense reconvertido. También tenían vehículos sin reconvertir y un conductor para transportar lo que llamaban «casos de asiento»: heridos que podían permanecer sentados sin ayuda mientras los trasladaban al hospital.
Su ayudante era Naomi Avery, una atractiva joven rubia del East End a la que le gustaban los hombres y la camaradería de equipo. Aprovechaba el descanso para bromear con el supervisor de zona, Nobby Clarke, un policía jubilado.
—El supervisor jefe es un hombre —dijo ella—. El supervisor del barrio es un hombre. Tú eres un hombre.
—Eso espero —dijo Nobby, y los demás estallaron de risa.
—Hay muchas mujeres en Prevención para los Bombardeos —prosiguió Naomi—. ¿Cómo es que ninguna tiene un puesto de mando?
Los hombres rieron.
—Ya estamos otra vez con lo de los derechos de las mujeres —terció un calvo con una narizota enorme llamado George el Guapo. Era un hombre con cierta tendencia misógina.
Daisy se unió a la conversación.
—¿De verdad creéis que todos los hombres sois más inteligentes que las mujeres?
—Pues resulta que hay algunas supervisoras jefes —respondió Nobby.
—No las he visto en mi vida —respondió Naomi.
—Es como una tradición, ¿verdad? —comentó Nobby—. Las mujeres siempre han sido amas de casa.
—Como Catalina la Grande de Rusia —añadió Daisy con sarcasmo.
—O la reina Isabel de Inglaterra —intervino Naomi.
—Amelia Earhart.
—Jane Austen.
—Marie Curie, la única científica que ha ganado el premio Nobel dos veces.
—¿Catalina la Grande? —preguntó George el Guapo—. ¿No hay una historia sobre ella y su caballo?
—Bueno, bueno, que hay señoritas delante —advirtió Nobby en tono reprobatorio—. De todas formas, yo puedo responder a la pregunta de Daisy —añadió.
—Adelante pues —lo invitó Daisy, deseosa de escuchar ese argumento en su favor.
—Os garantizo que hay mujeres tan inteligentes como los hombres —dijo Nobby como si estuviera haciendo una concesión de increíble generosidad—. No obstante, existe una razón de peso para que casi todos los altos cargos de Prevención sean hombres.
—¿Y qué razón es esa, Nobby?
—Es muy simple. Los hombres no aceptarían órdenes de una mujer. —Volvió a repantigarse con expresión triunfal, seguro de haber ganado la discusión.
Lo irónico era que, cuando las bombas caían y rebuscaban entre las ruinas a los heridos, hombres y mujeres sí eran iguales. Entonces no existían las jerarquías. Si Daisy le decía a gritos a Nobby que levantara el otro extremo de una viga derribada, él la obedecía sin demora.
A Daisy le encantaban aquellos hombres, incluso George. Habrían dado su vida por ella y ella habría reaccionado de igual modo.
Oyó un silbido en el exterior, que poco a poco fue subiendo de tono hasta convertirse en la ya cansina y familiar sirena que avisaba del inicio de un ataque aéreo. Transcurridos unos segundos, cayó la bomba y se oyó una explosión a lo lejos. La alarma antiaérea solía llegar tarde; siempre sonaba cuando ya habían caído las primeras bombas.
El teléfono sonó y Nobby contestó.
—¿Es que estos alemanes no se toman ni un puñetero día libre? —comentó George, asqueado.
—Nutley Street —anunció Nobby tras colgar el teléfono.
—Sé dónde está —dijo Naomi mientras salían a toda prisa—. La parlamentaria de nuestra circunscripción vive allí.
Subieron a toda prisa a los vehículos.
—¡Qué época tan feliz! —comentó Naomi, sentada junto a Daisy, cuando esta puso el motor en marcha.
Naomi estaba siendo irónica aunque, por raro que pudiera resultar, Daisy sí era feliz. «Qué sensación tan rara», pensó mientras tomaban a toda prisa una curva. Todas las noches era testigo de la destrucción, del dolor desgarrador y de cuerpos terriblemente mutilados. Había muchas probabilidades de que ella misma muriese en una explosión esa misma noche. Con todo, se sentía de maravilla. Estaba trabajando y sufriendo por una causa y, paradójicamente, eso era mejor que concederse caprichos a sí misma. Formaba parte de un grupo que lo arriesgaba todo por salvar a los demás y esa era la mejor sensación del mundo.
Daisy no odiaba a los alemanes porque intentaran matarla. Su suegro, el conde Fitzherbert, le había contado por qué bombardeaban Londres. Hasta el mes de agosto, la Luftwaffe había atacado solo puertos y aeropuertos. Fitz le había explicado, en un momento de candidez nada típico en él, que los ingleses no eran tan escrupulosos: el gobierno había aprobado el ataque a objetivos civiles alemanes, y ya en el mes de mayo, y durante los meses de junio y julio, la RAF había lanzado sus bombas sobre mujeres y niños que se encontraban en sus casas. El hecho enfureció a la opinión pública alemana, que exigió venganza. El Blitz fue el resultado.
Daisy y Boy mantenían las apariencias, pero ella cerraba con llave la puerta de su habitación cuando él estaba en casa, y él no ponía ninguna objeción. Su matrimonio era una farsa, pero ambos estaban demasiado preocupados para hacer algo al respecto. Cuando Daisy pensaba en ello, se entristecía; porque ahora había perdido tanto a Boy como a Lloyd. Por suerte, apenas tenía tiempo para pensar en ello.
Nutley Street estaba envuelta en llamas. La Luftwaffe había lanzado un combinado de bombas incendiarias y explosivos de gran potencia. El fuego provocó los mayores daños, pero los explosivos de gran potencia contribuyeron a propagar las llamas, lo que reventó los cristales de las ventanas y avivó el incendio con más oxígeno.
Daisy frenó la ambulancia en seco y todos se pusieron manos a la obra.
Las personas con heridas de poca gravedad fueron conducidas hasta el puesto más próximo de primeros auxilios. Los heridos más graves fueron trasladados a St. Bart’s o al Hospital de Londres, en Whitechapel. Daisy hizo un viaje tras otro. Cuando cayó la noche, encendió los faros. Estos estaban cubiertos con una rejilla y proyectaban un tenue haz de luz, como parte del camuflaje del vehículo, aunque resultaba una medida un tanto innecesaria cuando Londres estaba encendida como una gigantesca hoguera.
El bombardeo se prolongó hasta el amanecer. A plena luz del día, los cazas eran un blanco demasiado fácil para la flota de aviones de combate pilotada por Boy y sus camaradas, así que la patrulla aérea se retiró, agotada. Cuando la fría luz grisácea bañó las ruinas, Daisy y Naomi regresaron a Nutley Street y vieron que ya no quedaban víctimas que trasladar al hospital.
Se sentaron exhaustas entre los cascotes de un jardín con muros de ladrillo. Daisy se quitó el casco de acero. Estaba destrozada y cubierta de polvo. «Me gustaría saber qué pensarían ahora de mí las chicas del Club Náutico de Buffalo», pensó. Y luego se dio cuenta de que ya no le importaba gran cosa lo que pensasen. Los días en que su aprobación era lo más importante le parecían estar ya en un pasado muy lejano.
—¿Te apetece una taza de té, querida mía? —le preguntó alguien.
Reconoció el acento galés. Levantó la vista y vio a una atractiva mujer de mediana edad con una bandeja en las manos.
—Oh, Dios, es justo lo que necesito —respondió, y se sirvió ella misma. Ahora ya le gustaba el té. Tenía un sabor amargo, pero un notable efecto revitalizante.
La mujer besó a Naomi.
—Somos parientes —aclaró ella—. Su hija, Millie, está casada con mi hermano, Abie.
Daisy observó cómo la mujer llevaba la bandeja hacia el pequeño grupo de encargados de Prevención para los Bombardeos, bomberos y vecinos. Imaginó que debía de ser alguien influyente en la zona: rezumaba autoridad. Aunque estaba claro que, al mismo tiempo, también era una mujer campechana, hablaba a todo el mundo con amabilidad y los hacía sonreír. Conocía a Nobby y a George el Guapo, y los saludó como a dos viejos amigos.
Se sirvió la última taza de té de la bandeja para ella y fue a sentarse junto a Daisy.
—Pareces norteamericana —dijo en tono agradable.
Daisy asintió en silencio.
—Estoy casada con un inglés.
—Yo vivo en esta calle, pero mi casa se libró anoche del bombardeo. Soy parlamentaria de la circunscripción de Aldgate. Me llamo Eth Leckwith.
A Daisy se le paró el corazón. ¡Era la famosa madre de Lloyd! Se estrecharon la mano.
—Daisy Fitzherbert.
Ethel levantó las cejas.
—¡Oh! —exclamó—. Eres la vizcondesa de Aberowen.
Daisy se ruborizó y habló en voz baja.
—En Prevención para los Bombardeos no lo saben.
—Tu secreto está a salvo conmigo.
—Conocía a su hijo, Lloyd —dijo Daisy, titubeante. No pudo evitar que se le llenasen los ojos de lágrimas cuando pensó en su época juntos en Ty Gwyn, y en la forma en que él la había cuidado tras el aborto—. Fue muy amable conmigo en una ocasión que necesité ayuda.
—Gracias —dijo Ethel—. Pero no hables de él como si hubiera muerto.
El reproche fue amable, pero Daisy tuvo la sensación de haber tenido poquísimo tacto.
—¡Lo siento mucho! —se disculpó—. Está desaparecido en combate, lo sé. ¡Qué estúpido comentario por mi parte!
—Pero ya no está desaparecido —aclaró Ethel—. Escapó por España. Llegó ayer a casa.
—¡Oh, Dios mío! —A Daisy se le aceleró el pulso—. ¿Se encuentra bien?
—Perfectamente. De hecho, tiene muy buen aspecto a pesar de todo lo que le ha tocado vivir.
—¿Dónde…? —Daisy tragó saliva—. ¿Dónde está ahora?
—Bueno, debe de andar por aquí. —Ethel miró a su alrededor—. ¿Lloyd? —lo llamó.
Daisy miró con extrema atención entre la multitud. ¿Podía ser aquello cierto?
Un hombre con un ajado abrigo marrón se volvió.
—¿Sí, mamá?
Daisy se quedó mirándolo. Tenía el rostro quemado por el sol y estaba en los huesos, pero más atractivo que nunca.
—Ven aquí, cariño mío —lo invitó Ethel.
Lloyd avanzó un paso y entonces vio a Daisy. De pronto se le demudó el rostro. Sonrió de felicidad.
—Hola —saludó.
Daisy se levantó de un salto.
—Lloyd, aquí hay alguien a quien tal vez recuerdes… —dijo Ethel.
Daisy no pudo reprimirse. Salió corriendo en dirección a Lloyd y se echó en sus brazos. Miró sus ojos verdes, lo besó en las mejillas morenas y luego en los labios.
—¡Te quiero, Lloyd! —exclamó sin pensarlo—. ¡Te quiero, te quiero, te quiero!
—Yo también te quiero, Daisy —respondió él.
A sus espaldas, Daisy oyó el comentario irónico de Ethel.
—Bueno, ya veo que la recuerdas.